¿Qué hizo Bogotá, qué hicimos los bogotanos para merecer la suerte que tenemos hoy? Las dos figuras más poderosas de la política nacional están enfrentadas por desavenencias que se están llevando por delante el futuro de la ciudad. Dos figuras que la conocen bien y saben de sus necesidades y apremios.
Las posturas de la Alcaldesa no han caído bien en la Casa de Nariño, que, a su vez, ha dejado derrumbar todo su poder aprisionador sobre Bogotá, con tal de mantener en el limbo iniciativas que prometen –¿prometían?– un avance en su desarrollo.
El Gobierno Nacional se ha atravesado a la posibilidad de ampliar la avenida Boyacá, sigue obsesionado con paralizar la primera línea elevada del metro si este no lleva un buen tramo subterráneo; suspendió más de 160.000 subsidios para familias pobres, está poniendo en duda las licencias ambientales para la ampliación de la autopista Norte, no renuncia a la idea del tranvía para la carrera séptima y quiere a toda costa permitir que el corredor férreo sirva no solo para pasajeros, sino para carga, cuya estación central, ha dicho la misma Alcaldesa, estaría en el corazón de la ciudad. ¿Se imaginan el caos?
De la luna de miel que se profesaban al comienzo, los dos mandatarios han pasado a la indiferencia total. La Alcaldesa no se ha guardado adjetivo contra el primer mandatario y este ha hablado a través de sus ministros y ministras. Ahora, en un acto más de provocación, anuncia la toma de Bogotá en tres localidades claves que, según han expresado los demás candidatos a la alcaldía, lo que pretende es favorecer al protegido del Pacto Histórico.
Nunca antes se había dado la coincidencia de que un alcalde de Bogotá, en pocos años, se hubiera convertido en Presidente. O que después de 400 años una mujer, también de ideas de izquierda, asumiera las riendas de la ciudad. Y que el encuentro entre ambos podría abrir un camino de entendimiento para que Bogotá siguiera siendo una ciudad referente a pesar de sí misma, empujada más por sus nuevos propósitos que por su legado histórico de ser grande, productiva y caótica. Que el hecho de tener dos figuras alternativas permitiría superar las rencillas del pasado para hacer causa común en torno a los desafíos del futuro. Pero no ha sido así.
Hace ya décadas que Bogotá dejó de ser un modelo a seguir para convertirse en un botín de guerra que todos se pelean. Frenar proyectos, valerse de amiguismos en los órganos de control, del voto decisivo en una junta directiva, polarizar, partir la ciudad entre buenos y malos, entre ricos y pobres o, como sucede ahora, entre
amigos o enemigos del Ejecutivo, ha envenenado el ambiente y cargado de pesimismo a los ciudadanos.
Se entiende que ese es el juego político. Se entiende que existan diferencias y modos de concebir el devenir de la ciudad, pero la excesiva ideologización ya no nos permite ni siquiera reconocernos como lo que somos: ciudadanos de un mismo territorio, una misma comunidad, un mismo vecindario. O simplemente ‘cachacos’, a mucho honor.
Ahora, como dicen los jóvenes de hoy, solo existimos, como existe una planta, esperando el próximo desencuentro, el próximo anuncio que nos devuelva años atrás, la última bofetada que nos obligue a reaccionar. A reaccionar ¿para qué? ¿Contra quién? ¿A cambio de qué? Ni siquiera lo sabemos.
Yo no sé si los bogotanos son conscientes de cuánto nos costará este enfrentamiento. Si al menos entienden lo que está pasando y por qué está pasando. Porque los alcaldes pasan, pero la ciudad nos queda. Lo que sí debemos tener claro es que no conviene, bajo ninguna circunstancia, que Bogotá y la nación mantengan un rifirrafe permanente, cuyas repercusiones se sentirán en todo el país. Aunque con los políticos nunca se sabe, me temo que es tarde para arreglar las cosas. Desde el Gobierno solo esperan a que se acabe el gobierno de Claudia, cuentan los días, para quitarse de encima a la mandataria que más duro le ha hablado al Presidente. Y en la Alcaldía hay una especie de pacto para no entregar las banderas de un gobierno que libra quizás una de sus últimas batallas más difíciles.
Cuando los dirigentes políticos tienen el poder real para parar un proyecto u obligar a la elección de un funcionario y sacar a otro, o cuando sobre sus hombros empieza a pesar más la proyección futura que las angustias del presente, los ciudadanos ya perdimos. Porque quedamos condenados al capricho de quienes nos dirigen. Por eso he repetido tantas veces, aquí mismo, que cuando los puntos de discordia se convierten en puntos de honor, ya no hay discusión posible. Ni sensatez. Ni juicio. Ni prudencia.
Estamos en el camino del sálvese quien pueda. La campaña empieza a develarlo mejor; los políticos ya corren a donde el mejor postor, al que les garantice su propia supervivencia, su seguir pelechando de las mieles que da el poder efímero de una curul o un puesto. O al que le permita el chance de sacarse unos cuantos clavos cuando llegue el momento oportuno.
De la ciudad solo se discute lo mismo, se patina sobre lo mismo, se cae en lo mismo. ¿Y los ciudadanos? Absortos, poseídos por la indiferencia, rendidos a que el Gobierno Nacional se entrometa y haga lo que quieran con la ciudad. Agarrados del último hilo de esperanza para que quien llegue lo haga mejor. O al menos nos devuelva el optimismo perdido. ¿Cuándo vamos a reaccionar?
ERNESTO CORTÉS FIERRO
Editor General
EL TIEMPO
@ernestocortes28