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‘Aquí no hay guerrillas ni paramilitares, las amenazas son locales’

Los mensajes amenazantes a algunos líderes revivieron demonios del pasado en El Salado.

El Salado es un pueblo sumido en un letargo pese a las cuantiosas ayudas recibidas, tanto estatales como de ONG, para paliar la tragedia que segó dos centenares de vidas.

El Salado es un pueblo sumido en un letargo pese a las cuantiosas ayudas recibidas, tanto estatales como de ONG, para paliar la tragedia que segó dos centenares de vidas. Foto: Salud Hernández - Mora

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Antes de ser detenido, Estiben Arrieta residía con su esposa y cuatro hijos en una casa esquinera, de paredes verdes, contigua a la diminuta estación de policía de El Salado. Sus paisanos lo describen como un joven trabajador, callado, correcto, que jamás se mete en problemas.
La Fiscalía ha probado que de su teléfono salieron las amenazas de muerte que inquietaron a la comunidad y provocaron una tormenta mediática y política en Bogotá, al insinuar un regreso a los sanguinarios tiempos pasados, cuando las Autodefensas Unidas de Colombia cometieron una matanza espantosa y desplazaron a todo el pueblo. Pero después de entrevistar a un buen número de habitantes, no encontré uno solo que creyera que Arrieta pueda ser el autor del rosario de mensajes siniestros.
Hijo de un humilde pescador de Soplaviento y una ama de casa que llora a toda hora su arresto, arribó a la localidad hace siete años como policía auxiliar. Su labor recibió la calificación de “excelente”, decidió quedarse y unirse a Carolina, una nativa que ya tenía tres hijos y luego le dio una niña, y que vende minutos y tarjetas SIM para ganarse la vida.
“Meto las manos en el fuego por él. Hay un verdadero responsable y está suelto”, afirma rotunda Luz Marina Contreras en el hogar de Arrieta para consolar a sus padres.
Ni siquiera Yirley Velasco, la principal diana de los dardos que llegaron vía Facebook y SMS, lo señala. “Él no fue, pero sí los mandó alguien de El Salado. Es una cuestión interna, aquí grupos armados no los hay, ni guerrillas ni paramilitares, ni bacrines”, asevera. Víctima del salvajismo paramilitar –la violaron entre varios cuando apenas contaba con 15 años– trabaja con la ONG Ayuda en Acción para apoyar a personas que sufren violencia sexual.
“Lo que me ha dolido en el alma es que haya gente en esta misma comunidad, donde hemos vivido tantas tragedias, que se preste para esas cosas. Es muy decepcionante y preocupante. Si hacen eso, pueden dar otros pasos”, agrega en la puerta de su hogar.
Pese al apresamiento de Arrieta y las evidencias de que los mensajes se enviaron desde El Salado, el caso está lejos de resolverse. Las amenazas, algunas difusas y otras concretas, comenzaron en octubre pasado y siguieron en diciembre y enero, cuando Yirley y siete de su familia recibieron correos cada vez más agresivos.
“Sapa hp gonorrea perra te dije que policía no. Ni sabes que vamos a hacer a tu hermana y a su hijo por sapa (sic)”, le escribieron a Yirley el 7 de enero, a los pocos minutos de abandonar la estación de policía en donde denunció una amenaza previa. “Tú serás la próxima líder muerta van a cargar cajón pequeño y grande perra sapa muerte para tu familia la kaja negra”, repitieron veinte minutos más tarde.
Una vez descartados los grupos criminales, la duda es quién seguía sus pasos en El Salado y quién continúa libre y supone un peligro en un corregimiento, situado a 19 kilómetros de El Carmen de Bolívar, en plenos Montes de María, que ya es un lugar plácido y tranquilo, donde nunca suele pasar nada.
Lo que me ha dolido en el alma es que haya gente en esta misma comunidad, donde hemos vivido tantas tragedias, que se preste para esas cosas

Violación

El último delito grave ocurrió en el 2016. Un menor de 17 años fue torturado y violado por tres lugareños. La localidad entera, conmocionada, salió a protestar en una marcha convocada por Yirley. Ella fue quien acompañó a la víctima a El Carmen, tanto para la hospitalización como la denuncia. La policía detuvo a dos de los autores, Nelson Cohen y Edwin Paredes, presos en Cartagena, y el tercero logró huir.
Más de un vecino susurra la relación entre las amenazas y la violación, como un intento de atemorizar a posibles testigos y lograr que el proceso se caiga. “Sería terrible si salen libres”, susurra un entrevistado.
Y, en todo caso, la evidencia muestra que hace lustros que no asoman la nariz las bandas criminales. Demasiada pobreza y ningún corredor estratégico como para interesar a grupos que solo buscan en Bolívar dinero con las vacunas, el narcotráfico y la minería ilegal de oro.
En la población, que quedó desierta tras la masacre y solo comenzó el retorno a goteo en 2004, no hay cultivos ilícitos, cristalizaderos, metales preciosos en las entrañas de su árida tierra, riquezas agrícolas, ganaderas o comerciales. Lo que se respira es soledad, inactividad, un presente de economía muy precaria, casi de supervivencia, y ningún futuro promisorio para las 320 familias que la habitan –unas 1.600 personas–.
El pueblo parece sumido en un letargo no obstante las cuantiosas ayudas recibidas, tanto estatales como de oenegés colombianas y extranjeras, a lo largo de los años para paliar en algo la tragedia que segó 67 vidas. Es una rara avis en la Colombia rural tantas veces ignorada por la capital.
Los 19 kilómetros que lo unen a la cabecera municipal pasaron de ser una trocha tortuosa que se recorría en tres horas o más, a una vía asfaltada en unos tramos y con placa-huella en otros. Cuenta con acueducto y alcantarillado, centro de salud de instalaciones adecuadas, un médico rural y una ambulancia moderna. En caso de que falle la energía, algo que no es inusual tratándose de Electricaribe, el acueducto se acciona enseguida con cinco es solares.
El punto gratuito de wifi, situado junto al bonito edificio que alberga la biblioteca y el centro cultural, es de máxima velocidad; la cancha de fútbol sintética está vallada e iluminada; hay un CDI para los pequeños, 100 casas gratis entregadas por el gobierno anterior (de las que unas 15 están deshabitadas y otras arrendadas); 104 viviendas construidas en lotes gracias a programas anteriores, así como un centenar más en camino, si bien la mitad serán para las paupérrimas veredas que nunca recibieron apoyo estatal y solo contaron con Ayuda en Acción y sus programas de agua.
En cuanto a la indemnización istrativa por el desplazamiento y las muertes de seres queridos, unas familias ya la recibieron y muchas otras siguen esperando.
Yirley Velasco es una de las líderes que viene recibiendo mensajes amenazantes por las redes sociales.

