Muchas cosas pasaron en la ciudad en este 2018 que se despide. Muchas buenas y otras no tanto. Hubo gente haciendo cosas increíbles de las que ni siquiera nos enteramos. No tengo idea de quién es Mike Bahía, pero mis hijos dicen que es un ‘duro’ de la música moderna.
Vi en
eltiempo.rsinforma.com un video suyo en el barrio El Oasis, un humilde sector de Soacha, haciendo una labor social a través de la música. Y también vi cómo rompía en llanto mientras le hablaba a la gente del potencial que tenían para salir adelante. Me conmovió. Y como él hay muchísimos más.
Cosas no tan buenas que ya se volvieron paisaje: el tráfico pesado, las historias de inseguridad, crímenes que conmovieron, protestas, vandalismo, poca cultura... Pero también alentadoras como la baja deserción escolar, las obras que se hicieron y las que vienen; los parques, el cable, en fin.
Infortunadamente hubo un mal que se multiplicó y lo sigue haciendo: el odio. Odiar se convirtió en el verbo de moda en Bogotá y el país. Y lo más triste es que también se volvió normal. “Odiar está bien”. Tan normal como despedirse de los hijos cada mañana o saludar al amigo o reírse del vecino.
Pero todos sabemos que dentro de nuestro ser incubamos el odio como la nueva conducta que rige nuestras vidas, las mismas que, para rematar, ahora reposan en un sitio tan miserable como las redes sociales. ¿Quién iba a imaginar que la vida, toda nuestra existencia, se reduciría a eso?
El odio lo potenció la clase política y contagió a todos porque se desparramó como “esporas en el aire”, a decir del escritor Alonso Sánchez Baute –tenía que ser vallenato, no hay gente más amable y cálida– en un magnifico texto de ensayos sobre el tema que yo no dudaría en hacerlo de obligatoria lectura familiar y escolar. Porque es en estas dos instituciones donde reposa la esperanza para formar futuras generaciones lejos de intrigas, malquerencias, insultos y rencor.
Hay políticos que escriben frases célebres sobre la esperanza, el amor, la bondad y a los pocos minutos salen con una sarta de epítetos para golpear rivales, medios, entidades públicas o privadas. La hipocresía en pasta.
Hay periodistas que ya no disimulan la ira que los carcome y el afán protagónico que los gobierna. Porque algo va del odio a la crítica sana; de la indignación visceral al argumento contundente; de la desconfianza per se a la tolerancia y la comprensión.
Buena parte de nuestro tiempo lo malgastamos en preparar sigilosamente la frase, el trino, la embestida para golpear sin compasión y esperar de regreso los likes y retuits que nos den ese reconocimiento efímero con el que pareciéramos ganarnos el pan de cada día.
El odio es el personaje del año. Sin duda. No sé por qué nadie lo quiso destacar si era tan evidente. Qué, si no odio, es lo que estila Maduro y su dictadura ante la llegada de venezolanos fruto de un régimen de izquierda que denigra de su propio pueblo.
Qué, si no odio, es lo que subyace en la escena del policía que casi termina incinerado durante una protesta. Qué, si no odio, es lo que se esconde detrás del asesinato de periodistas a los que la revista Time puso como protagonistas del año.
Qué, si no odio, es lo que deja traslucir cada insinuación sin fundamento que ponen reconocidos colegas en sus redes: el odio por encima de los hechos. Se odia hasta para hablar de paz. Lo angustioso –que tampoco parece advertirse– es que del odio al fanatismo solo hay un paso. Y del fanatismo a la intolerancia, otro. Y de la intolerancia a la violencia, uno más. Y así sucesivamente. Y fanatismo es lo que nos espera en el año electoral que se avecina.
Por todo esto, mi deseo para este 2019 es que todos hagamos una reflexión simple: ¿Qué gano con odiar? Y hagámosla mientras nos miramos al espejo, porque, como también señala Sánchez Baute, “el odio es la peor cara de la condición humana”. ¿Es ese el rostro con el que queremos despedirnos todas las mañanas de los nuestros?
Esta columna volverá el próximo 13 de enero. Feliz año para todos.
Ernesto Cortés Fierro
Editor Jefe de EL TIEMPO
Twitter: @ernestocortes28