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Así salió Eduardo Betancur de El Cartucho y se convirtió en pastor
Las drogas, la delincuencia y el desamor lo llevaron a vivir en las calles. Hoy tiene una Fundación.
La probabilidad de que Eduardo pasara de los 40 años era muy baja. También era impensable que 29 años después de haber dejado las drogas tuviera una Fundación que ayuda a cientos de habitantes de calle y drogadictos que quieren dejar ese mundo ‘infernal’, como su fundador lo describe. Este paisa de 53 años fue expendedor de drogas, robó y vivió por tres años en la calle de El Cartucho, en Bogotá.
El inicio de esta labor social comenzó tras conocer a su actual esposa, María Libia. Con 23 años, Eduardo hasta ahora estaba empezando su recuperación cuando conoció a una estudiante de 18 años, cristiana, de la que se enamoró desde el primer día. A pesar de que tenía un padre militar, se atrevió a decirle a María que le pidiera a Dios si era Su voluntad que estuvieran juntos. La respuesta de la joven fue sí. “Lo primero que le dije es que había un problema y es que yo me iba a meter a El Cartucho a montar una Fundación y me dijo: yo le ayudo, si es la voluntad de Dios, yo le ayudo”, cuenta Betancur.
Seis meses después fueron al altar y hoy tienen una familia de tres hijos: Laura, quien nació en El Cartucho, Jonathan y Evelyn.
Tan pronto se casaron abrieron la primera casa para trabajar con los drogadictos en el Bronx y este se volvió a convertir su hogar, pero ya con un nuevo objetivo. Su suegra le pagó el primer mes de arriendo y de ahí en adelante un empresario le ayudaba con los gastos. Con el tiempo abrió otra casa muy cerca de la anterior y desde entonces no han dejado de crecer.
Actualmente tienen fincas y casas donde reciben a 220 personas, entre niños, niñas, hombres y mujeres y les dan una habitación para dormir, comida y terapia ocupacional durante siete meses, con el objetivo de que luego salgan a trabajar. Incluso, algunos de los exdrogadictos ahora trabajaban en la Fundación y ayudan a que otros se recuperen. En total han ayudado a cerca de 3.000 personas, explica Eduardo.
Pertenecer a esta Fundación no tiene ningún costo para los niños y algunos adultos que no tienen familia o dinero para pagar, explica Eduardo. Por el contrario, si un familiar los lleva deben dar una cuota para la comida que no pase de $300.000. Sin embargo, esto no cubre todos los gastos, así que se sostienen con los mercados y subsidios que dan las personas.
Como parte de la recuperación, los drogadictos asisten a la iglesia que Eduardo fundó hace 24 años llamada Rompiendo Cadenas, ubicada en la localidad Eduardo Santos, que tiene servicios los martes, jueves, sábados y domingos. Allí se han intentado suicidar varios habitantes de calle, se han tirado desde el balcón y le han caído encima a las personas por la desesperación de la droga.
Foto:Cortesía Eduardo Betancur
Eduardo cuenta que sus tres hijos han sido indispensables en su trabajo. Junto a ellos realiza jornadas en el Bronx y en El Cartucho para bañar a los habitantes de calle, darles comida y un kit de aseo, si deciden entregar las armas y la droga.
Con una sonrisa, Eduardo cuenta que la mayor enseñanza a lo largo de su vida es que sí se puede salir adelante, dejar las cosas malas y soñar. “Cuando todo estaba perdido, lo logré”.
Cuando todo estaba perdido, lo logré
El inicio de la delincuencia
Eduardo cuenta que se crió en medio de asesinos en un pequeño rancho frente a una de las ollas más grandes de Medellín. Fue drogadicto desde los ocho años.
Su hermana Martha era mula y vivía junto a alias Alicate, un expendedor de drogas y asesino en Medellín. Al mismo trabajo se dedicaba alias Oca, la pareja de Marina, su otra hermana. Su hermano mayor vivía en Estados Unidos y recibía la droga. Su padre los abandonó desde pequeños y su madre lavaba ropa en casas para sostener a la familia. Hoy todos están recuperados, según cuenta el paisa. Martha trabaja en una de las casas de niñas, Marina vive en Medellín con su familia y su hermano trabaja con ancianos en Medellín.
