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La ropa sucia se lava gratis en los agrestes peñascos de Bogotá
Los habitantes de Manitas, en los extramuros de Ciudad Bolívar, disfrutan de máquinas de lavado.
Lavanderías en la manzana de cuidado de Ciudad Bolívar. Foto: Archivo particular
En Arabia hay un camello que tiene 70 años. Arabia es uno de los 360 barrios de Ciudad Bolívar, localidad 19 de Bogotá, gigantesco territorio sureño de la capital con cerca de 800.000 habitantes, y el camello es don Abelardo Prada Sánchez, natural de Villavieja, Huila, sede del desierto de la Tatacoa, uno de los atractivos turísticos y ambientales de Colombia.
La ciudadanía puedo ir a lavar de forma gratuita al lugar. Foto:Archivo particular
Camello, don Abelardo, por su aguante a toda prueba en la afligida soledad de sus días otoñales, después de haber trabajado toda su vida como conductor y vendedor informal, hoy engrosa la penosa lista de personas mayores en situación de pobreza extrema y vulnerabilidad, que consumen solo un alimento al día.
Del distrito recibe el bono mensual de ayuda equivalente a 130.000 pesos. Paga 80.000 por un reducido cuarto de inquilinato del barrio Arabia, y le quedan 50.000 para sobrevivir.
—¡¿Sobrevivir con 50.000 pesos?!
Él hace alarde de su filosofía providencial al afirmar que aún es capaz de sacar fuerzas de donde no las tenga, “porque morirse hoy vale un montón de plata, y Dios sabrá qué hacer conmigo cuando me llegue la hora”. Entre tanto, como para sobreaguar, recorre calles vendiendo limas, cortaúñas, cuchillas de afeitar o bolsas de basura, el producto a mano de la población emergente, como las barritas de incienso que mucha gente pasa de largo.
—¿Y por qué se quedó solo en la vida, don Abelardo?
—Cosas del destino. Estuve casado 20 años con mi mujer hasta que se me murió. No tuvimos hijos. Tampoco tengo familia, o si la tengo es como si no existiera. Hago mi vida con lo que mi Dios me socorre. Trabajé en muchas cosas, desde manejar vehículos hasta la informalidad callejera. No me pensioné porque vivía al diario y donde me cogiera la noche.
—¿Y si se llegara a enfermar?
—Pues ahí está el Sisbén, pero me pasaron a categoría B7, que es la de pobreza moderada, y yo soy un viejo en pobreza extrema. Me jodieron.
Prada es uno de los beneficiarios de la Lavandería Comunitaria Manitas, Sistema Distrital de Cuidado (iniciativa de la alcaldesa Claudia López, que coordina la Secretaria de Integración Social), ubicada en el barrio Nueva Colombia, que de principios de octubre del presente año ofrece servicio gratuito de lavado de ropas a familias de escasos recursos, residentes en un perímetro de 800 metros.
El albergue de las lavadoras es una casa común y corriente de barrio popular, de dos plantas (carrera 18 L n.° 70 L-15 sur), con un bonito mural impreso en la parte frontal, que representa a las antiguas lavanderas de río y piedra, pintado por artistas de la comunidad, con un estilo sutil que evoca la escuela posimpresionista del francés Paul Gauguin.
Nohora Rodríguez, Juan Hernández, Pablo Tequia, Nicolás Bustos, Julie Trujillo, Harold Bustos y Fabián Santos, jóvenes que propenden por el embellecimiento de su comarca a través del muralismo, expresión manifiesta que ha tomado notoriedad en ciudades como Medellín y Cali, y en Bogotá está en crecimiento.
Como caído del cielo
“Me quitaron un peso de encima porque lo poco que recibo no alcanza para pagar lavandería”.
ada ocho días, don Abelardo madruga a alistar la ropa sucia que guarda en una bolsa plástica, y recorre un trayecto sinuoso y escarpado que, del barrio Arabia, donde habita, al punto de Lavadoras Manitas, le toma entre 45 minutos y una hora.
Allí le recibe la ropa la operadora. En ese mismo corredor hay varias sillas dispuestas para que s y usuarias esperen una hora y 15 minutos, tiempo calculado de lavado y secado. Al fondo hay un cuarto con un mesón para que una vez les entreguen la ropa limpia y seca, la doblen y la organicen, de regreso a casa.