Yirley Velasco es una de las líderes que viene recibiendo mensajes amenazantes por las redes sociales. Foto:EL TIEMPO

Fracaso empresarial

La Fundación Semana abrió oficina en 2008 y mantuvo un equipo diez años para ofrecer proyectos productivos y presionar obras. Quizá por ello, cuando los beneficiados ocuparon las casas regaladas, el alcantarillado se desbordó, pero pronto acometieron obras para solucionar el problema, algo que demoraría años en otro lugar.
Frente a ello, persisten las injustificables carencias habituales. Todas las calles son destapadas, las viviendas que pertenecen a los lugareños que padecieron de lleno la violencia están en malas o pésimas condiciones, son pocos quienes pueden remodelarlas, y lucen igual de abandonadas que las antiguas sedes de las tabaqueras que hicieron de El Salado y El Carmen de Bolívar dos prósperos enclaves hasta que las arrasaron la violencia de las Farc y Auc, así como el propio mercado mundial.
Baste recordar que en El Salado daban empleo a más de trescientas mujeres.
En cuanto al colegio de bachillerato, sus condiciones son lamentables, sumido en vergonzoso atraso que empeora con los años e impide a sus 400 alumnos recibir una buena educación. Las escasas aulas, envejecidas y con grietas, son tórridas y pequeñas, el patio es diminuto, no existe un laboratorio, la sala de computadores está destartalada y los baños parecen pocilgas. Sin olvidar la drogadicción, un problema en alza.
También son pésimas las trochas casi intransitables que unen la cabecera con los caseríos dispersos por los Montes de María.
Entre las muchas carencias, falta un carro de bomberos. En 2017 se quemaron nueve casas de las que regaló el gobierno de Santos, y la semana pasada fueron cuatro del mismo conjunto las afectadas por un incendio. El primero sucedió por accidente, al prenderse el kiosco con techo de paja que tienen todas, ya que varios usan horno de leña por no poder pagar los 70 mil pesos de la pipeta de gas. El último ocurrió por causas desconocidas y fueron los vecinos quienes lo sofocaron como pudieron.
“Aquí no hay ingresos porque el problema no es de orden público sino de empleo”, comenta Daniela Lambraño, de 27 años, beneficiaria de una vivienda que perdió el kiosco y el jardín que ella había sembrado, por las llamas. “Estudié istración en Salud con el esfuerzo de mi papá y ahora, en el Sena que viene al Salado, somos 20 los que hicimos técnico en manejo ambiental pero no encontramos ni siquiera dónde hacer las prácticas”.
Piensa que si bien El Salado recibió ayudas, “se perdieron muchos recursos inútilmente, en viajes innecesarios a Europa, en lugar de ver cómo se crean microempresas”.
Lo cierto es que promovieron iniciativas empresariales y asociaciones, aunque no cuajaron. La pequeña fábrica de “amadoras”, fusión de las mecedoras y hamacas tradicionales, resultó productiva hasta que cerraron a finales de 2018. Comenzaron una treintena de asociados, se fueron retirando hasta quedar cuatro, que ahora están interesados en renacerla si consiguen un crédito de 3 millones.
“Con la Fundación Semana conseguíamos pedidos por sus os. Pero un año después de su salida, los pedidos fueron bajando hasta que el año pasado solo trabajamos el primer mes y pagamos el arriendo y los impuestos el resto del año hasta que no se pudo más, y desocupamos el local en noviembre”, recuenta Nairo Catalán.
ite que ellos, al igual que otros, se echaron en brazos de las ONG, se volvieron mendigantes en lugar de luchar por ellos mismos. “Este no es un pueblo abandonado, sería injusto decirlo”, indica.
Tampoco siguieron adelante las mujeres que alisaban tabaco. Solo quedaban tres que sacaban cien o doscientos mil pesos al mes. “Se necesita una fuente de empleo rápido”, clama Lilia Torres, una de ellas. La inexistencia de restaurantes –solo venden sopa y arroz por 3.000 pesos en algunas casas– y de residencias son muestra de la falta de actividad y recursos.
La próxima semana volverán las conmemoraciones de la violencia brutal que padecieron, pero nada cambiará en lo sustancial. Y no todos quieren recordar. A Lilia y a Yirley no les gustan. “Remueve los horrores que sufrimos. Mejor no los hagan”.
SALUD HERNÁNDEZ-MORA
ESPECIAL PARA EL TIEMPO
EL SALADO, BOLÍVAR

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