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La aventura ultramarina de Fernando de Magallanes
Perfil del explorador que halló el principal paso natural entre los océanos Pacífico y Atlántico.
Alegoría de los viajes de Magallanes, del grabador belga Theodor de Bry (1528 - 1598). Foto: iStock
El retrato más antiguo de Fernando de Magallanes, pintado en una tabla del siglo XVI, se halla en el Museo Nacional de Madrid. Parece la imagen de un beato. Otra debió de haber sido su fisonomía, acorde con su carácter y su andadura por el mundo.
Era de baja estatura, 1,60 metros; de cuerpo bien constituido, de tronco ancho y robusto, brazos fuertes y piernas delgadas; la vitalidad que lo colmaba y su leve cojera, no las había conseguido haciendo venias en la corte, sino peleando en los campos de batalla a nombre del rey de Portugal que acrecentaba en Oriente su imperio a cañonazos. Dicen que nació en Villa Sabrosa (Portugal), a las orillas del río Pinhao, en el año 1480, pero esto no se ha podido precisar.
De noble estirpe, casi niño lo mandaron sus padres de paje de la reina Leonor de Lancaster, esposa del rey don Juan II. Y nada más sabemos del Fernando de esos años. Tendría unos veinticinco años cuando, en 1505, con su amigo Francisco Serrao, se agregó como voluntario a la armada de Francisco de Almeida que, por órdenes de don Manuel, iba a la India a afirmar la soberanía lusitana. Para 1510 ya estaba de nuevo en Portugal. Su amigo se había quedado en Malaca, autoproclamado protector de la isla.
En 1513, Magallanes se embarcó en la armada de don Jaime, duque de Braganza, que volvía a Marruecos a la reconquista de Azamor. En esa ocasión, a más de ser herido en combate, lo acusaron de haber vendido un ganado tomado en una acción contra los moros y que dejaron a cargo de él.
Lo que pasó, según se dice, es que una noche los mismos moros entraron al campamento y lo recobraron. Tocado en su orgullo por esa acusación, abandonó el ejército y se fue a Lisboa a solicitarle a don Manuel I, rey de Portugal, que le aumentara su pensión, como sobresaliente en sus campañas de conquista, de 1.250 réis (o reales) a 2.000. El rey negó su pretensión, prevenido como estaba contra él, porque antes le llegaron con el cuento que Magallanes había abandonado el ejército sin licencia; que su cojera era fingida; que le habían oído algunas expresiones desobligantes contra él; que había manejado mal un asunto del ganado en Azamor.
Don Manuel prestó oídos a esos cuentos y lo mandó primero a Azamor a arreglar la cosa del ganado. Magallanes fue y volvió con una resolución absolutoria. Se la presentó al rey, y ni por eso: lo mandó a freír espárragos. Por los tiempos de esas reclamaciones, Francisco Serrao le escribió invitándolo a ir a su lado para ser próspero como él, en Malaca, y que tal vez por Occidente haya un camino más expedito hacia esas islas afortunadas de las especias.
Con manifiesto disgusto, Magallanes abandonó sus pretensiones, y en Lisboa se dio a frecuentar la Casa de la India y de Guinea, que era un centro científico, museo y biblioteca. Por allí encontró un mapa del alemán Martín Behaim, cartógrafo real, en donde, en la región denominada Brasil, aparecía una hondonada, a 40 grados de latitud sur en donde Magallanes creyó ver señalado el paso al Oriente; a más de eso, en la Tesorería del Archivo de Documentos Náuticos, estudió mapas, globos terrestres, instrumentos de navegación, cartas marinas, memorias de navegantes y de expediciones ultramarinas; en puertos y tabernas se instruía e informaba de las cosas del mar y del mundo; así, recabando información, anduvo entre Lisboa y Oporto.
En uno de esos centros de estudio, se puso en o con el más importante astrónomo de su tiempo, Guy Faleiro, de quien aprendió la técnica de medir las latitudes de los puntos geográficos (aún se había aprendido a medir la longitud).
