Ningún estilo –ya sea en pintura, arquitectura, escritura u otros campos–, por creativo, distintivo, original, reconocible o irado que sea, se protege mediante el derecho de autor por una sencilla razón: el estilo no es una "obra" en sí misma.
Esto es así en la mayoría de los países del mundo gracias al Convenio de Berna, que rige la materia. En Colombia, la Ley 23 de 1982 y la Decisión Andina 351 establecen que el derecho de autor protege las expresiones concretas, originales y fijadas en un soporte, pero no a las ideas, los procedimientos, los métodos de operación, los conceptos matemáticos, los principios o los descubrimientos. El estilo de las obras comparte la naturaleza de las excepciones que se mencionan porque se trata de una forma general o habitual de crear, pero no una obra concreta.
Esto significa que no existe derecho de autor sobre estilos de pintura como el realismo, el impresionismo, el cubismo o el arte urbano. Tampoco sobre el estilo mudéjar, románico, neoclásico o gótico de la arquitectura. En otras palabras, el derecho de autor no protege ideas generales, técnicas, estilos o enfoques creativos, por singulares que parezcan. Lo que sí protege son las manifestaciones concretas y originales del intelecto humano: una pintura específica, un diseño determinado, un plano arquitectónico, una ilustración o un poema. Lo protegible es la forma en que una idea se expresa, no la atmósfera general, el ritmo, la voz narrativa o la estructura, ya que el estilo de un autor, por personal o distintivo que sea, no está sujeto al amparo legal de la propiedad intelectual.
No podemos escandalizarnos por estos hechos cuando muchos optamos por el camino fácil de leer los resúmenes de los clásicos de la literatura que hace la IA.
Este debate ha resurgido en redes por la moda de transformar, gracias a los programas de IA, todo tipo de imágenes como fotografías o ilustraciones al estilo del Estudio Ghibli. Aunque personalmente iro a Hayao Miyazaki y me encantó la película El viaje de Chihiro, considero que no existe ilegalidad en estos hechos. Lo que se observa actualmente en las reproducciones por IA de la obra de este autor japonés no es una copia o plagio de una obra concreta, sino la reproducción de una atmósfera o un estilo que no está amparado por el derecho de autor.
Si comenzamos a proteger las ideas, los estilos y los procedimientos, corremos el riesgo de sobredimensionar el alcance del derecho de autor y volverlo inviable: todo podría considerarse copia de algo anterior porque en el fondo todo es un remix. La creatividad se alimenta de influencias previas.
A la discusión se suman dos factores que complican el panorama. El primero, el impacto ambiental del entrenamiento de los modelos de inteligencia artificial, que consume enormes cantidades de energía en un momento crítico para el planeta. El segundo, que millones de personas están entregando imágenes y datos personales a estas plataformas sin saber con certeza qué uso se les dará. Esta cesión masiva y gratuita plantea riesgos reales de suplantación de identidad, fraudes, manipulación y pérdida de control sobre la propia imagen. Por eso, más allá de la estética o la nostalgia por ciertos estilos, lo que está en juego es también la protección de los derechos de las personas en un entorno digital que avanza más rápido de lo que se regulan sus riesgos.
Celebro que las universidades estén incluyendo estos temas en sus programas y diplomados de derecho, porque la discusión sobre los límites del derecho de autor es más necesaria que nunca. Pero es momento de dejar la doble moral: no podemos escandalizarnos por estos hechos cuando muchos optamos por el camino fácil de leer los resúmenes de los clásicos de la literatura que hace la IA, decoramos la casa con reproducciones de obras de artistas en tendencia y entregamos cualquier cantidad de datos personales a cambio de tener una aplicación gratuita.