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Museo Nacional de Colombia: los 37 objetos que narran sus 200 años de historia
El lugar es uno de los más antiguos de América. Esta crónica es un viaje a sus entrañas.
“¿Dónde está la entrada?” La pareja, una colombiana y un extranjero, está al frente del busto del pintor Epifanio Garay en la esquina de la carrera séptima con calle 28, en el corazón de Bogotá; miran y iran la fachada de roca que contrasta con los edificios amarillos del Centro Internacional. Y se toman fotos felices. Un joven que está sentado en uno de los bordes de la explanada les señala el centro del edificio. En medio de 12 imponentes columnas y arriba de un arco con rejas negras se impone el escudo de Bogotá y, para que no queden dudas, en letras mayúsculas doradas, dice Museo Nacional.
El lugar cumple 200 años o, en las siempre afiladas palabras de Beatriz González, una de las artistas más poderosas de Colombia, asesora y curadora de arte del Museo durante más de dos décadas, “sobrevive”. Y siempre lo hará. El Museo Nacional es uno de los más antiguos de su tipo en América y guarda 27.129 obras, objetos y pinturas que narran la historia del país.
Solo hay una entrada para visitantes. El jueves festivo 20 de julio es uno de los días con más visitas. En la fila se escuchan conversaciones en español, inglés, alemán y francés. La boleta cuesta 6.000 pesos colombianos o 10 dólares para turistas de otra nacionalidad. Una pareja de jóvenes —uno italiano y otro irlandés— rompe el hielo con la otra pareja que estaba perdida. “Es impresionante”, les dice uno de ellos.
En el vestíbulo del sitio, un mediador —como se les conoce a los voluntarios, muchas veces estudiantes universitarios que guian a las personas— les narra de entrada que el origen del Museo fue una cárcel. Los tres extranjeros se quedan de una pieza. “Antes esto era conocido como el panóptico de la ciudad”, cuenta. La construcción del edificio estuvo a cargo del reconocido arquitecto danés Thomas Reed y comenzó en 1874. Fue la sede de la Penitenciaría Central de Cundinamarca, el sitio al que llevaban a delincuentes y a reos políticos, en su mayoría liberales, aunque hay registros de presos conservadores al comienzo del siglo XX.
— La sola estructura es una de las principales obras del museo —sostiene la maestra Beatriz González.
Al traspasar la entrada hay dos salas, una a la derecha y otra a la izquierda. Al frente, el arco que le da paso a la gran cruz de la antigua cárcel. En su momento, fueron destinadas como habitaciones del gobernador y del proveedor, cada una con una cocina privada. En la actualidad, el primer espacio está dedicado a las exposiciones temporales, que hoy muestra ‘El vuelo del mochuelo’, un pabellón en madera que relata la historia de los Montes de María —una región del Caribe colombiano— y cómo sus habitantes han logrado recuperarse y resistir ante los embates del conflicto armado.
La sala, donde ahora se escuchan historias de víctimas y cantos que narran la violencia de esa zona del país, es uno de los espacios más visitados y comentados del museo; en sus paredes y en su espacio han estado los principales artistas de Colombia y algunas de las exposiciones más comentadas de los últimos tiempos.
Museo Nacional en el centro de Bogotá el día de la conmemoración de sus 200 años. 28 de julio de 2023. Foto:Sandra Vargas. Museo Nacional de Colombia
Solo hace 17 años había una multitud para entrar. La fila de gente le daba la vuelta a la cuadra. El calendario marcaba el viernes 16 de junio de 2006; cientos de personas de diferentes regiones del país habían viajado para ser testigos de un evento inédito. Una semana antes, siete figuras de un metro con ochenta centímetros de altura y 290 kilos de peso cada una, junto con 66 objetos, viajaron casi 15.700 kilómetros hasta Bogotá: desde la China habían llegado siete guerreros de terracota originales, las míticas estatuas de Xian que representan al ejército del primer emperador de la dinastía Qin. “Tocó traerlas con un cuidado inimaginable”, recuerda Elvira Cuervo de Jaramillo, entonces ministra de Cultura y exdirectora del museo. “Fue algo maravilloso”, apunta María Victoria de Robayo, la directora del lugar en ese momento.
