Está sobrado de razón Gonzalo Sánchez al decir, en Semana, con la angustia de un amante apasionado que ve agonizar a su amada, que “la democracia en Colombia y en América Latina está asediada por el miedo y por el odio”. No es solo en Colombia ni en América Latina. La democracia está amenazada en el mundo por la conjunción de la extrema derecha global y las extremas derechas locales en plan de imponer la teoría del “pensamiento único”, cuya falsedad parecía demostrada, pero que, sin dejar de ser falsa y peligrosa, ha resucitado en virtud de la cuarta revolución industrial, aprovechada por el poder económico de esa misma ultraderecha global, para hacerles cama a las distopías que presintieron Aldous Huxley (Brave new world) y George Orwell (1984).
El miedo y el odio no son un invento del general, perdón, del senador Uribe Vélez, hoy su promotor más conspicuo. Existen en Colombia desde la doctrina nefanda del arzobispo primado, Bernardo Herrera Restrepo: “El liberalismo es pecado” y hay que odiarlo y exterminarlo porque el liberalismo, según esa doctrina arzobispal, es la máscara que encubre el comunismo y el ateísmo. Ese odio preconizado por un jerarca ilustre de la Iglesia (y rechazado en un ensayo famoso de Rafael Uribe Uribe ‘Por qué el liberalismo colombiano no es pecado’) es el origen de la tragedia colombiana. Ese odio, y ese miedo, que profesa como objetivo fundamental destruir la democracia, o “hacerla trizas”, para usar la expresión detestable de uno de nuestros ultraderechistas más rabiosos, provocaron el atentado contra el presidente Reyes (1906), quien cometió el error sacrílego de cogobernar con los liberales de Uribe Uribe; y después, el asesinato de Uribe Uribe. Aparentemente contenidos por la acción de demócratas liberales y conservadores que en los años veinte se esforzaron por ambientar gobiernos democráticos, el miedo y el odio se agazaparon, acumulándose pacientes en el ideario de la ultraderecha fascista y clerical, durante los años gloriosos de la República Liberal, hasta que, con la victoria del conservador Ospina Pérez en 1946, la olla de presión en que hervían el odio y el miedo, llevada al máximo por la Guerra Fría (una guerra de odio y de miedo y de violencia global) produjo “la violencia” y la “guerra Santa” contra los liberales, gaitanistas y no gaitanistas, y los comunistas, que, según vociferaban los párrocos en las iglesias, eran lo mismo. Esa violencia asesinó a Jorge Eliécer Gaitán y a trescientos mil liberales, y causó el desplazamiento de otros tantos campesinos, despojados de sus tierras por los terratenientes de la ultraderecha conservadora y liberal.
Por fortuna, la victoria electoral reciente de las ideas progresistas en España nos ha abierto una rendija por la que vemos asomar rayos luz y esperanza.
El miedo y el odio, que tienen como su enemigo verdadero a la democracia, porque con ella no pueden ocultar la verdad, a partir del asesinato, uno por uno, de los jefes de la insurrección liberal de los años cincuenta, que habían pactado la paz con el gobierno del general Rojas Pinilla, y que, caído ese gobierno, fueron emboscados y liquidados, propiciaron el surgimiento de organizaciones guerrilleras que se levantaron contra el régimen y sumieron el país en una guerra de medio siglo, que pudo terminarse por la voluntad heroica, tanto del gobierno del presidente Juan Manuel Santos como de la principal de las organizaciones guerrilleras (Farc-EP, hoy extinta) de ponerle fin al conflicto y de sentar las bases de una paz estable y duradera en Colombia.
La democracia hoy, en nuestro país, enfrenta la embestida brutal y sangrienta de una derecha prepotente, que a base de instilar en un montón de ciudadanos ignorantes y alienados, los venenos del miedo y del odio, ha logrado hacerse con el poder en numerosos países de América Latina y de Europa, y por supuesto, en los Estados Unidos, que la comandan. Por fortuna, la victoria electoral reciente de las ideas progresistas en España nos ha abierto una rendija por la que vemos asomar rayos luz y esperanza.
Pero el adversario más serio de la democracia, el peor, no son el odio ni el miedo. Su enemigo más temible es la indiferencia de los demócratas, la apatía de los ciudadanos, engañados y desinformados lamentablemente. Abran los ojos, ciudadanos demócratas, y pongan a funcionar su mayoría antes de que los derechos humanos, las libertades públicas, las conquistas sociales, el humanismo, la paz y las posibilidades de ser realmente felices, desaparezcan de la tierra para dar paso a “un mundo feliz” de humanos robotizados y esclavizados al servicio de los pocos que se están apropiando de los avances científicos y tecnológicos para su servicio exclusivo.
O defendemos la democracia o preparémonos para sufrir las consecuencias de una dictadura mundial en la que el papel que tenemos asignado los ciudadanos es el de víctimas. Lean, por favor, esos libros terribles en que Huxley y Orwell adivinaron un futuro de pesadilla, y si encuentran algún parecido con la realidad, no es coincidencia. La pesadilla se está materializando. Nuestros derechos y libertades se ven restringidos más y más cada día. Nos están esclavizando y no caemos en cuenta. Amarremos bien el mástil de nuestra nave democrática para no caer en la trampa de las voces de sirena que se hacen pasar por democráticas.
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Recomendado de la semana. 1947, el año en que todo empezó. Elisabeth Asbrink. Notable ensayo de la escritora y periodista sueca, presidenta del PEN de Suecia. Tras una investigación larga, ancha y profunda, Asbrink descorre el velo de la bobería idílica que al principio de la posguerra nos muestra un mundo salvado del nazismo, que ha preservado la democracia, y que se prepara para ser un “mundo feliz”. Elisabeth Asbrink nos describe la otra cara de esa historia edulcorada y consumida sin digerir por la humanidad que anhela olvidar los horrores de la Segunda Guerra Mundial y las atrocidades del régimen nazi-fascista de Hitler y Mussolini.
“En un año de tantos comienzos, aún no existen los derechos humanos, casi nadie ha oído la palabra ‘genocidio’ y la división de Alemania apenas señala el camino de la Guerra Fría. Dior inventa su New Look y se pone en marcha la CIA. Empieza la producción en serie del kaláshnikov (rifle de asalto AK-47) y, en la isla de Jura, George Orwell termina la primera versión de 1984.
“Paul Celan y Nelly Sachs escriben poemas sobre la pérdida inasumible. Sí queda lugar para la poesía tras el holocausto: hay que nombrar el horror, aunque este sea indecible. En 1947 alguien decide publicar las memorias de Primo Levi. Entre tanto, la ONU tiene cuatro meses para solucionar el problema de Palestina. El mundo, por cierto, no se ha desnazificado.
“Elisabeth Asbrink entreteje una historia cultural y política con el pasado familiar y la lírica. Un poco a la manera de Benjamin, el fragmento aspira a la totalidad y el detalle casi olvidado ilumina el presente. El ahora empieza en 1947. Imagen especular de una época en la que el fascismo campea y el drama de los refugiados se desarrolla ante la mirada del mundo”. (Turner, Madrid, 2018).
1947, el año en que todo empezó, no es un libro del que deba prescindirse.