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Una gran corrida / Opinión

'Veremos si el recuerdo de una gran tarde de toros aguanta hasta el año que viene', A. Caballero.

El torero peruano Roca Rey lidia su primer toro llamado "Zorro".

El torero peruano Roca Rey lidia su primer toro llamado "Zorro". Foto: EFE

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Siete orejas cortadas, dos por cabeza de torero, tres –de las cuales dos simbólicas– en el caso del colombiano Juan de Castilla, en premio a las faenas interpretadas con siete serios toros de Juan Bernardo Caicedo. El último regalado por el francés Sebastián Castella para resarcirse de su faena interrupta al quinto, al que tuvo que matar porque se estropeó una mano.
Ocho toros, si contamos el primero, devuelto pronto a chiqueros por el mismo percance. De los siete de lidia completa, uno fue extraordinario: el sexto, al que indultó el antioqueño Juan de Castilla por una magnífica faena de joven torero enrabietado por los triunfos previos de sus dos alternantes.
También él había cobrado una oreja de premio en su primero, por su gran estocada sin duda, pero sobre todo por un entusiasmo colombianista de pañuelos blancos ante los dos extranjeros. Así que su revancha verdadera consistió en esa larga, aunque medida y meditada, faena al sexto toro, bravo y noble, pronto y fijo, franco, repetidor y suave y a la vez lleno de nerviosa fuerza hasta el final, cuando después de haber sido indultado por petición unánime y simbólicamente matado por una caricia de la mano en el morrillo se enfiló a un desdeñoso trote corto por el túnel de toriles, rumbo a los patios de cemento de la plaza y de ahí de vuelta a los pastos verdes y las vaquillas enamoradas de su ganadería en Sopó.
Otros dos toros fueron muy buenos: el segundo, que recibió la vuelta al ruedo en el arrastre después de haber sido toreado maravillosamente, larga y despaciosa y a veces inspirada y desmayadamente por el peruano Andrés Roca Rey. Y el primero bis, noble también y bondadoso, un punto bobalicón; o, si se prefiere, nobilísimo: porque las virtudes de los toros de lidia suelen conllevar sus correspondientes defectos. Le tocó a Castella, que lo toreó con suave y firme elegancia aunque con excesiva rapidez y unos cuantos enganchones y lo mató de un espadazo sin puntilla. (Fue también una tarde de buenas estocadas.)
Pero, con todo y ser buenos, esos dos toros no se hubieran lucido tanto sin la sabiduría de sus dos matadores respectivos. La seguridad de Castella, la imaginación de Roca Rey. Una imaginación que toma en cuenta los espacios –los terrenos y las distancias, para decirlo en términos taurinos–, y también las luces y los colores y los sonidos de la música. Y la superstición, para quienes se fijaron en las extrañas manipulaciones que hacía el matador con su montera antes de la salida de sus toros.
Hubo más en la tarde del domingo, remate de la temporada. Varios excelentes pares de banderillas, en particular los tres que le puso al cuarto toro Wilson Chaparro, el Piña, que se cortaba la coleta de torero escoltado en su solitario tercio por los tres matadores de la tarde. Veremos si el recuerdo de una gran tarde de toros aguanta hasta el año que viene.
ANTONIO CABALLERO 

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