Mi primo Gabriel se casó este fin de semana por tercera vez, con la misma encantadora señorita. No me pregunten por qué, pero nunca he visto a un novio que se cambiase de ropa más veces que la novia. Cada vez que me topaba con él, tenía una indumentaria distinta –y no, no es influenciador–. Ante tal acontecimiento, y dispuesto a montársela por el resto de los días, quise documentar la extravagancia con mi celular.
Fui a mi mesa, lo agarré y, oh sorpresa, celular sin pila. ¡Entré en crisis! Hoy, quedarse sin pila es como si se le congelara a uno la mitad del cerebro. Se torna uno en un inútil. Busqué desesperadamente entre familiares, organizadores y asistentes a ver si alguien tenía un cargador. ¡Diantres!, ¿quién no trae un cargador a un matrimonio? Así las cosas, eran las 7 de la noche y me aguardaban al menos seis horas desconectado.
No estoy tratando de ser chistoso. La ansiedad que acabo de describirles es el resultado de una adicción, adicción al celular, a las redes sociales, un mal de esta época frente al que no estamos haciendo nada. Hemos normalizado nuestro comportamiento social con una pantalla, y en el entretanto se nos están desvaneciendo, sin poder recuperarlos, momentos muy importantes de la vida, como el compartir de verdad con nuestras familias, con los primos, tíos, hermanos y papás.
Quizás el sábado haya sido el día en el que debía quedarme sin pila, porque lo que me sucedió después fue maravilloso. Ojalá no se hubiera dado por una desconexión forzada, pero procedo a relatarles mi experiencia porque a la sociedad, a la mente y al corazón nos vendría bien reencontrarnos con los nuestros, sin un celular, tableta o computador de por medio.
Cuando interioricé que no habría celular, lo metí al bolsillo y me senté en la mesa de mi viejo, donde estaban mis tíos y desfilaban, entre una y otra canción, mis primos. Me serví un whisky con hielo, y mucha agua. Y ahí empezó la magia –no, no me metí hongos ni nada similar. Solo whisky–.
Mi viejo estaba feliz y radiante, junto a su esposa, Luisa, a quien hace rato no veía reírse tanto, aunque a ella le tocó estar más pendiente de mi hermano menor –15 años– que andaba de coqueto bailando como un trompo. Frente a mí estaba Roberto, quien con su imperecedero ojo periodístico observaba todo lo que sucedía a su alrededor, como si estuviera buscando historias para guardar en su privilegiada memoria, siempre con una carcajada, comentario a punto y, claro, al lado del ventilador. Mi tía Juana, una matriarca como de novela de García Lorca, quien no soporta el reguetón, nos tomaba fotos para el chat familiar.
Mi tía Adriana no paró de bailar. Baila hasta el silencio. José Luis Perales, Bad Bunny, ‘techno’, Juan Luis Guerra, Mozart, todo amerita bailar para ella. ¿No te quieres sentar un momentico?, le pregunté. Minutos después de eso, su esposo, Patricio, siempre un lord, como ese actor que nunca se despeina, estaba saltando por la pista. No estoy exagerando, saltando. Tanto así que mi primo Alejandro, el hijo de ellos, parecía el papá.
Mi tío Hernando, junto a su esposa, María Elvira, una pareja eterna, que siempre da la sensación de que se conoció ayer, se la pasó haciendo estiramientos, parado, con una silla. ¿Y a este qué le pasa? Luego me contaron que lo habían operado de la rodilla recientemente. Mi tío Pacho, el padre del novio, cariñoso y entrañable como pocos, tuvo unas palabras muy amplias y sabias para los novios en su discurso. “Go Chiefs!”, dijo.
Por primera vez en muchísimos años vi de verdad a mi familia paterna. Envejecemos, y cuando menos nos demos cuenta, ya no estaremos aquí. La noche del sábado ya no me la quita nadie. Ahí quedará, guardada como un hermoso y valioso recuerdo que ninguna experiencia tecnológica me podrá brindar. Ni con inteligencia artificial. Go Chiefs!
DIEGO SANTOS
Analista digital
En Twitter: @DiegoASantos