Los requisitos para acceder a estos favores de limpieza son mínimos: una inscripción con datos básicos. Solo deben llevar jabón líquido. Las lavadoras están disponibles de lunes a viernes de 8:00 a. m. a 4:30 p. m., y los sábados de 8:00 a. m. a 12 m. No aceptan cobijas, sábanas, tapetes, alfombras, tenis u otros rios que no tengan que ver con el vestuario personal. Ana Botello, comunicadora social de la Secretaría de Integración Social, refiere que en Ciudad Bolívar ya está funcionando otro punto de lavado en El Mochuelo, y próximamente se abrirá uno nuevo en Sierra Morena.
Don Abelardo puntualiza que ese servicio fue como caído del cielo, porque su insuficiente presupuesto no le da para pagar una lavandería, y que en los inquilinatos es complicado ese trajín debido a la permanente demanda de los lavaderos de grifo y cemento, y de “la cantaleta de los arrendadores por el desperdicio de agua”.
La comunidad está feliz con esta nueva opción que mejora su calidad de vida. Foto:Archivo particular
Capacitación
Óscar Sierra, subdirector local de la Secretaría de Integración Social, explica que el servicio de lavadoras comunitarias es solo un apéndice del programa Manzana de Cuidado, que incluye, entre otros beneficios gratuitos, área de respiro, donde se practica yoga, aeróbicos, masajes, spa, bicicleta; además de talleres de panadería, modistería, muñequería, manipulación de alimentos; inducción para el emprendimiento económico y social; bachillerato, biblioteca, y espacio lúdico para hijos de madres cabeza de familia, entre otros, que se desarrollan en las modernas instalaciones del Supercade Manitas, portal Tunal.
Mayra Zambrano Betancourt, 29 años, madre de dos pequeños de 3 y 10 años, reside en el barrio Juan Pablo II, y también es usuaria de Lavadoras Manitas. Comenta que el servicio ha sido de una enorme ayuda. Ella que lleva varios años “sola, con la carga del hogar al hombro”, sin un trabajo fijo, apenas lo que logra recaudar de los oficios varios que realiza por días en casas de familia, no obstante haber cursado programas de computación en el SENA.
Pero Mayra no se amilana. Por el contrario, demuestra ser una mujer corajuda, optimista y luchadora, pese a las adversidades, que en su territorio son el pan diario, “porque el del horno está por las nubes”. Paga 400.000 pesos por un apartamento para ella y sus críos, y “se ve a gatas” con lo de la alimentación. “Es duro -dice-, esto de la economía se está volviendo día por día más complicado”.
“Cada vez le suben a los productos de la canasta familiar, del aseo, de lo indispensable. He tocado muchas puertas para aspirar a algún puesto en lo que estudié, pero no se me ha dado. Sin embargo, Dios no me desampara. Al final del día, con algo llego a la casa para que mis chinitos no se acuesten con hambre”.
A Mayra le gusta la repostería, y entre sus planes está multiplicarse en oficios para ahorrar y abrir su propio negocio. El año venidero, argumenta, se inscribirá en el taller de panadería, en el de inducción empresarial, y así le toque dormir lo mínimo, le ilusiona culminar su bachillerato, porque hizo hasta 9° grado.
El mirador Manitas (por la quebrada y el puente donde en el pasado se proveían de agua los lugareños) es la gran ventana natural de una considerable porción de Ciudad Bolívar, ese monstruo poblacional que a diario extiende tentáculos a sus anchas, con sus casitas de bloque sembradas en los escarpados, y sus ranchos de madera, latas y cartón, que solo el Dios de Abraham sabe cómo se sostienen en los filosos barrancos, desafiando las arrasadoras tempestades de la presente temporada. Los recios ventarrones de invierno acometen contra las ropas de colorines colgadas en las cuerdas de patios y azoteas, como si pretendieran arrancarlas.
Desde este balcón mayor de Manitas, se observan patios de colegios repletos de niños que birlan la precariedad y los problemas de sus hogares, raudos a la caza de un balón despellejado, en medio de risas y bullas, esa épica precoz del aguante y la resistencia, como la del camello Abelardo Prada Sánchez, de traje negro y camisa apuntada hasta la manzana de Adán, que ahora emprende a paso lerdo el retorno a casa con su bolsa de ropa limpia bajo un cielo cruzado por las canastas bermellón del Transmicable, de subida y bajada por riscos y despeñaderos que bordean este territorio comanche, donde aún, después de tantos años, se aferra a las raíces de Cerro Seco el Palo del ahorcado, ese vetusto eucalipto, depositario de la superstición popular, símbolo de Ciudad Bolívar.