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¿Reviviendo nuestra historia?

Por decretos de estado de sitio se expidieron códigos, se regularon casi todas las actividades estatales y hasta se expidió el arancel de aduanas.

Abogado y columnistaActualizado:

Por estos días y al parecer en contravía de lo que el presidente Petro y su ministro del Interior sostienen en público, ha vuelto a plantearse la tesis disparatada –que no es nueva en nuestra historia– de que el funcionamiento del Estado, como rige, con sus tres poderes y controles, es incompatible con la conservación del orden público –como antes se decía– y ahora, con el cumplimento de la voluntad del pueblo.

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El estado de sitio –hoy, conmoción interior– fue tal vez la institución más odiada de la Constitución de 1886, pues a partir de la década de los cuarenta del siglo pasado se utilizó para reemplazar en la práctica el Estado de derecho. Con razón, fue una de las figuras más atacadas por la izquierda democrática, incluidos el Partido Comunista y el Movimiento Revolucionario Liberal, con la oratoria de Eduardo Umaña Luna.

La historia arranca cuando por decretos de estado de sitio se establecieron los tribunales militares para civiles, se conculcaron las libertades públicas, incluida la de locomoción con los toques de queda, pasando por su uso indebido para controlar precios a través de la figura del “orden público económico”.

Pero la violación mayor del régimen jurídico se dio el 9 de noviembre de 1949; cuando el liberalismo se proponía hacerle al presidente Ospina un juicio sobre los episodios de la violencia, este cerró el Congreso por un decreto de estado de sitio argumentando que su funcionamiento era incompatible con el mantenimiento del orden público. Desde entonces, tuvimos prácticamente diez años sin Congreso, con censura de prensa y sin independencia de poderes.
El estado de sitio –hoy, conmoción interior– fue tal vez la institución más odiada de la Constitución de 1886.
En 1950 hubo una elección con candidato único. El golpe militar del general Rojas Pinilla, un 13 de junio hace setenta y un años. Toda la legislación del país se hizo por decretos de estado de sitio. Se usó la figura para todo, para bien y para mal. Se dictó una amplia ley de amnistía para los guerrilleros liberales encabezados por Guadalupe Salcedo a quien, como suele ocurrir, lo mataron ya desmovilizado. El presidente designó un coronel como rector de la Universidad Nacional. Es clásica la frase de un ministro de Rojas, quien le decía a su secretaria: “Saque el lápiz, doña Elvia, que vamos a legislar”. Por decretos de estado de sitio se expidieron códigos, se regularon casi todas las actividades estatales y hasta se expidió el arancel de aduanas.

Irónicamente, también sirvió para ‘defenestrar’ a Rojas Pinilla, el 10 de mayo de 1957, por una junta militar que él mismo designó y que usando, otra vez, el estado de sitio, convocó el plebiscito –camino que no existía– para reinstitucionalizar el país, el que fue votado por más del setenta por ciento del censo electoral de la época. Resolvió el problema de la violencia, pero estableció instituciones claramente antidemocráticas como la paridad y la alternación en la presidencia entre los dos partidos tradicionales. Los colombianos y las colombianas –que votaron por primera vez– determinaron que las reformas constitucionales solo podían hacerse por el Congreso.

Otra paradoja histórica: por otro decreto de estado de sitio dictado en desarrollo de la declaratoria que se efectuó por el asesinato de Rodrigo Lara en 1984, se dio inicio a un trámite para cambiar la Constitución por un procedimiento no previsto, pero que fue avalado en decisión dividida por la Corte Suprema de justicia. Para bien, en sentido psicoanalítico, el hijo mató al padre. La constituyente de allí salida prácticamente acabó con esa odiada institución.

Además de las razones de orden público –que básicamente tenían que ver con el narcoterrorismo– se dijo que había que acudir a un mecanismo excepcional, ya que la Corte no dejaba cambiar la Constitución por cuanto había declarado inconstitucionales las reformas de López y de Turbay. En el fondo, se le echaba la culpa a la Corte por no pasar reformas. Y eso a pesar de que los tres poderes funcionaban. Congreso y Gobierno facilitaron la reincorporación del M-19, la economía estaba bien y los partidos actuaban.

También paradójicamente, la Constituyente enmendó el “error”, pues abrió justificadamente los caminos para cambiar la Constitución, que son los que hoy existen y deben usarse antes que volver a la idea de utilizar la conmoción interior.

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