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Tango punketo para la plazoleta de Las Nieves
Una enfermera es testigo inerme del consumo de vicio en este reconocido sector de Bogotá.
En la plazoleta de Las Nieves, donde está un monumento en memoria a Franciso José de Caldas, acostumbran a reunirse jóvenes punkeros. Foto: David Rondón
Como si se tratara del beso de despedida en el último día de sus vidas, en el acabose del mundo, y muerta toda esperanza, Mónica y Leonardo afanan sus lenguas de saurio hasta anudar una sola, una lengua bífida bajo el ardiente sol de mediodía.
Detrás del pedestal del bronce erigido a la memoria del sabio Francisco José de Caldas, en la plazoleta de Las Nieves, centro de Bogotá, la escena del ósculo trenzado a lengüetazos por esta pareja de punketos abandonados a la suerte de la alucinación pareciera extraída de una película freak de Alex de la Iglesia.
Mónica y Leonardo hacen una pausa en el besuqueo delirante para abrevar los sorbos restantes de una lata de cerveza. Emiten un par de frases ininteligibles. Leonardo se mete la mano al bolsillo del pantalón y saca dos billetes arrugados: Uno de $ 2.000 y otro de $ 5.000. Los extiende en la palma y se los enseña a su compañera.
–¡Limpios, nena! –le dice–, apenas pa’l ‘John’.
Mónica responde con una torcedura de labios, como si no le importara nada, como si ya le diera lo mismo caer que quedar colgando. Leonardo le dice que lo espere y avanza lerdo, zigzagueando. Su cresta engominada replica destellos bajo la canícula.
–Qué es el ‘John’ –le pregunto a Mónica mientras su donjuán regresa.
–Whisky –responde a secas.
–¿También consumen ‘Chamberlain’?
–Lo que sea... –asiente ella.
El ‘John’, después de pesquisas, es un trago hechizo de color amarillo oscuro, como el del AM, de 25 grados de alcohol, que en ciertas cigarrerías venden a $ 5.000 la ‘caneca’, traducido en media botella.
‘Chamberlain’ es un cóctel que los dipsómanos –en la jerga, ‘piperos’– preparan con alcohol antiséptico y gaseosa o Tutti Frutti para mitigar el ardor en boca y garganta.
No es una mezcolanza novedosa. Hace décadas, en la plazoleta de Las Nieves, las botellas de esta demoledora ingesta pasan de boca en boca, y alrededor de estas y otras insólitas preparaciones etílicas el consumo a su aire de sustancias psicoactivas, marihuana, bazuco y pegante están a la orden del día.
Martha Lucía Noval Ordóñez, bogotana, enfermera de profesión, llegó señorita a la plazuela (de 28 años), y a la fecha completa treinta años tomando la tensión en el costado oriental, frente a la iglesia de estilo románico de Nuestra Señora de las Nieves, a espaldas de las vitrinas de la librería de la Universidad Nacional. Ella ha sido testigo inerme del consumo rutinario de droga, a cualquier hora, y, en consecuencia, del estado deplorable del espacio público.
Noval Ordóñez, egresada de la Fundación Universitaria de Salud, arribó en la época de esplendor de la plazoleta, cuando estaba sembrada de floridos urapanes, cabinas telefónicas de monedero y cómodas bancas de madera donde se ubicaban bogotanos de raigambre, desempleados y foráneos “a echar carreta” y a tomar el sol, o a lustrar el calzado de la veintena de embellecedores de overol verde oliva, dotación del Banco Popular. Hoy apenas quedan dos de la vieja guardia de lustradores: don Navas y don Zacarías.
Martha Noval, enfermera de profesión, lleva treinta años tomando la tensión al costado oriental de la plaza. Foto:David Rondón
“A donde llega el vicio llega la ruina, la degradación y la muerte”, manifiesta la enfermera Noval, que en todos estos años de prosperidad y decadencia de la plazoleta, armada de tensiómetro y fonendoscopio, ha visto caer de la tóxica juma, o reventados por la cirrosis o de fulminantes paros cardíacos, y en ocasiones de puñaladas traperas, a decenas de adictos.
A donde llega el vicio llega la ruina, la degradación y la muerte
Noval conoce de tiempo atrás a Mónica, la punketa, y dice que es de buena familia y que llegó “sanita”, pero que “la demora es que envenenen a la persona para que le dañen la vida para siempre”. Martha Lucía refiere “envenenar” a la primera dosis, por lo general gratis, “de cualquier porquería que le den a probar”, droga, quiere decir ella.
