Conmueve ver la entrega de las personas a la Navidad. Los adornos que exhiben las casas y conjuntos residenciales son simplemente espectaculares. Se notan el esfuerzo, el cariño y, claro, los recursos que se invierten en cada guirnalda, en cada juego de luces, en cada figura decorativa, en cada árbol y en cada corona navideña.
Hay una transformación del espíritu. La gente adopta otra actitud, hace planes con los amigos, con la familia, con los compañeros de trabajo. Se organizan novenas, brunch, cenas, fiestas, concursos, aguinaldos; se reparten presentes, se hacen listas de regalos y se estira el presupuesto para que nadie quede por fuera.
Siempre he creído que en medio de todo esto hay una especie de pausa con uno mismo, un dejar atrás los once meses anteriores para ponernos en modo de celebración y alegría. No puedo decir que a todos les ocurra lo mismo. Claramente esta es una época en la que el dolor, la miseria, la injusticia también se hacen evidentes. Lo notamos en las calles, en las esquinas, en el TransMilenio. Nos da cierto remordimiento confirmar que somos unos desagradecidos con lo que tenemos frente a las necesidades que exhiben otros.
Y no obstante las luces, la música y los buenos deseos; no obstante ser el mes en que más intentamos ser alegres y empáticos, suele despertarse en muchos otro tipo de comportamientos que dan al traste con todo. Y no hablo solo del borracho que se tira la fiesta o el pariente que no llama o el volador que se cobra nuevos quemados. De eso, lastimosamente, suele haber todos los años.
Hablo de la intolerancia. Los expertos la definen como la falta de capacidad para aceptar y entender a los demás. Yo la llamo la pandemia de las luces. Un contagio que a lo largo del año explota de cuando en cuando, pero que en Navidad se vuelve una peste permanente. Los iracundos que cogieron a piedra un bus del SITP esta semana tras una discusión con su conductor, el bárbaro que se robó la ropa de un año viejo, el taxista que amenaza con un alicate a otro por algún incidente menor, el criminal que cogió a piedra a un pobre perro o el colérico que sale de su casa y a las pocas calles ya está madreándose con el ciclista, el motociclista, la cajera del supermercado, el vigilante y hasta con el vecino.
Las estadísticas en materia de seguridad son contraevidentes. Las riñas, fruto de actos de intolerancia, ocasionan el mayor número de heridos y son responsables también de buena parte de los homicidios cometidos en Bogotá.
Suena contradictorio imaginar que en el mes de la felicidad y la euforia se alteren de tal manera los ánimos que no soportamos un trancón (mi caso particular), la demora del ‘rappitendero’, la fila en el almacén, la salida de un estacionamiento o los minutos de más que se tardan en un restaurante.
No sé si es por estas razones, por lo que hoy muchas personas –particularmente jóvenes– empiezan a practicar el estoicismo como fórmula para enfrentar el acelere del universo y el agite de la vida diaria, usando para ello nada más que la razón, sin tener que preocuparse en demasía por entender el porqué de las desgracias del día a día y que nos llevan a reaccionar de forma iracunda y violenta.
Prefiero rematar esta columna en el mismo tono que comenzó: animándolos a hacer de estos días un motivo para la pausa, las buenas acciones y las buenas palabras. Abrace sin miedo, llame sin pena, exprese lo que siente sin rubor. Quizás así encontremos el gozo que necesitamos para que la Navidad sea un verdadero motivo de celebración al lado de los nuestros.
ERNESTO CORTÉS FIERRO
Editor General EL TIEMPO
En X: @ernestocortes28