Lo vi por primera vez en Valledupar, antes de iniciarse un evento cultural denominado Encuentro Internacional de Escritores Literatura al Mar, fundado por Delia Rosa Bolaño, una mujer guajira enamorada de la palabra, que reúne cada año en su departamento a un nutrido grupo de escritores para llevarles a los estudiantes de las rancherías un mensaje de fe en Colombia, expresado en poemas y cuentos que los autores invitados les leen con alegría. Estaba sentado en una mesa contigua a la mía, en la cafetería del mismo hotel donde nos hospedaron, leyéndole al poeta Fernando Chelle los últimos poemas que había escrito. Escuchándolo con atención, me sorprendí con ese registro melódico de su voz, con ese tono novedoso con que leía sus versos, con ese lenguaje que transpiraba belleza literaria.
Su figura de hombre fornido, cabello alborotado y rostro marcado con los signos del acné juvenil no hacía pensar que se tratara de alguien apasionado por la poesía. ¿Quién es este hombre que transpira alegría interior, amor por la palabra, gozo intelectual?, me pregunté. En el vehículo que nos llevó a Riohacha lo volví a escuchar leyéndole a Omar Ortiz este verso: “Comprendí entonces que los espejos / también mueren ahogados, / que la peor injusticia / es regalarle flores a la luna”. Al llegar a Uribia pude cruzar palabra con él. Me lo presentó Francisco Atencia, un escritor nacido en Tolú. “Es un gran poeta cartagenero”, me dijo. Lo primero que le pregunté, después de estrechar su mano, fue por la vida de Raúl Gómez Jattin, el gran poeta de esa tierra que se suicidó tirándosele a un bus.
Se deshizo en elogios sobre la poesía del autor que en estado de alucinación le gustaba torear carros en la calle, hasta que uno lo embistió. Me contó que el autor del libro Esplendor de la mariposa sufría una esquizofrenia maníaco-depresiva que lo llevaba a agredir a personas que lo conocían, que pasaba fácilmente de un estado de euforia a uno de melancolía y que en ocasiones se entregaba a la lujuria. “Fue nuestro Arthur Rimbaud”, me dijo. Entonces recordó este poema que escribió antes de morir: “La locura espanta el tedio como el viento espanta nubes. Ven ¡oh sagrada locura! y embriágame en el reino de tu fantasía”. Me habló de sus tristezas y de cómo dormía en cualquier banca de un parque. En la charla recordó que un día antes de su muerte compartió con él en la Escuela de Bellas Artes, de Cartagena.
En el título de esta columna dije su nombre: Gonzalo Alvarino. Su segundo apellido es Montañez, pero nunca lo pone en sus libros. Es, además de poeta, gestor cultural. Hace parte del grupo de intelectuales que en Cartagena realizan cada año el Parlamento Internacional de Escritores, y es socio fundador del movimiento literario generación fallida, que publica la revista ‘Se buscan forajidos de la palabra’. Se describe como prófugo del circo estados literarios, azotador de filósofos de la rima y anarquista de los géneros. En San Jacinto, Bolívar, donde es un entusiasta de las actividades culturales, organiza el Encuentro de Escritores de los Montes de María. Recorre el país como si fuera la reencarnación de Gonzalo Arango: tratando de reclutar gente para su causa, la poesía.
Es un hombre de diálogo ameno, un poco irreverente, de palabra fácil, que se aparece en los eventos culturales de cualquier ciudad para encantar a quienes lo escuchan con sus versos cortos donde campea una poesía intimista, nimbada a veces de un fino erotismo, con metáforas que enseñan a un autor cultivado. El día que lo conocí me declamó el poema ‘Nereida’, en el que en uno de sus versos dice: “Le pregunté su nombre. / Respondió que era una criatura del mar. / Me mostró sus espinas y sus escamas”. Otra vez lo vi en la Feria Internacional del Libro de Bogotá. Hablaba de poesía con José Luis Díaz-Granados. Cuando me acerqué, le hice esta pregunta: ¿es su último poema escrito? Me respondió que hacía parte de un libro inédito que iba a llevar por título ‘Estética para gusanos’.
Le he puesto a esta columna el nombre ‘Un tal Gonzalo Alvarino’ porque recordé el libro de Álvaro Salom Becerra titulado ‘Un tal Bernabé Bernal’, donde se narra la historia de un hombre tímido, ingenuo y honesto que se deja manejar por los corruptos. El personaje de Salom Becerra es la antípoda de Gonzalo Alvarino. Este es un hombre alegre, que sonríe siempre, y que mantiene a flor de labio un bello poema para declamar y, sobre todo, que condena cualquier acto de corrupción. Graduado en Trabajo Social en la Universidad Simón Bolívar, de Barranquilla, este hombre que todos los sábados comparte sus poemas con los asistentes a la Casa Museo Rafael Núñez, de Cartagena, es el símbolo de la alegría intelectual. A donde llega despierta simpatía por sus opiniones sobre al arte poético.
Gonzalo Alvarino no escribe esa poesía desolada, llena de dolor en el alma, que busca cicatrizar dolores, como la de Raúl Gómez Jattin. Es decir, no les sacó nada a los poetas malditos de Francia. Aunque disfruta leyendo a Mallarmé, a Baudelaire, a Rimbaud, no hay en sus versos ninguna influencia de estos vates. En su libro ‘El olor de mis manos’, publicado por Uniediciones, se advierte una poesía en la que en cada palabra expresa su alegría interior, su deseo de celebrar la belleza de un cuerpo de mujer, su asombro ante la maravilla de la naturaleza. Este es un poemario que rompe con lo tradicional en la poesía. ¿La razón? Todos los poemas tienen nombre de mujer. Gloria, Felipa, Berenice, Yadira, Ana, Inés, Matilde, Sandra, entre otras, dejan su esencia femenina en estas páginas.
En su casa de Barranquilla le pregunté al escritor Ramón Illán Baca: ¿cuál es su opinión sobre la poesía de Gonzalo Alvarino? Me contestó: “Ese tal Gonzalo Alvarino es un buen poeta, innovador con el lenguaje, de metáforas originales. Me sorprende su entusiasmo intelectual. Lo que he leído de él tiene consistencia poética, buen tono expresivo y una música recóndita”. Para mí, su poesía tiene ritmo melodioso. En el poema ‘Isabel’, del libro antes citado, hay un verso que pone en alto su inspiración: “El olor de tu música revuelto en mi pelo”. En el poema ‘Piedad’ suelta esta hermosa figura literaria: “Conoces mi temor a la oscuridad, / sabes que necesito tus manos / en cualquier lugar de mi cuerpo”. Juan de Dios Sánchez escribió que leer ‘El olor de mis manos’ es sentir la poesía impregnada en la piel.
JOSÉ MIGUEL ALZATE