Entre los múltiples temas de deliberación que convocan hoy a nuestro país, cobra gran relevancia cómo hacer efectivo el derecho a la educación. Un propósito colectivo que va más allá de las ideologías y las diferencias de perspectiva. La educación tiene el potencial de ser un catalizador que contribuya a los consensos que buscamos como país y que acerque generaciones y grupos diversos.
Es difícil que alguien no esté de acuerdo en que nuestros niños, niñas y jóvenes merecen disfrutar del derecho a la educación. Sin embargo, la educación no es un fin en sí mismo, es un habilitador de oportunidades y de sueños para que las personas puedan realizarse; una promesa enorme y muy difícil de cumplir. Ello requiere una serie de variables: que aporte significativamente al proyecto de vida, que entregue conocimientos con criterio, que construya una sociedad más justa y democrática, y, por supuesto, que sea una educación de calidad. ¿Es posible hablar de cobertura sin mencionar la calidad? Educación sin calidad es una promesa incumplida, un camino de frustraciones y de perder la oportunidad de recibir los beneficios individuales que mejoran el desarrollo de toda la comunidad.
Para tener una educación que genere un retorno social, el país necesita construir un sistema flexible en tiempos, ofertas y posibilidades de tránsito, que integre las instituciones educativas, gubernamentales y sociales en todos los niveles educativos, y permita a las personas formarse a lo largo de su vida, a medida que las necesidades de un mundo cambiante lo exigen. Es muy importante hacer esfuerzos por mejorar la calidad, no solo de la educación superior, sino también de la educación básica y media, que es la formación que posibilita encontrar oportunidades más adelante.
Ahora bien, las universidades son los pilares de la educación superior. Colombia, a través de los años, ha construido un sistema mixto en el que participamos el Estado, comunidades religiosas, iniciativas privadas y empresariales. Una coexistencia de instituciones oficiales y privadas sin ánimo de lucro que, aunque tienen mucho por mejorar, aportan y son fundamentales para el desarrollo del país y del conocimiento. Nos corresponde proteger y consolidar este sistema mixto.
Por otro lado, la autonomía, como característica de la institución universitaria, es un reconocimiento a la libertad del saber y del enseñar necesaria para desarrollar el pensamiento, la reflexión y la crítica, que hoy también está siendo debatida. Esta autonomía tiene una trayectoria mundial de más de 900 años, cuando se fundó la Universidad de Bolonia en 1088, tiempo desde el cual las distintas repúblicas y Estados han reconocido el valor y los conocimientos de estas instituciones.
En las democracias es fundamental contar con instituciones que acogen la universalidad de las posiciones, permiten el debate y la discusión serena de las ideas y desde allí aportan a la formación de los ciudadanos. Para las universidades, la autonomía conlleva una gran responsabilidad: deben ser coherentes con las normas que se dan y los fines que se proponen, y no pueden ponerse al servicio de intereses particulares, sino deliberar permanentemente sobre el bien común. En este sentido, un número significativo de universidades oficiales y privadas, en ejercicio de su autonomía, han desarrollado sus opciones de orientación desde una democracia participativa, inspiradas así en uno de los más importantes aportes de la Constitución de 1991.
Para la salud de nuestra democracia es importante mantener el patrimonio cultural que son sus universidades y salvaguardar su autonomía, condición para el pensamiento crítico, la formación integral de la persona y el avance de la humanidad.
LUIS FERNANDO MÚNERA CONGOTE, S. J.*
Rector de la Pontificia Universidad Javeriana