Considerando la importancia de Faleiro para la empresa que planeaba lo hizo su socio, pues con él había calculado la posición del paso al otro mar. Faleiro, al final no pudo embarcar para las Indias por haberse chiflado las vísperas de la partida.
En octubre de 1517, Magallanes llegó a Sevilla, con el propósito de encontrar alguien que financie una empresa marina para encontrar el paso a las islas de las especias por el extremo sur del continente americano. Lo acompañaba su esclavo Enrique, comprado en el mercado de Malaca, que fue su compañero hasta el final y después un traidor a los portugueses tras la muerte de su amo.
La Sevilla que lo recibió era una urbe populosa, de carruajes, carretas y hombres de a caballo, a donde iban de todas partes a tocar las puertas de la Casa de Contratación para hacer la “carrera de Indias”. Allá fue a ver a su paisano, el comendador Diego de Barbosa, alcalde de los Alcázares y Atarazonas Reales. Le hizo conocer su plan y él lo llevó a exponerlo a la Casa de Contratación; le preguntaron que en donde estaba el paso al otro mar para ir por las especias a las Molucas.
“Secreto profesional”, diría, o como se dice: se cuenta el milagro, sin decir el nombre del santo que lo hizo. No les interesó el proyecto. Pero uno de los consiliarios de la Casa, a espaldas de los otros, vio en la propuesta de Magallanes la ocasión de hacer un buen negocio; por una comisión acordada, le allanó el camino al rey Carlos I.
Antes de la audiencia, ya don Diego había casado a don Fernando con su hija, doña Beatriz, con quien tuvo dos hijos: uno de brazos cuando partió de Sevilla a las Molucas, y otro en el vientre. El joven rey, urgido de dinero, aprobó el proyecto del portugués. Todo esto sin la anuencia de la Casa de Contratación, cuyos trataron de obstaculizar la expedición. El rey le armó cinco naves con tripulación, rescates, armas y bastimentos para dos años. El negocio pintaba bien para España, en vista del monopolio que sobre las especies ostentaba Portugal, tras haber abierto el camino al Asia por el cabo de la Buena Esperanza, cuyo paso defendía a muerte.
Navegan sin mapas, jugando sus vidas a los vaivenes de los vientos alisios o a los albures del destino o a la misericordia de Dios. Van a la deriva
Con una tripulación de 280 hombres de varias nacionalidades, el 10 de agosto de 1519, desde Sevilla la expedición enrumbó a Sanlúcar y allí esperó hasta el 20 de septiembre de 1519, cuando el capitán Fernando de Magallanes, dio la orden de largar velas. A la tripulación se habían sumado a última hora Antonio de Pigafetta, que será el cronista del viaje y Juan Sebastián Elcano, quien comandará el regreso de los sobrevivientes de la espantosa travesía. La ‘Trinidad’ iba al mando de Magallanes; la ‘San Antonio’, de Juan de Carvajal; la ‘Victoria’, de Luis de Mendoza; la ‘Concepción’, de Gaspar de Quesada y la ‘Santiago’, de Juan Serrao. En Tenerife es la primera recalada de las naves; de allí van a quedar varadas en Sierra Leona, en donde Cartagena, alegando ser veedor del rey y querer mandar igual o más que el capitán general, se niega a obedecerle. Magallanes lo hace prender. Reanudado el rumbo, viran a occidente y van a fondear en la bahía de Santa Lucía (hoy Río de Janeiro). Allí, por la generosa recepción que les hacen y por el solícito amor de sus mujeres, experimentan cómo ha de ser el Cielo, antes de pasar al Infierno que les espera.
Siguiendo la derrota, arriban al cabo de Santa María (actual Punta del Este, Uruguay), en la desembocadura del Río de la Plata, el 2 de enero de 1520. Allí ve Magallanes lo que quiere ver: “el paso” al mar del Sur, como él lo ha intuido en el mapa de Behaim. Manda a la ‘Santiago’ a explorar, para regresar con la noticia de que esa bahía no es sino la desembocadura de un río. ¿Hacia dónde seguir con la expedición en medio de las tormentosas borrascas del otoño de ese año?, si ya no hay más mapa. Hasta ahí ha llegado la tierra descubierta. A esta altura de la navegación, a Magallanes lo invade una sensación de fracaso, pero nadie debe saberlo.