Las obras llegaron a la ciudad el 7 de junio a la 1.45 de la tarde, tras más de 24 horas en vuelos desde China, con escalas en Pekín y Luxemburgo. “Fue un protocolo estricto de seguridad. Se demoró algo más de una hora llevarlas desde el aeropuerto al museo y tocaba tomar todas las calles que no tuvieran hueco y despacio para que no fueran a dañarse”, añade Cuervo. Una de las condiciones de los chinos había sido que los camiones que las trasladaban no podían parar en el camino.
Exposición guerreros de terracota en 2006 en el Museo Nacional de Colombia. Foto:Archivo EL TIEMPO
Durante tres meses y dos días, la sala de exposiciones temporales recibió a 203.658 personas. Cada guerrero estaba ubicado a una distancia de casi tres metros entre ellos, sobre pedestales que estaban insertados en una especie de tarima negra por la que podían caminar los asistentes, y estaban iluminados por seis bombillos cada uno. Una sala anexa exponía otros objetos antiguos del mausoleo del emperador chino junto con piezas del Parque Arqueológico de San Agustín.
Esa ha sido la exposición más exitosa y con récord de asistencia, y se dio gracias a la alianza con empresas privadas. Algo parecido sucedió cuando se trajo la colección Rau en 2002, o Picasso en el 2000, o Egipto en 2005, o el tesoro de Sipán en 2007, o la conmemoración del bicentenario en 2010, o el Botero temprano en 2018, por el que preguntan a diario los turistas, según cuentan trabajadores del lugar. “Queríamos traer cosas que no pueden ver la mayoría de los colombianos”, cuenta Elvira Cuervo de Jaramillo. “Fue una posibilidad para que todos entendiéramos que nuestra historia está inserta en la historia universal y para atraer visitantes”, agrega María Victoria de Robayo. Desde 2014, unas 2,8 millones de personas han visitado el Museo.
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La segunda antesala ahora se llama auditorio Teresa Cuervo Borda, con una capacidad para reunir a 255 personas. Entre 1874 y 1905 este lugar fue modificado para servir de espacio de reclusión de los presos políticos. Le decían la Escuela.
Adolfo León Gómez, un jurista y periodista colombiano estuvo preso allí. En un extenso libro, llamado ‘Secretos del Panóptico’, describió los horrores del lugar. Contaba que la cárcel tenía un “patio sucio, largo, mal enladrillado y sumamente húmedo”, que en el costado occidental estaba el “excusado, que no era otra cosa que un agujero enrejado de hierro sobre el hediondísimo caño de desagües del edificio” y en el lado norte había un “foco de infección completamente descubierto (...) tenía encima las inclemencias del cielo, y debajo el infecto vapor de tifus, viruelas, disenterías y demás miasmas de muerte”.
Si las paredes hablaran y pudieran contar historias, probablemente una de ellas estaría enmarcada en los sonidos del cuarteto francés Modigliani Quartet, que se presentó en 2019, y relataría que el coronel Martiniano Arenas, quien había pasado por varias cárceles a comienzos del siglo XX y se había intentado fugar, le pidió a Jorge Pombo una navaja de lima que tenía, pero que se rehusó a dársela y fue él quien logró quitar dos barrotes de una reja. Con otros reos, los convirtieron en cinceles y durante varios días intentaron romper la piedra de la muralla. Pero fue un intento fallido.
