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Noche de juglares urbanos en las calles de Medellín
El vallenato reina en el cruce de la 70 con San Juan. Una crónica vallenata.
Jaime deambula la 70 buscando clientes. Su conjunto, Nostalgia Vallenata, tiene dentro de su repertorio tanto vallenato tradicional como el nuevo. Foto:
Rostro cansado, piel cetrina. Camina la 70 mientras desgrana un acordeón que imprime un aire tropical a su figura. Con voz cavernosa se le alcanza a oír: “Yo llevo 30 años tocando acá en la 70, aquí se me fue la juventud”. Después suelta una risa corta, amarga, que se confunde con el suave quejido del acordeón. Desde una discoteca suena un merengue llorón. Los carritos de comida, que invaden las aceras, entorpecen el aire con olor a aceite quemado y carne asada. Un grupo vallenato, que cruza la calle con estrepitosa arrogancia, se acerca a ofrecer su repertorio. Ante la negativa, da la vuelta y se va con insolencia.
—A esos no les vaya a hacer preguntas —dice Jaime con severidad.
— ¿Por qué?—le respondo, contrariado por su cambio de ánimo.
—Porque esos no son buen ejemplo —hace una mueca de disgusto—. Mire, esa gente lo que gana se lo gasta en trago y en vicio.
Jaime no es costeño como la mayoría de sus compañeros. Nació en Bogotá hace 67 años, hace 40 vive en Medellín.
—Cuando llegué a Medellín, más o menos de unos 26 o 27 años, empecé a tocar el acordeón.
—Aprendió de alguien, supongo—le insinúo con ingenuidad.
—A mí nadie me enseñó, yo aprendí a tocar solo. Desde pequeño me gustaba, pero lo empecé a ejecutar ya estando en Medellín. Póngale que tuviera unos 30 años—hace una pausa breve, se acomoda el acordeón—. Cuando yo llegué, el vallenato no gustaba acá. Decían que era corroncho, ordinario.
La música vallenata, según Daniel Samper Pizano y Pilar Tafur, autores del libro Cien años de vallenato, nació en la segunda mitad del siglo xix en las zonas rurales de lo que hoy es el departamento del Cesar. El acordeón, al parecer, entró por el río Magdalena y sus notas se diseminaron por las estribaciones de la Sierra Nevada y las extensas sabanas. Las migraciones, la industria bananera y las parrandas le dieron un impulso especial. Lentamente fue aceptado por las clases altas de Valledupar, que en un comienzo lo miraron con desdén por su origen rural.
Los músicos vallenatos entonan sus canciones en la esquina de San Juan con la 70, la gente se acerca a escucharlos. Foto:
— ¿Y ahora?—le pregunto con inquietud— ¿Quién lo escucha?
—Jóvenes y viejos. Nosotros tenemos que tener repertorio para todos. Acá lo que más se escucha es Diomedes, pero también algo de los zuletas, los Betos.
Otro personaje emerge como una silueta negra, informe, que va adquiriendo claridad a medida que se acerca. Se llama Rafael Mora y es de la Paz, Cesar.
—Yo soy primo tercero de Jorge Oñate—habla con cadencia caribeña, voz melodiosa, como de turpial—.Hace nueve años vine a Medellín a compartir mi arte. Vine también por problemas personales, de violencia.
Jaime queda rezagado por Rafael, quien intenta hablar con grandilocuencia. Entonces, se recuesta en su Renault 4, un carro que pagó gracias a una pensión que logró en una empresa. Su semblante adquiere un aire lúgubre mientras descansa, parece sumergirse en profundas cavilaciones.
Como dice Jaime Rodríguez, el vallenato no fue bien aceptado en Medellín en un comienzo. En los años 50, según cuenta Reinaldo Spitaletta, director del programa radial Medellín anverso y reverso, llegaron a la capital antioqueña las canciones de Guillermo Buitrago. Era un vallenato con guitarra, que cayó bien. Los paisas escucharon entonces canciones compuestas por Rafael Escalona y Emiliano Zuleta Baquero. En la década el 70 empezó a llegar, producto de las migraciones y los medios de comunicación, un vallenato más parecido al que conocemos ahora: interpretado con acordeón, caja y guacharaca.
Libia Restrepo, historiadora y docente de la UPB, dice que la sociedad antioqueña era excluyente: “En ese tiempo se consideró música de negros y de fandango”.
“En la radio solo había un programa de vallenato, se llamaba La hora costeña, en La voz de las Américas
Ahora las cosas son diferentes. Las fiestas se amenizan al son de acordeón. Los músicos callejeros viven de ese oficio:
—Durante un tiempo trabajé en comisiones de carros, me la rebusqué—dice Rafael Mora—, pero mi sustento de vida ahora es el vallenato.
—¿Y solo tocan acá?—le pregunto.
—Nos contratan más que todo para fiestas sociales—sentencia, lacónico.
El viejo Jaime camina de nuevo. El acordeón, sobre su pecho, se mece como un barco sobre el mar. La noche no es buena, no hay clientes.
Marina Quintero, conocida como la embajadora del vallenato en la ciudad, y quien desde hace más de 30 años dirige el programa radial 'Una voz y un acordeón', cuenta que cuando llegó a Medellín proveniente de Ocaña, en 1973, casi nadie apreciaba la música vallenata. “En la radio solo había un programa de vallenato, se llamaba La hora costeña, en La voz de las Américas”, cuenta.
Quintero resalta la importancia narrativa del vallenato. En su programa cuenta las historias detrás de la música vallenata tradicional: la vida rural, la descripción de la naturaleza, el amor provinciano. “Acá el vallenato está marcado por lo comercial, muy poca gente lo aprecia de verdad. Muchos no entienden de lo que hablo”, sentencia.
En ese tiempo se consideró música de negros y de fandango
La aceptación de la música vallenata fue lenta. En ella influyeron las migraciones costeñas y la industria fonográfica que se desarrolló en la ciudad. El periodista Óscar Montes, en su libro Diomedes Díaz: vivir más no pude, cuenta que Diomedes grabó su primer álbum en Medellín. El disco no tuvo la aceptación deseada, pero habla de Medellín ya como receptora de la música del Caribe colombiano. Pero es muy poco el estudio hacia esta música, como dice Marina. En general, es la industria la que logró consolidarla.
Jaime, con rostro cansino, deambula de nuevo en busca de algún cliente. Las notas del acordeón, que alegran la noche, son ignoradas por los transeúntes.
—Esto está muy malo hoy-mira el reloj—Yo creo que me voy a ir.
Rafael, por su parte, habla con otros músicos mientras un poste lo baña con una luz pálida. Es la una de la mañana y no ha picado el primer cliente. El semblante de Jaime, a pesar de eso, es ahora más jovial.
—Yo tengo la pensión que logré sacar—dice, —pero la mayoría acá no tiene otra fuente de ingreso.
Me despido de los músicos con algo de solemnidad. Los veo de lejos. Rafael, más corpulento, contrasta con la figura más alargada de Jaime. Este, con el acordeón colgado, recuerda al Caballero de la triste figura en sus andanzas por la Mancha.