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Las cicatrices de Amparo, la mesera de El Nogal que se declara 'abandonada'

Solo recibió dos salarios mínimos de indemnización. "No me han ayudado en la Unidad de Víctimas".

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Amparo Ortega entra a su cuarto y saca el corset de fibra de vidrio con el que tuvo que sujetarse la espalda, el pecho y el estómago para poder mantenerse de pie y enfrentar los dolores que le dejó la explosión de aquella noche del 7 de febrero del año 2003. Para tratar de enderezar una columna que le quedó torcida y que, desde entonces, la hace gritar del dolor.
El aparato es un recuerdo cruel de las penurias que ha padecido durante los últimos 20 años. Le costó 450.000 pesos y lo compró gracias a una colecta que hizo con su familia y amigos porque, afirma, el sistema de salud no se lo quiso autorizar. Solo algunos exámenes de rutina. Y, eso sí, mucho acetaminofén.
Amparo, nacida en un hogar humilde de Bogotá, había terminado un técnico en ‘mesa y bar’, en el Sena. Hasta que Elizabeth Contreras, prima de su esposo, Ricardo Pereira, y quien trabajaba en El Nogal, le contó que estaban buscando empleadas. Le pasó su hoja de vida y a los tres días, el 11 de julio de 1996, ya estaba trabajando como auxiliar de aseo. Más adelante la ascendieron a camarera. Y cuando ocurrió el atentado, ya era mesera. Y alistaba una comanda: dos jugos de mandarina, dos gaseosas y dos cervezas.
Eran las 8:00 de la noche cuando decidió ir a la cocina a pedir los jugos. Los recibió y los llevaba en una charola de plata cuando, dice, sintió que se resbalaba y que el piso se hundía, y salió volando. Al despertarse, se descubrió cubierta de escombros y vidrios rotos. Descalza. Miró hacia un lado y, aún sin entender nada, vio un incendio que nacía y crecía en la cocina. Al otro lado veía un remolino negro, de humo y cemento, en el hueco que le permitía observar los carros ardiendo en el piso cuarto.
“Ese día tuve un presentimiento de que algo malo podía pasar. Llamé a mi mamita y le pedí la bendición. Y les dije a mis hijos que los llamaba a las 8:00 de la noche. Pero no alcancé”, cuenta la mujer en su casa ubicada en el barrio Santa Librada, en el extremo suroriente de Bogotá.
Amparo tuvo que usar este corset, durante muchos años, para poder mantenerse en pie.

Amparo tuvo que usar este corset, durante muchos años, para poder mantenerse en pie. Foto:Juan David Cuevas

“Escuchaba voces, lamentos, gente clamando auxilio. Esas voces todavía me persiguen”, sigue la mujer. Supo que estaba encima de una persona, pues le halaban el pantalón. No podía respirar. Hasta que, a lo lejos, vio la sombra de una mano que la llamaba mientras el fuego, fiero, lo devoraba todo a su paso y se acercaba a ella. Un señor, al que le decían ‘Chelo’, le pedía a gritos que se levantara. Como pudo, se puso de pie y se acercó hacia el lado de la calle 78 caminando sin saber por dónde estaba pisando.
“Al señor Chelo se le despellejaba la piel de las manos y de la cara, como cuando uno le quita el cuero al pollo. Y me dijo: no mire para abajo. Solo móntese en esta biga y arrástrese hasta el otro lado. Era imposible no mirar hacia abajo y saber que estaba en un piso quinto”, recuerda. Tras recibir los primeros auxilios, se desmayó. Y a los tres días se despertó en la Clínica Santa Fe. Días después se enteraría de que sus amigos y compañeros Gladys Quiroga, Marco Baracaldo, Yesid Castiblanco y Luis Mutis murieron tras la explosión.
El diagnóstico: seis costillas rotas, el hígado estaba sangrando y los pulmones los tenía negros, como podridos, como si hubiera fumado toda la vida. Y ella cuenta que nunca ha fumado ni bebido porque el dinero que ha ganado ha sido para sostener su hogar. “Nunca he tenido plata para vicios”.
Tenían que operarla. Pero al día siguiente le hicieron una ecografía y el hígado salió intacto. “Tenía un gancho de quirófano. Y así se veía en la radiografía. Eso fue un milagro de Cristo, por eso lo amo”. Veía —aclara— porque hace unos meses, llena de rabia, la rompió al igual que el resto de exámenes y documentos que ha llevado a la Unidad de Víctimas durante los últimos años, pidiendo una indemnización como víctima del conflicto armado, y afirma que no se la han dado.
“Es muy triste saber que a varios empleados del club les han dado 20, 30 millones de pesos, y a mí, nada”. Dice que puede pedir una copia para demostrar ese milagro en su estómago. Y le echa toda la culpa a la ARL, pues inicialmente solo le dio un mes de incapacidad. Y así, rota por dentro, pasados apenas dos meses, tuvo que volver a trabajar. Y como El Nogal estaba cerrado, la mandaron para el club La Montaña.
Amparo ha tenido que lidiar con los dolores y con todos los trámites dispendiosos del sistema de salud del país,

Amparo ha tenido que lidiar con los dolores y con todos los trámites dispendiosos del sistema de salud del país, Foto:Juan David Cuevas

Me encontraron escoliosis en la EPS. Iba a la ARL y me decían que eso era por mala postura. Hasta el útero se me salía y tenía que trabajar así, cubriéndolo con una toalla higiénica. Pero me decían que eso no era culpa de la bomba”. Y por todo eso, lamenta, en la Unidad de Víctimas no la han reconocido como tal.
Lo único que reconoce haber recibido es dos salarios mínimos de la época; en promedio, $1’300.000. “Solo Dios no me ha abandonado”, sigue Amparo al lamentar que esperaba mayor respaldo de sus empleadores.
El 21 de diciembre del 2018, Amparo logró pensionarse. Recibe un salario mínimo cada mes. Su esposo, diabético y quien se ganó la vida como conductor —y quien perdió un ojo tras padecer un glaucoma—, lucha para ver si logra jubilarse porque todavía le faltan algunas semanas.
Amparo tuvo que usar este corset, durante varios años, para poder mantenerse de pie.

Amparo tuvo que usar este corset, durante varios años, para poder mantenerse de pie. Foto:Juan David Cuevas

Hoy, Amparo tiene 61 años y lamenta no poder alzar a sus nietas pequeñas por el dolor que padece en la espalda, la cadera y las piernas. Y aunque han pasado 20 años, duerme con la puerta y las ventanas abiertas, para que le entre un halo de luz del poste de la calle.
Durante mucho tiempo no les permitía a sus hijos salir de noche porque pensaba que iban a morir como las 36 personas que cayeron en El Nogal. Y también, durante mucho tiempo, les guardó mucho rencor a las Farc. Hasta que decidió perdonarlos, para sanarse emocionalmente. Agradece que ya no le tiene miedo a la olla pitadora en la que ablanda los fríjoles para el almuerzo. Aunque, eso sí, las voces de todas esas personas atrapadas entre los escombros, pidiendo que le salvaran la vida, la persiguen todavía y muchas veces no la dejan dormir. También reconoce la ayuda de los tantos años de terapia psicológica que le han permitido alcanzar algo de tranquilidad.
“El infierno sí existe, yo estuve ahí. Pero yo soy un milagro de Dios. Sin embargo, debo decir que soy una víctima abandonada del atentado al club El Nogal”.
José Alberto Mojica Patiño
Editor Reportajes Multimedia EL TIEMPO
@joseamojicap

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