Teresa Cuervo Borda y Arcadio Dulcey, jefe del Departamento de Extensión Cultural y Bellas Artes del Ministerio de Educación, en los preparativos de una exposición de arte francés en los salones de la Biblioteca Nacional. Archivo El Tiempo, 26 de enero de 1940. Foto:Archivo EL TIEMPO
El lugar tiene el nombre de la mujer que fue la primera directora del Museo Nacional y quien ha sido reconocida como la 'señora de los museos', pues en esa época fue quien impulsó, gestionó y dirigió el posicionamiento de varios museos, como el de Arte Colonial. Su primera misión, encomendada en 1946 por el saliente presidente Alberto Lleras Camargo, fue trasladarlo al Panóptico. Durante 123 años, el museo había estado en la Casa Botánica, una habitación de la Secretaría del Interior y de Guerra, el edificio de Las Aulas, el Pasaje Rufino Cuervo y el edificio Pedro A. López.
Luego de remodelaciones, dirigidas por Manuel de Vengoechea y Hernando Vargas Rubiano, la fecha de inauguración de la nueva sede había sido establecida el 9 de abril de 1948, con motivo de la novena Conferencia Panamericana. Pero ese día, el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán desató una ola de violencia atroz: el Bogotazo. Mientras eso sucedía, Teresa Cuervo iba llevando desde la sede del Banco de la República hasta el museo la guirnalda de oro de Bolívar envuelta en un periódico y a bordo de un taxi, según señalan registros y cuenta su sobrina, Elvira Cuervo de Jaramillo: “Casi se pierde, pero ella llegó, entró y desde las puertas del museo gritó que no había paso hacia adentro. Protegió las piezas del lugar. A las tres de la tarde el cielo era rojo por las quemas. Dos horas y media después, se fue la luz en la ciudad. Nos quedamos encerrados. Había un bufé para invitados y pregunté si podía comer. Mi papá me dijo que nada de eso se tocaba”.
Guirnalda de oro ofrecida por el pueblo de Cuzco a Simón Bolívar Foto:Cortesía Museo Nacional
La guirnalda de Bolívar es una de las piezas más prestigiosas del lugar. “Es como la corona de laurel de Julio César”, dice el visitante italiano. Está exhibida en el segundo piso. Es una corona de laurel de oro con 47 hojas entrelazadas, un sol al frente con 60 chispas de diamante y 49 perlas barrocas a los lados. Se la entregaron al Libertador en el Cuzco, en Perú —o las “tierras del sur”, como las llamaba— en junio de 1825. Había emprendido una especie de marcha triunfal hacia esa zona. Sin embargo, nunca la usó y se la dio al mariscal Antonio José de Sucre, quien fue el comandante que definió la batalla de Ayacucho. Tiempo después, él se la dio al Congreso de Colombia.
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A la entrada del primer piso, donde se ve la estructura en cruz del panóptico, los bustos de Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander reciben a los visitantes. Están de frente entre ellos a cada lado del pasillo. Ellos dos, junto con Francisco Antonio Zea, “impulsaron un proyecto educativo para combatir la ignorancia”, explica Alberto Escovar, exdirector de Patrimonio del Ministerio de Cultura.
Se trataba de una apuesta por recuperar los hallazgos científicos de la Expedición Botánica que habían sido confiscados por Pablo Morillo durante la reconquista española. Bolívar envió a Zea a Europa en busca de apoyo económico. Él se reunió con el barón George Cuvier para la contratación de una comisión científica. También se reunió con Alexander von Humboldt y Francisco Arago. El producto de esos encuentros terminó en la designación de Jean-Baptiste Boussingault, Francois-Désiré Roulin, Justin-Marie Goudot y James Bourdon para ese grupo. El peruano Mariano de Rivero fue el primer director.
Una vez llegaron a Bogotá, el 28 de julio de 1823, el Congreso de la República expidió una ley con la que se creó el Museo Nacional. Sin embargo, no fue sino hasta el 4 de julio de 1824 que el vicepresidente Santander declaró la apertura del lugar ubicado en dos salas de la Casa Botánica.
