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No basta solo con darles casetas para la venta de dulces y demás...

La empanada es uno de los platos que más consumen los colombianos.

La empanada es uno de los platos que más consumen los colombianos. Foto: EL TIEMPO

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Pocas veces un tema aparentemente trivial había calentado tanto el debate público como ocurrió la última semana en Bogotá. Tanto que por momentos opacó la emergencia ambiental que vivimos. A tal punto que se volvió viral en redes y tuvo trascendencia nacional: la multa de 800.000 pesos a un joven por comprar una empanada en una venta callejera, en el barrio La Castellana.
El episodio dio para debate en el Congreso, para que la Vicepresidenta se pronunciara –indignada, como muchos otros–. Hubo hasta colecta para ayudarle al joven a pagar la multa a través de #empanadachallenge en redes sociales.
Esta visibilidad de un hecho frívolo tuvo que ver con que conjugó los elementos perfectos para una tormenta perfecta: lo insólito de la multa, la imagen conmovedora de la vendedora de la empanada, la acción policial, el debate en torno a las ventas ambulantes y, quizás el más diciente de todos, haberse metido con la empanada, la más típica de las comidas callejeras en Bogotá. Tan antigua como la historia misma.
Tan nuestra como saber que es el desvare de muchos a cualquier hora del día. La empanada es de esas tentaciones que nos alegra el día, es barata –excepto si se la come en un lugar como San Jerónimo–, nos calma el hambre, nos saca de una emergencia, nos deja bien parados en cualquier reunión, se convierte en excusa para parchar con amigos, en motivo de celebración.
La disfrutan por igual los ejecutivos del Club El Nogal que los obreros de una construcción; los encopetados invitados internacionales que asisten a un evento y los ‘rodillones’ después de un partido de fútbol. Hasta Alberto Salcedo escribió un elogio sobre este alimento, no sé si vital, pero sí muy oportuno. La empanada es, para decirlo en términos bíblicos, el pan nuestro de cada día.
Ahora bien, más allá de lo anecdótico y pantagruelesco del asunto, hay otras verdades que no se pueden minimizar y que es lo que subyace en medio de este debate.
Se le ha caído con todo al Código de Policía porque establece la sanción de marras, se le ha caído a la Policía por cumplir con su deber, se le ha caído a los alcaldes por obedecer una tutela que pedía el retiro de la vendedora de empanadas. De toda esta barahúnda no se han salvado ni los vecinos, que denuncian amenazas de los ambulantes por haber hecho pública la invasión de los andenes.
Pero calmémonos. Sí, luce ridícula la multa a un muchacho que solo quería saciar el hambre; luce injusto con la vendedora; luce temerario a ojos del Código. Todo lo que quieran. Lo que no se puede obviar –así los politiqueros quieran obligarnos a mirar para otro lado y ganar avemarías ajenas– es que la norma existe, que se aplicó y que no por ello la culpa ahora es de la interpretación de la ley o del espíritu de ella.
Estamos llegando al absurdo de que lo ilegal es aplicar un código de normas, por favor. Si les parece torpe e inconveniente, lo que procede es cambiar el Código en el Congreso y no que los congresistas que lo aprobaron hoy se indignen. Eso fue lo que debió evaluarse desde el mismo día en que empezó su discusión: la proporcionalidad de las multas. Las leyes se cambian por otras leyes, pero no se ignoran, ni se les hacen esguinces ni se pueden usar como excusa para que la misma autoridad las viole. Por esa vía, terminaremos justificándolo todo, sin reparar en la ley ni en la ética, principios básicos de cualquier democracia. ¿Es eso lo que queremos?
Y luego está el asunto del espacio público y los ambulantes, tema eterno, complejo, difícil y, por supuesto, con muchos réditos políticos. Los ambulantes no se van a acabar. Mientras persistan el desempleo, el desplazamiento y ahora la llegada masiva de migrantes, habrá ambulantes y habrá invasión de espacios y conflicto social y discrepancias con los vecinos que reclaman su derecho a gozar de un espacio libre.
La Corte se lavó las manos con aquello de que a los informales hay que ofrecerles alternativas antes de desalojarlos del espacio público, pues no dijo cómo hacerlo.
Porque alternativas hay, van 28.000 de ellos beneficiados, pero para el mafioso del espacio público que lo ha privatizado y lo arrienda a un tercero y percibe ingresos hasta de 15 millones de pesos al mes o el carretero que ya tiene página en internet y una franquicia que facilita la invasión de andenes, separadores y plazoletas, para ellos ¿cómo funciona la ley? ¿Hay que dejarlos a sus anchas, que sigan invadiendo y explotando y amenazando a otros? ¿Dónde están los indignados por esto?
El espacio público, como su nombre lo indica, no tiene dueños, nos pertenece a todos y tenemos el derecho a usarlo. Por supuesto que un espacio público no es necesariamente un espacio muerto. Hay formas de aprovecharlo eficazmente, como se hace en otros países.
La tragedia nuestra es el desorden, el caos, la inseguridad, la falta de control a la comida callejera. Qué tal la pesadilla en la que se convirtió un espacio emblemático como la 7.ª. Da grima transitar por allí.
Como bien lo planteó un editorial de este periódico, ha llegado la hora de que el Gobierno asuma de verdad el control del espacio público, que se lo arrebate a las mafias, que organice actividades que se puedan desarrollar en él, que los ambulantes se sientan seguros, cómodos y puedan percibir un ingreso decente.
No basta solo con darles casetas para la venta de dulces y demás, es indispensable un mínimo de formalidad para que todos ganemos. Incluso los que no nos resistimos a una empanada con ají casero y una colombiana.
¿Es mi impresión o... no le queda bien a alguien que hasta hace poco dirigió la Agencia para la Defensa del Estado salir a demandar a ese mismo Estado?
ERNESTO CORTÉS FIERRO
Editor Jefe de EL TIEMPO
En Twitter: @ernestocortes28

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