Falsos han resultado el mapa de Behaim y los cálculos de Faleiro; pues nada del paso a los 40 grados de latitud sur; pero la tierra aún no se acaba y sigue extendiéndose hacia abajo, hacia lo desconocido.
Desde el castillo de proa, abrigado con un capote de mar y una gorra, Magallanes sigue oteando el horizonte, azotado por el viento, como en contrapunteo con él para ver quién resiste más, si el viento que al fin termina agotado de soplar o él que con las dificultades renueva su fe y su inocultable energía.
Sigue la singladura hasta la bahía de San Julián, para invernar. Capitanes y marineros no quieren seguir. Un grupo de ellos se amotina. Se toman tres barcos. Magallanes los somete con mano de hierro: mañosamente, manda a asesinar al capitán de la revuelta, a otro le hace cortar la cabeza, y a Cartagena y a un cura sedicioso los deja abandonados en la bahía. Cuarenta hombres más comprometidos —entre los cuales estaba Elcano— son indultados por considerárseles útiles en el trabajo de marinería.
Magallanes, a duras penas, conforma y contiene a sus hombres. El 21 de octubre encuentra el paso, a los 52 grados 50 minutos de latitud meridional. La alegría del hallazgo se opaca por la deserción de la ‘San Antonio’ que regresó a España; ya antes, la ‘Santiago’ se había estrellado contra las rocas. Cruzado el paso, orillando las costas de Chile, en el grado 34 de latitud sur, viran al noroeste dejando atrás América y adentrándose en el océano que llaman Pacífico.
El buque oceanográfico "Cabo de Hornos" en la región de Magallanes, en el sur de Chile, el 3 de diciembre de 2021. Foto:Nicolas García / AFP
Navegan sin mapas, jugando sus vidas a los vaivenes de los vientos alisios o a los albures del destino o a la misericordia de Dios. Van a la deriva: solo cielo, mar, tormentas, enfermedades, hambre y muertos que echan a la mar. Meses y meses de infierno. Los mata el escorbuto.
El 28 de marzo de 1521 recalan en Masawa. Una canoa se aproxima a la ‘Trinidad’. El capitán les hace llegar algunos regalos que los nativos reciben con alegría y se devuelven. Magallanes envía como emisario de paz a Enrique, quien al regresar dice haberse entendido perfectamente con los habitantes de esa isla, pues hablan el malayo.
—¡Gloria a Dios! —exclama Magallanes— ¡Hemos llegado al paraíso de las especias!
Los españoles celebran una misa a la que los isleños asisten respetuosos, curiosos, imitando lo que hacen esos extraños y ansiosos hombres. Tan amable y sincera es la relación entre los dos pueblos, que Calambú, el rey, le pide a Magallanes que envíe a sus hombres a ayudar a la cosecha de arroz, y él mismo se ofrece a servirle de piloto para la siguiente isla llamada Cebú, cuyo rey, Humabón, es primo suyo.
Magallanes pudo seguir de largo la ruta hacia las Molucas; pero como vive su drama y es el personaje que provoca el horror y la compasión de la tragedia, solo por agregar otras islas para su rey; mejor lo expresa Pigafetta: porque quiere que su hado así sea, tuerce el rumbo hacia la isla de Cebú, en donde son bien recibidos, intercambian sus mercancías y bautizan a su rey y a sus súbditos; luego Magallanes, prepotente, desmedido, despreciador del valor del otro, se enfrenta, sin necesidad, a un reyezuelo de la isla de Mactan, y en un combate con él muere, el 27 de abril de 1521, espada en mano, a la orilla del mar.
Otro héroe aparece para el cumplimiento de esta hazaña, que ni los argonautas griegos la tuvieron: Juan Sebastián Elcano, pero esta es otra historia.