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—¿Qué es eso? —señala el turista belga que está con la visitante colombiana al centro del primer piso. Y lo que indica su índice es el aerolito de Santa Rosa de Viterbo, que fue hallado por Cecilia Corredor en Tocavita, Boyacá, el sábado santo de 1810, luego de su travesía por el universo para estrellarse en la Tierra. El 20 de mayo de 1823 fue comprado a la mujer por 20 piastras (o 100 francos de la época). Fue la primera pieza del entonces Museo de Ciencias Naturales.
Desde ese punto central, se ven tres pasillos. En los tiempos de la penitenciaría, estos espacios altos, con cadenas y barrotes, eran usados para talleres de los presos. En las cuatro esquinas, antes de pasar a cada sala, hay cuartos pequeños que en su momento fueron para castigos, llamados Solitarios, destinados para presos del Estado. Hoy son una especie de bóvedas pequeñas con temáticas puntuales. Una de ellas tiene que ver con la historia del lugar, otra con las fiestas populares nacionales, en la que están las máscaras de marimonda del Carnaval de Barranquilla y una guitarra roja de Andrea Echeverri, y en otra hay una colección de piezas de oro. Lo curioso, en este último cuarto, es que permanece el dibujo de una flor que hizo un preso hace más de un siglo.
Aerolito de Santa Rosa de Viterbo en el Museo Nacional de Colombia. Foto:Museo Nacional de Colombia
Al fondo hay un gran jarrón. Su color rojizo contrasta con los arcos y paredes blancas. Se trata de una urna funeraria de cerámica que data de 650 d. C. y fue hallada en la región arqueológica Calima, en Valle del Cauca. Al frente, en el piso, está la tumba de Justus Wolfram Schottelius, un etnógrafo y dramaturgo colombo-alemán que fue pionero de la antropología en el país.
En esa sala hay otro par de objetos: una máquina de escribir y una greca de cafetería incinerados durante la Toma del Palacio de Justicia. Según se lee, forman parte de una sección sobre las confrontaciones a lo largo de la historia.
Entre tanto, el irlandés e italiano entran a la otra sala, donde se cuenta la historia del museo y se muestran varias de las piezas que fueron incluidas en el primer siglo de existencia, cuando no había una sede permanente. En uno de los costados está una vitrina que tiene el manto de la reina de Atahualpa, que fue enviada por Sucre a Jerónimo Torres, entonces director del Museo, en junio de 1825. Para verla, hay que oprimir un botón que destella una tenue luz. —No se ve mucho —dice uno de ellos. Caminan hacia la otra ala del lugar y al fondo se percatan de algo que estaban buscando: “Un Botero”. Es ‘Pedro’, el hijo del maestro que murió en un accidente de tráfico cuando era solo un niño y que marcó la vida del artista colombiano para siempre, la obra fue pintada en 1971 y donada por él en 1984, año en el que entregó un primer paquete de de donación de su producción plástica.
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El museo fue declarado Monumento Nacional el 11 de agosto de 1975. Entre 1989 y 2001 se adelantó una restauración completa del edificio. Durante los últimos 75 años, desde que se instaló en su sede permanente, la organización de las colecciones ha cambiado. “Es un museo que hoy habla con franqueza”, puntualiza Daniel Castro Benítez, quien fue director entre 2015 y 2021. Antes las piezas estaban dispuestas en orden cronológico, ahora están por ejes temáticos a partir de cuatro colecciones: arte, historia, etnografía y arqueología.
Sin embargo, este cambio de guion, que se estructuró en 2011 y por el que se ha basado en la última década la renovación de 15 salas del lugar (otras dos están en obra), ha causado controversias en el sector cultural. “El mayor desafío es la manera deficiente e inadecuada como se exhibe el arte y cómo se organizan las piezas”, asegura Álvaro Medina, reconocido historiador y crítico de arte. Algo en lo que coincide Beatriz González: “Hay un descontento con el nuevo guion, sobre todo porque guardaron muchos objetos”. Y Eduardo Serrano, crítico, curador, gestor e historiador de arte: “El museo está abigarrado”.
El Museo Nacional es una de las instituciones culturales más importantes del país. Me pregunto de dónde ha sacado fuerza para sobrevivir
María Victoria de Robayo, quien estuvo a cargo del lugar cuando se tomó la decisión de hacer la reorganización, asegura: “Nos dimos cuenta que la narración cronológica de hechos históricos, sobre todo relacionados con la política, los gobiernos y el ejército, estaban contando solo una parte y la parte que tenía que ver con los ciudadanos, el trabajo cotidiano, los campesinos y procesos sociales, no tenían tanta cabida”. Daniel Castro lo argumenta de esta manera: “Si la sociedad cambia, el museo también; un museo que se debe a la sociedad tiene que transformarse igual que a ella. Lo nuevo le contesta a los principios de la Constitución del 91 y busca reflejar una Colombia real”.
Para Juliana Restrepo Tirado, quien fue directora del museo entre 2021 y 2022, “con el guion anterior las personas no entendían las salas, por lo que se planteó la posibilidad de poner a conversar a las cuatro colecciones y juntarlo con la participación de la gente”. El actual director, William López, lo puntualiza de esta forma: “Nos organizamos alrededor de temas; la idea es multiplicar el pasado en mediana y larga duración”.
En ese orden de ideas, hoy es común ver pinturas, esculturas, objetos como máquinas de escribir, junto a vasijas precolombinas o piezas de oro. Desde el museo plantean que el objetivo principal es que la disposición de las obras planteen diálogos sobre la sociedad. Y por eso el Himno nacional, en el tercer piso, según el guion, contrasta con el sonido de las marimbas de chonta del Pacífico.
En el segundo piso, ese ordenamiento de piezas con esa intención, es más notoria. Una vez se suben las escaleras, hay una especie de pared café que da la bienvenida a la sala 7 con el nombre ‘Memoria y Nación’. Un gran muro expone al fondo varias pinturas y algunas pantallas con videos de representaciones artísticas. “Es el muro de la diversidad”, dice un mediador en el lugar. La obra 29 llama la atención. —¡Es otro Botero! —exclama el visitante italiano. Se llama Coco y representa a tres mujeres palenqueras. Fue pintado en 1951, cuando el maestro apenas tenía 19 años.
Muro de la diversidad, en el Museo Nacional de Colombia. A la derecha, 'Coco' de Fernando Botero. La cuarta obra desde la izquierda, la 'Mulata cartagenera' de Grau. Foto:EL TIEMPO
Mientras él detalla la pieza, el irlandés y la colombiana ven dos obras, el retrato de la emperatriz Barrera de Groot, de 1894, y la Mulata cartagenera de Enrique Grau, de 1940.
Al otro lado del lugar, hablo con el turista belga. Está sorprendido por el David, de Miguel Ángel Rojas, una fotografía del soldado José Antonio Ramos desnudo, quien fue víctima de una mina antipersona y posa como el David de Miguel Ángel Buonarotti. La imagen está al lado del cuadro San Sebastián en las trincheras de Ignacio Gómez Jaramillo, de abril de 1951. La pintura, en su momento, fue interpretada como una crítica a La Violencia. En ella se ve al santo en medio de un alambre de púas y trincheras. “La muerte, la sangre y el conflicto ha formado parte no solo de la historia colombiana sino del mundo”, dice el texto curatorial. A la salida está expuesto el xilógrafo con el que se firmó la Constitución de 1991.