Con solo doce años, Eduardo empezó a trabajar con uno de los químicos del cartel de Medellín. Siendo su guardaespaldas iba a varias ciudades del país y ganaba dinero, con el cual él creía que conseguiría que su madre dejara de trabajar, pero esto nunca ocurrió pues ella no aceptó el dinero.
Tras un año de trabajo le llegó la primera condena, antes había estado en correccionales y cárceles de menores por robo. Con el alias de Julio César Morales Maya, el paisa afirma que cumplió tres años y dos meses de prisión en Pasto por tráfico de estupefacientes. A finales de 1984 salió y fue a Medellín, pero el panorama que encontró lo dejó desconcertado.
‘Alicate’ estaba en la cárcel, igual que ‘Oca’ y el novio de su hermana menor; su hermano también estaba condenado en Washington.
Un atentado y la amenaza de que asesinaran a su madre lo hicieron irse hacia la costa colombiana con solo 19 años. Se fue robando por varias ciudades y en su paso nuevamente por Medellín hurtó a una joven y la llevó a Bogotá. Pero al poco tiempo ella se voló con otro hombre y perdió al bebé; eso lo desbarató.
“Cuando el bebé se murió yo me enloquecí y me fui desde el Santa Fe soplando y metiendo y me vuelvo indigente totalmente”, relata.
Sus días transcurrían en medio de robos, riñas en el Bronx y El Cartucho. En las noches, dormía en colectivos (habitaciones para ocho o diez personas) donde pagaba $100 pesos y compartía su putrefacto olor a ladrones, prostitutas, homosexuales y otros habitantes de calle. Pero había días que no tenía plata ni para el colectivo, así que dormía donde cayera.
Una nueva vida
En medio de una fría tarde bogotana, Eduardo se robó un chicharrón con arepa y patacón cerca a San Victorino. La Policía lo llevó a una estación y, ante su delicado estado de salud, cuenta que lo soltaron. Con golpes en su cuerpo, se fue caminando en dirección al Bronx, pero no alcanzó a llegar. Así que se cayó en el parque Los Mártires y estuvo ahí un día y medio.
“Cuando me pude levantar y me fui caminando por la Caracas e iba a robar a Las Cruces, pero me encontré con un lugar cristiano y ellos me dijeron que entrara y yo: ¿yo? ¡no!, oliendo feo, pa’ que. Yo necesitaba era robar para mi dosis y para comer algo, y el señor me empezó a hablar un poquito de Dios y a hacer una reflexión. Y yo seguí, me senté adelantel”, cuenta Eduardo.
Ese día el paisa vio una pequeña luz de esperanza, sintió un poco de paz. Con la voz entrecortada y lágrimas cuenta que a pesar de haber tenido esa oportunidad se fue de nuevo a robar.
“Pero yo ya no quería seguir robando. Así que me fui al parque de Los Mártires para la Plaza España y me compré una ropita de segunda, pagué una residencia y me bañe, duré 10 días para quitarme la mugre, me motilé, pero seguí robando y metí menos droga, pero esa tarde me fui para ese lugar de oración”, recuerda el paisa.
Así duró diez días más, hasta que un día dijo que quería cambiar totalmente. Así que en la iglesia le dieron trabajo, comida y dormida en un tapete. Durante un año tuvo esa guerra constante en la mente, como si escuchara la voz del diablo y de Dios, que batallaban entre el bien y el mal, entre robar o no robar.
A pesar de que estuvo abstemio por un año, a los tres meses se voló y volvió a consumir. Pero en esta iglesia le dieron otra oportunidad. “Ahí le hice una promesa a Dios: si realmente me saca de todo esto voy volver a El Cartucho, al Bronx y a la ‘L’ a hablarle a mis amigos de que me cambió y voy a abrir una casita para ayudar los pailas”, explica, y ahí comenzó la restauración de Eduardo.
Ingresó a un hogar de rehabilitación donde le daban bolsas de basura para vender y empezó a ayudar a otros drogadictos. Tras ello abrió la Fundación Rompiendo Cadenas.
A pesar de las secuelas que le dejó la vida, como la paranoia (piensa que cuando una moto se le acerca lo van a matar), claustrofobia, el olvido de algunas cosas, una profunda cicatriz en su rostro, y la falta de varios dedos de su mano derecha, Eduardo dice ser feliz siendo un pastor del rebaño de ladrones y lobitos.