Para mantener la esperanza

La guerra ya no representa un privilegio de los más valientes, puros y desprendidos.

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Lo más doloroso es la imposibilidad de entender por qué la gente decide matarse de pronto, a veces sin saber por qué. Después de las atrocidades de las guerras de Serbia un excombatiente reconoció que ignoraba cómo había terminado disparándole a su vecino, a quien saludaba cada mañana camino de la panadería, con quien había bailado en el mismo club, aunque iban a templos distintos. Y recordó que todo había comenzado cuando un delirante cogió un micrófono para escupir barrabasadas.
Un adolescente palestino, por allá en los años de la guerra de los Seis días de Dayan, confesó que había vivido siempre en un barrio mixto, donde podía echarles piropos a las muchachas judías que vivían frente a su casa, y que a las muchachas les gustaba. El odio es un sentimiento incomprensible. Tanto como el milagro del amor. Pero más contagioso.
Mientras cruza el cielo de Jerusalén la cohetería del rencor es inevitable preguntar quién financia la matanza, a quién le sirve. Y aunque suene obvio e ingenuo, uno se pregunta si tantos millones de dólares invertidos en destripar prójimos no alcanzarían para comprar un poco de felicidad para adornar la cruz de un lunes o para acelerar el desarrollo de la región empobrecida. ¿Y cómo es que pasa donde los profetas de las tres grandes religiones monoteístas llamaron a la concordia y la justicia? Al parecer la gente se mata por razones prácticas. Pero no hay nada más impráctico que la guerra. Ted Turner lamentó que la guerra de Vietnam hubiera matado tres millones de clientes potenciales para las empresas norteamericanas que proliferaron cuando los soldados volvieron a casa. No lo dijo por cinismo. Era un empresario. No un político. Prefería los negocios a las batallas.
Yo tenía once años cuando le dije a mi primo Guillermo Zea que me prestara un libro sobre la tercera guerra mundial. Él era bastante mayor que yo, tanto que ya tenía novia, y trabajaba, y podía comprar sus propios libros, y sonrió discretamente. Me queda muy difícil, hombre, porque la tercera guerra no ha empezado. Me dijo. Y yo me sentí como un idiota.
Tuve que tragar muchos libros para empezar a creer que yo no estaba tan despistado después de todo. Pensándolo bien, la tercera guerra mundial debió comenzar cuando se apagaron los fulgores de las bombas atómicas que cerraron la segunda; que fue la prolongación de la primera, que alargó las decimonónicas que afrontaron los imperios del Occidente cristiano, las carnicerías napoleónicas, y la masacre religiosa de los tiempos de Montaigne que extendió la cruzada contra los cátaros, que fue el culmen de una serie de guerras remontables hasta Troya, o hasta los hicsos. La historia humana es la historia de la guerra. Por una misteriosa fatalidad.
Yo pegaba mis primeros berridos en este planeta hermoso y confuso cuando Paulus se rindió en Stalingrado; crecí bombardeado por las noticias de la guerra de Corea, me salió el bozo en medio de los horrores de Vietnam. La guerra fue mi medio ambiente. Se dijo que el vencedor acaba prisionero de su victoria. El Papa definió la guerra como una derrota. Pero la humanidad parece fascinada por la tragedia. Este animal extraño que somos refinó sus mejores valores en los campos de batalla, y perfeccionó las tecnologías que le facilitan la vida. Los enlatados, las sopas instantáneas, internet, la piadosa morfina, casi todo surgió del asqueroso ejercicio de la guerra. Del antiguo fuelle de Hefesto que forjó la primera azada y la primera espada, y construyó el primer robot.
Steven Pinker sostiene que somos más razonables ahora. Es una esperanza. En todo caso, ninguna guerra parece honorable ya. La guerra ya no representa un privilegio de los más valientes, puros y desprendidos. Y los políticos hoy, ayatolas y rabinos enardecidos y zares rabiosos, deben recurrir a veces a los mercenarios para que los representen en el drama demencial del heroísmo. Maiakovski describió el espanto con un haiku macabro: en un vagón podrido, cuarenta hombres, y solo cuatro piernas.
EDUARDO ESCOBAR

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