David, de Miguel Ángel Rojas, y San Sebastián, de Ignacio Gómez Jaramillo, en el Museo Nacional. Foto:Archivo EL TIEMPO
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En otra sala de la segunda planta, titulada ‘Tierra como recurso’, se encuentra la pieza más antigua del museo: la vasija encontrada en Puerto Chacho, cerca de Cartagena, que data del 3.100 a. C. y es de cerámica. Arqueólogos colombianos y ses la hallaron en 1988. En este sitio se expone la conquista, sus implicaciones y cómo se ha venido explotando el territorio desde hace más de 14.000 años. De hecho, al final del recorrido está la bandera negro, azul y rojo, con la palabra ‘Minería’ en amarillo, de Antonio Caro, el reconocido artista colombiano, que protagonizó dos de los episodios más potentes del la historia del Museo, en su debut como artista, en un Salón Nacional en los años 70, inundó la sala con una de sus piezas: el busto de sal de Carlos Lleras Restrepo en una urna de crista.. Y un par de años más tarde, cuando no fue itido por un critico en un Salón Nacional, le dio una soberbia cachetada y creó una obra de antología: ‘Defienda su talento’.
(A la izq.) Vasija de Puerto Chacho, el hallazgo más antiguo del Museo Nacional de Colombia Foto:Museo Nacional de Colombia
Otro elemento no menor que se expone son las campañas publicitarias adelantadas por el gobierno republicano a mediados del siglo XX para disminuir el consumo de chicha e impulsar las principales cervecerías del país. “Las cárceles se llenan de gentes que toman chicha” y “La chicha engendra el crimen; no tome bebidas fermentadas”, se lee en dos carteles.
Las otras dos salas son ‘Ser territorio’ y ‘Hacer sociedad’. En la primera se exponen todas las piezas que han ayudado a construir la identidad colombiana. Allí aparecen, por ejemplo, la primera transmisión a color de la televisión, algunas piezas de telenovelas, instrumentos musicales y representaciones campesinas.
En la segunda se muestran los acontecimientos que han llevado a consolidar la sociedad colombiana. Se incluyen los carteles de campañas políticas como la de Luis Carlos Galán, o de la Unión Patriótica. También un sofá incinerado del Palacio de Justicia y armas usadas en la década de los 80 y 90 durante la época de la violencia.
En esta sala, que fue abierta hace cuatro años, también se disponen piezas más recientes y curiosas, como el trofeo que le dieron a Luz Marina Zuluaga como primera miss Universo colombiana, en 1958, la camiseta que le dieron a Lucho Herrera como líder de montaña en el Tour de Francia de 1985, una chaqueta de cuero de los Flippers, un traje rosado hecho por Arturo Calle para la película Miami Vice de 1980 y la bandera del orgullo LGBTIQ+ que perteneció a Elizabeth Castillo.
Camiseta de Lucho Herrera, chaqueta de The Flippers y bandera LGBTIQ+ de Elizabeth Castillo, en el Museo Nacional de Colombia Foto:Museo Nacional de Colombia
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Del total de las piezas que tiene el Museo Nacional de Colombia, solo se exhibe el 6,3 por ciento y el 93,7 por ciento permanece en reserva. “Es algo aterrador”, exclama Elvira Cuervo de Jaramillo, una reacción en la que coinciden todos los expertos consultados para esta crónica.
El museo tiene que crecer y aumentar, preocuparse cómo extiende sus colecciones y cómo las muestra
Es una deuda que no se ha saldado. El Consejo Nacional de Política Económica y Social (Conpes), en 1994, aprobó la destinación de recursos para su ampliación. Pero desde entonces, todo ha quedado en el aire. Los predios de atrás del museo, hacia el costado oriental de la manzana, son de la Universidad Colegio Mayor de Cundinamarca y el Instituto Policarpa Salavarrieta. El acuerdo de hace casi tres décadas establecía la reubicación de esas instituciones y la adquisición de los terrenos necesarios por parte del Ministerio de Educación, y a Colcultura —como se llamaba el actual Ministerio de Cultura— que coordinara el concurso de diseño. Pero hasta el momento, no hay una respuesta clara.
