Aun cuando Waldo Rasmussen, curador de la exposición y director del programa internacional del MoMA, reclutó la asesoría de diez distinguidos especialistas de arte latinoamericano, está claro que en ningún momento tuvo en cuenta sus consejos. No se pueden excusar ni la ignorancia ni la indiferencia en una muestra de tanta significación para nuestro destino futuro en el mundo del arte. Para empezar, la exposición manifiesta protuberantes desequilibrios artísticos y asimetría geográfica. Excepto por el énfasis social en el trabajo de los muralistas mexicanos Orozco, Rivera y Alfaro Siqueiros, el curador ignoró por completo el movimiento indigenista representado, entre otros, por el trabajo temprano de Guayasamín de Ecuador, para mencionar un solo caso. En general, la exposición tiene un matiz eurocentrista. Además, la mayoría de las obras han sido exhibidas tan a menudo y tantas veces que es difícil evitar una sensación de haberla visto ya en el pasado.
Criterio caprichoso
No se puede llamar artistas de América Latina del siglo XX cuando solo diez entre más de treinta países están representados. La muestra está tan desequilibrada que los 22 artistas de Brasil y 21 de Argentina constituyen casi la mitad del total de participantes. La desproporción se manifiesta cuando encontramos que hay 13 artistas del pequeño Uruguay e igual número del gigantesco México. Además, si consideramos que la mujer ha sido instrumental en el desarrollo de las artes visuales del continente, es asombroso que ellas solo estén representadas en un 13 por ciento. La ausencia de Leonora Carrington (México), María Luisa Pacheco (Bolivia), Beatriz González (Colombia) o Marta Minujín (Argentina) es dolorosa.
No obstante su comentario en el sentido de que no estaba interesado en países individuales sino en artistas que hayan contribuido de alguna manera a la escena artística mundial desde la segunda guerra, no hay excusa para que Rasmussen haya omitido a artistas tales como De Szyszlo de Perú cuyo trabajo es seminal en el desarrollo del colorismo abstracto en la pintura de América Latina. De igual modo, ningún curador serio puede olvidar a Obregón, indiscutible pionero del arte moderno en Colombia desde la década del 50 hasta su muerte el año pasado.
En su obsesión por eliminar a cualquier artista cuyo trabajo guarde cierta afinidad con lo que Rasmussen llama exótico, folclórico, surrealista o político , ha logrado excluir el trabajo fabuloso de José Gamarra (Uruguay), Nemesio Antúnez y Claudio Bravo (Chile), y toda la región afrocaribeña donde los artistas han propuesto una pintura que se regocija con la luz del trópico y los colores encendidos de su tierra, así como las costumbres y tradiciones de su pueblo.
Ninguna persona que haya viajado por América Central va a negar la existencia de un significativo número de artistas cuyo trabajo merecería la atención de un curador responsable. Para ser justos, por lo menos la pintura de Armando Morales (Nicaragua) debería haberse tenido en cuenta, para no mencionar la obra de Rodolfo Abularach y Elmar Rojas ambos de Guatemala. De hecho, el único artista de ese importante subcontinente es Carlos Mérica, guatemalteco que ha vivido casi toda su vida en México. No se trata de incluir a todos los artistas destacados, sino dar el crédito que merecen aquellos que han contribuido a incrementar el prestigio y popularidad que disfruta el arte latinoamericano actual en el mundo entero. En resumen, una exposición equilibrada que en verdad representa la diversidad conceptual y temática, así como la riqueza histórica de nuestro continente está todavía por hacerse.