Mientras conversamos, frente a su puesto, en la tarde soleada de finales de julio, nos abruman penetrantes fumarolas de bazuco que una terna de harapientos viciosos, de rostros sucios y descompuestos, a escasos metros, aspiran de una pipa forrada en un mugriento papel aluminio.
“No le digo –recalca la robusta enfermera–. ¡Qué descaro!, soplando aquí encima de nosotros, como si nada. Qué falta de respeto. Desde que quitaron el CAI esto se convirtió en un cartucho chiquito. Es que vea no más el degenere del sector. Y yo no me muevo de mi puesto porque aquí vienen a buscarme mis clientes de siempre”, remata la enfermera, que atiende un promedio diario de veinticinco personas a $ 2.000 por toma de tensión.
El Hotel Las Nieves, de balcones republicanos, en la plazoleta que lleva su nombre, se resiste al paso del tiempo, a la debacle de precipitados urbanizadores y al descalabro económico de la arrasadora peste.
Fue escenario de varias películas y series de televisión, si la memoria me ayuda, ¿Por qué mataron a Betty si era tan buena muchacha? y Soplo de vida, de Luis Ospina, con Flora Martínez y Fernando Solórzano como protagonistas.
Al lado del hotel funcionó por años el Café Centauro, con una rocola preñada de melodía descorazonada y suicida, y sobre la carrera 8.ª, el Teatro Lux, con sus dobletes de pistoleros y karatecas, en jornada continua, desde las dos de la tarde hasta las diez de la noche.
Ese pintoresco entorno: hotel, café, teatro, plazoleta, era la querencia de parroquianos de otras tierras escapados de los desmadres de la violencia, que llegaban a Bogotá en busca de oportunidades de empleo o de negocio.
Narran cronistas de época que sobre esos adoquines se apretujaba el gentío para deleitarse con los disparates y las ocurrencias que el artista colombiano, personaje típico de la fauna citadina, sorteaba tardes enteras con su secretario.
En el día, los lustrabotas compartían sus tabloides con la clientela para que se enterara de las noticias escabrosas de la ciudad, mientras culebreros, organilleros de periquito, vende suertes, adivinos y curacas de rezos estridentes, bejucos y chuchuguaza se desgañitaban en oratorias populacheras para ofrecer sus menjurjes y bebedizos contra los maleficios del cuerpo y del alma.
Por la noche, la plaza se convertía en una suerte de la Garibaldi del D. F. mexicano, repleta de serenateros y mariachis de distintas procedencias, que disipaban el frío de la madrugada y el tedio de la espera de borrachitos despechados a punta de café y aguardiente donde doña Eloísa, el tinto parado más antiguo de la capital.
Por ahí pasaron Lucho Bowen, Pepe Aguirre, Olimpo Cárdenas y su inseparable guitarrista puntero conocido como el Perica; el director de orquesta panameño Marcos Gilkes, que animaba el show del comediante uruguayo Hebert Castro, presentado por Jorge Antonio Vega en el Radio Teatro de Caracol. También Washington Cabezas, de Washington y sus Latinos (Se fueron los bravos), entre otros.
Media cuadra abajo, diagonal al mercado del pasaje La Macarena (más conocido como de Las Nieves), estaba el café-billar Windsor, paradero infalible de la tribu artística, de beodos amanecidos, extraviados del mundo, rufianes y rebuscadores.
Allí, muchacho, íngrimo y despistado de la cruda realidad de la existencia, inicié el kínder, taco a manos con las carambolas, y sentí los primeros estertores de la carne con una joven coperita de Armenia, Irma se llamaba, que, a diferencia de la trajinada Irma, la Dulce, del poeta Mario Rivero, tenía el piadoso rostro de las virgencitas de procesión de los pueblos.
Cae la tarde en la plazoleta de Las Nieves, y ya entre penumbras se observan como de zombis las siluetas de los habitantes de calle que merodean y escarban en canecas y en arrumes pestilentes de desperdicios.
Como reza en su Prontuario de abril el bardo Juan Manuel Roca, “es curioso pasar de los vitrales de los santos de la iglesia de Nuestra Señora de las Nieves a los bloques de hielo donde duermen los pargos en las pescaderías que la circundan”.
A medida que avanza la noche, frente a las rejas pintarrajeadas de los establecimientos que han quebrado por la pandemia, pero más por el lamentable estado de la plazoleta, el olor a hierba y a bazuco se hace más denso y penetrante. El sórdido panorama indica que ya es tarde para la redención del hombre. Entre los cocuyos de las ardientes pipas se alcanza a oír el coro bronco de los adoradores de la patrona de los descarriados: