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El pintor de brocha gorda que se gana la vida con la obra de Fernando Botero

Carlos Castaño, oriundo de Antioquia, ha reproducido cerca de 300 cuadros del recordado maestro.

Se gana la vida con la obra del maestro Fernando Botero.

Se gana la vida con la obra del maestro Fernando Botero. Foto: Ricardo Rondón.

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A Carlos Castaño no solo le ha tocado lidiar con el nombre que lleva, sino con las premuras y descalabros de la pobreza, la violencia y el destierro: humilde y
paciente, con el aguante de un camello y sus cargas a cuestas.
A temprana edad, Castaño descubrió su habilidad como dibujante. Con crayones y
añicos de lápices de colores plasmaba en el papel lo que rodeaba su entorno
rural: la campiña de su natal Cocorná: la naturaleza en su pulpa y colorido, las
águilas que bajaban de la montaña de todos los verdes a rumiar los desechos de
comida del vecindario, la fiesta del mercado de plaza los domingos.
Los profesores que seguían y iraban su trazo, compraban canecas de pintura
para encomendarle al "pequeño genio" que decorara las paredes de la escuela. El
alcalde no se dejó echar tierra y le pagó para que embelleciera con sus dibujos la
sede de su despacho. Y los pudientes del pueblo, los comerciantes, las señoras
de los salones de belleza, y las de entre casa.
Fue la primera incursión del adolescente en el muralismo. Por su visión y
habilidad, Castaño prometía un gran futuro como artista, pero su padre, agricultor,
no le paraba muchas bolas al talento artístico del retoño porque lo requería en pie
de sementera con los instrumentos de labranza.
Se gana la vida con la obra del maestro Fernando Botero.

Se gana la vida con la obra del maestro Fernando Botero. Foto:Ricardo Rondón.

Cuando explotó la violencia de las guerrillas y del paramilitarismo, en Cocorná el
desplazamiento fue en rama, y los Castaño fueron a parar a Rionegro. Carlos, ya
de pantalones largos, quería estudiar Bellas Artes en la Universidad Nacional,
pero por las premuras económicas del diario vivir decidió irse a trabajar como
pintor de brocha gorda e instalador de cerámica, trabajos que aprendió trabajando,
como se aprenden los oficios: «con atención, práctica y perseverancia».
En las calles de Cali hizo el curso de pintor de aerosol. Los temas eran
inagotables y estaban a la vista: paisajes alusivos a la belleza exuberante del
Pacífico, sus poderosas mujeres afro ataviadas de turbantes y faldones
multicolores marcados en sus sinuosas caderas, cargadas de palanganas de
chontaduro y borojó, de cucas, panochas y cocadas, entre otras delicias de pailas
y hornos de la tradición vallecaucana y sus alrededores.
En Medellín, en pleno parque Berrío, donde arde la bulla del alfabeto lenguaraz
del rebusque de andenes y quioscos de la venta informal, cuando no la del
yerbatero o el culebrero, Castaño descubrió sorprendido el universo de Botero con
la primera escultura en bronce, la de la mujer sin cabeza, que a posteriori dio
nombre a la plaza erigida al pintor colombiano más importante y cotizado del
mundo, que recién partió a la eternidad con todos los honores.
(Le recomendamos también: Especial sobre la vida de Fernando Botero)
Su interés por el festín cromático y las voluptuosas formas boterianas inspiradas
en la idiosincrasia antioqueña, en su arraigo y costumbres, se acrecentó cuando
Carlos ingresó por primera vez al Museo de Antioquia, y quedó perplejo ante una
narrativa que describió con lujo de detalles la pluma del poeta, escritor, ensayista y
crítico de arte bogotano Juan Gustavo Cobo Borda:
«Cuadros saboreables que deparan sensualidad y goce a través de un tratamiento
paradójico: la volumetría geométrica se une con la gastronomía visual. A Fernando
Botero le encanta narrar su novela por entregas. La de los obispos agarrados a
sus sombrillas en viaje a remotos concilios. La del hombre al borde de la piscina
desde donde verá desfilar las pesadas musas de su deseo. Gigantas y enanos,
putas y oficinistas, reyes y pintores, bufones, músicos, alcahuetas y borrachos que
duermen debajo de las camas de hierro o apuran el último trago de la botella de
aguardiente con un ojo bizco».

De la brocha al pincel

Castaño cuenta que en el momento de semejante revelación tenía veinte años, y
que su experiencia de puertas para dentro en el Museo de Antioquía, patrimonio y
orgullo de los paisas, lo marcó para siempre. Se decidió a seguir su huella, a
estudiarla y respirarla, a plasmar su obra con las respectivas pausas que le daba
su trabajo de pintor de brocha gorda, el del sustento.
Poco a poco se fue haciendo al instrumental de pintor de lienzo: óleos,
mezcladores, espátulas, paletas, bastidores, caballetes. Los pinceles los portaba
en un estuche, en el mismo morral donde cargaba las gruesas brochas de pintar
paredes. Y para retroalimentar el talento represado desde niño, se inscribió en un
curso libre de óleo que dictaba los sábados la Universidad Distrital. 
De ahí en adelante, la obra de Botero se fue convirtiendo en el quehacer cotidiano
de Castaño, en su estilo de vida, al punto de que en los últimos veinte años se ha
sostenido con sus reproducciones, desde que pintó la mandolina, justamente la
primera obra volumétrica que su alter ego plasmó en el lienzo. 
Con el trasegar del tiempo, Castaño advirtió que en Colombia un Botero era una
imagen de similar arraigo al Divino Niño, el Sagrado Corazón de Jesús o el cuadro
en llamas de las Benditas Almas del Purgatorio, que no faltaban en las casas de
los pueblos, en tiendas de abarrotes, farmacias y barberías, y hasta en las
estaciones de policía. Una suerte de artilugio criollo del imaginario y la devoción
colectivas.
Castaño pinta sus obras en un apartamento en Soacha.

Castaño pinta sus obras en un apartamento en Soacha. Foto:Ricardo Rondón

Lo comprobó en sus correrías: «No creo que haya un colombiano con uso de
razón que desconozca a Botero. Cualquiera de a pie, como yo, a quien se le pregunte, en el sitio más lejano de la geografía nacional, responderá: 'ah, sí, cómo no lo voy a distinguir, el de las gordas'».
Porque, así como hay Boteros en los museos, en las galerías más prestigiosas del orbe, o en manos de acaudalados coleccionistas, se encuentran a granel sus
imitaciones en lugares y espacios  insospechados. En Bogotá, por ejemplo, en los mercados artesanales vecinos del Museo del Oro, en el Pasaje Rivas, en las tiendas de anticuario, o en el corredor turístico de La Candelaria, donde al mejor postor se exhiben sus lienzos de pequeño y gran formato, o sus esculturas en bronce, barro cocido, resina o balastro.
"Los que pintamos la obra del maestro Botero no somos  alsificadores: esos son los que venden como original, con firma y certificado las copias. En mi caso, soy un irador e imitador de sus creaciones, por gusto propio, y porque tienen gran demanda en el comercio popular y en el turismo. Es que todos no tienen como pagar un lienzo del maestro, pero sueñan con tenerlo colgado en las paredes de
su casa, o regalárselo a un amigo o a un ser querido, a un precio cómodo, acordé con su presupuesto», aclara Castaño.
-¿Y qué es un precio cómodo?-, le pregunto.
-Eso depende del formato: pequeño, mediano, grande. Mi trabajo es garantizado
porque soy un artista pulido y responsable, y con una clientela que sabe
apreciarlo. Además utilizo óleos ingleses, que son los más caros, por su calidad.
Por un Botero de gran formato, cualquier que sea el tema, de un metro por uno
setenta, pido 1.500.000 pesos. Uno, término medio, 500.000, los pequeños a
200.000. Con el turista ya negocia mi galerista, que entrega el trabajo en tela para
comodidad del viajero. Por encargo, yo lo despacho en bastidor.

Botero en La Candelaria

Cuando Castaño habla de su "galerista", se refiere a don Alfonso Burgos Gómez,
regente de una de las casonas más antiguas del sector histórico y turístico de La
Candelaria, a escasos metros del Museo Botero de Bogotá. En ese caserón
esquinero de dos plantas, de estilo republicano, con más de doscientos años de
antigüedad, donde a mediados del siglo pasado funcionó la famosa 'Papelería
Conchita' (de doña Concepción Ramos de Burgos, hoy con 103 años de edad), el
galerista en mención acoge artistas emergentes de Colombia, Ecuador y
Venezuela. Castaño, es su pintor estrella, el más solicitado y cotizado.
Para los extranjeros, refiere Burgos, las reproducciones más pedidas son 'La
muerte de Pablo Escobar' y 'La Mona Lisa'. Para el común denominador, 'La
familia', 'La naranja', 'Mujer desnuda', ‘La bañista’, y series de naturalezas muertas, bodegones, músicos, catedrales, monjas, obispos, pueblos, cantinas
y prostíbulos, entre otros temas de la saga boteriana que son del fervor popular.
Castaño, dice, que trabajando en forma, en su apartamento de Ciudad Verde, en
Soacha, que comparte con Diana Alvarado, su pareja, puede obtener entre
2.500.000 y 3.000.000 de pesos mensuales. De ahí paga 700.000 de arriendo, y el
resto para mercar, comprar materiales de trabajo, y pagar las clases de figura
humana y retrato con el maestro Alfredo Araújo Santoyo, porque que su aspiración
es perfeccionar y definir un estilo personal, y producir arte con su rúbrica.
Mientras avanza el curso, seguirá copiando al maestro Fernando Botero, a quien
tiene, desde su descubrimiento, como un modelo a seguir, no solo por su
ponderada y reconocida obra universal, sino por su calidad humana, su disciplina
y generosidad, y su entrega con los pinceles hasta los últimos días de su
existencia. Hace poco vio el documental 'Botero, grabado a fuego en la memoria',
de Jorge Mario Álvarez, especial que transmitió el Canal Caracol, y de ahí rescató
una frase que a Castaño también le quedará grabada a fuego: 
«El pintor nos recuerda que su pintura es pintura inventada y agigantada por él
mismo. Un vasto mundo que solo existe por su pincel y su mirada, su tesón y el
placer que nos transmite. Esas presencias que nos acompañan y nos humanizan
con su vigor creativo».
Se gana la vida con la obra del maestro Fernando Botero.

Se gana la vida con la obra del maestro Fernando Botero. Foto:Ricardo Rondón.

-¿Cuántos copias de Botero ha hecho en todos estos años?
-Cerca de 300. Pero también pinto Fridas, paisajes, retratos, lo que el cliente me
encargue a su gusto.
No puedo, despedirme, le digo, sin averiguar cuántos chascos e inconvenientes le
ha tocado sortear por llevar el nombre de Carlos Castaño. El copista de Botero
carcajea y responde:
«Uyy, eso ha sido un chorizo de chicharrones. En los retenes, en el antiguo DAS,
cuando fui a tramitar el certificado judicial, me tocó esperar tres horas para que
verificaran que yo no era el 'aquel'. Otro lío fue para sacar el pasaporte. Casi
medio día de espera. No falta la fregadera de los amigos. Y, en la EPS, cuando se
oye mi nombre en los altoparlantes, voltean a mirar cabreados. Y pues yo hago el
que no soy ese paciente».
Carlos Castaño Castaño es un tipo de mediana estatura, delgado, de 46 años,
camellador invencible, de esos que le tuercen el pescuezo a la adversidad sin
malayarse ni guardar rencores ante los desafíos y las frustraciones. Su inclinación
por la pintura siempre ha estado presente. El mismo overol del pintor de brocha
gorda que lo acompaña, da cuenta del artista del pincel frente al caballete. Tiene la
ilusión de ser un artista reconocido, con una obra propia, y que le abran puertas.
Por eso, juicioso, saca tiempo para estudiar pintura con Araújo Santoyo, como cuando terminó el bachillerato en la nocturna porque en el día instalaba baldosas y
pintaba paredes.
Para nombrar el mundo, Fernando Botero solo necesitó pintar una naranja.
Castaño, humilde, reproduce con sus pinceles la herencia de su fecunda cosecha.

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