“Lo han venido aplazando y ningún gobierno ha querido hacerlo”, dice Álvaro Medina. “Lo que se exhibe es muy poco y eso limita hasta las donaciones”, asegura el maestro Santiago Cárdenas. “Esto se les ha salido de las manos, el museo reserva muchas cosas importantísimas —como el uniforme de Simón Bolívar—, es algo que me ha dejado conmovida”, agrega Beatriz González. Muchas otras han sido llevadas a otros lugares, como una momia que tiene más de 800 años de antigüedad y ahora está en la Universidad Nacional.
Vista aérea del Museo Nacional. Al respaldo, hacia el costado oriental, los predios de la Universidad Colegio Mayor de Cundinamarca y del Instituto Policarpa Salavarrieta. Foto:Carlos Gustavo Suárez / Museo Nacional de Colombia
María Victoria de Robaya subraya otro punto: “No se trata solo de que existan piezas en reserva, porque eso pasa en todo el mundo, sino faltan espacios para lo que ocurre y no se ve, como los procesos de restauración y conservación; la ampliación ayudaría a tener un gran centro técnico”. Daniel Castro Benítez asegura que “la obsesión por solo ampliar el museo hacia el costado oriental no ha permitido ver otras posibilidades a tiempo que pueden ayudar a expandir el lugar”.
Juliana Restrepo lo pone de esta forma: “No es algo que dependa solo del Ministerio de Cultura. El museo necesita más espacio y eso causa que no haya áreas amplias para desarrollar actividades, no hay servicios adicionales ni un centro de restauración”. Según William López, el actual director, “se está cumpliendo una sentencia de un juez y estamos logrando que haya un avalúo de variables patrimoniales tanto del lote como del edificio”.
Eso se suma al histórico bajo presupuesto para el museo. Alguien diría que del hilo de dinero que se le da al sector cultural en el país, un pequeño remanente llega para los museos. “El museo tiene que crecer y aumentar, preocuparse cómo extiende sus colecciones y cómo las muestra”, señala Eduardo Serrano. Y agrega: “Los museos en los países desarrollados reciben una ayuda impresionante; aquí a la empresa privada le dejó de interesar el arte. Los museos se convirtieron en limosneros”.
Para Beatriz González, “los museos deben tener más dinero y más aportes del gobierno para hacer restauraciones; no solo se necesitan personas idóneas que lo manejen, sino dinero para ejecutar los programas”. Algo en lo que coincide Santiago Cárdenas: “Es una pena que el Estado contribuya muy poco. El Museo es gracias a unas personas adictas al arte que han dado su tiempo y su conocimiento”. Y María Victoria de Robayo añade: “Debería haber más estabilidad presupuestal”.
William López se refiere al asunto así: “En el marco de las asignaciones de presupuestos con la exministra Patricia Ariza se lograron 10.000 millones de pesos para este año, algo histórico. Además, nos dobló el presupuesto de Concertación y Estímulos”. Datos contrastados de este diario dan cuenta que si bien en comparación del año pasado hubo un aumento de tres puntos porcentuales, no ha sido el de mayor asignación. En 2014 hubo uno superior a los 18.000 millones, en 2006, uno cercano a esa cifra y en 2013, 2015, 2018 y 2021, por encima de los 11.000 millones de pesos.
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El tercer piso del Museo Nacional tiene una energía diferente. Es colorido. Pero es paradójico. Hace un siglo, en ese lugar estaban destinadas celdas de entre dos a tres metros cuadrados para recluir a presos. Y en varias de ellas metían hasta siete personas, según detalló en su libro Adolfo León Gómez.
En el centro, se estableció una especie de sala con la mirada panóptica del lugar. Antes estaba allí la paloma de la paz de Fernando Botero, pero con la llegada del presidente Gustavo Petro, se decidió llevarla a la Casa de Nariño. Como muchas otras piezas del museo, el objeto tiene una historia de ires y venires.
Los cuatro turistas se quedan mirando de forma fija una pintura a lo alto en particular. Es la muerte del General Santander, retratada por Luis García Helvia en 1841. “16 personas estuvieron con él”, dice el italiano. “Dos de rodillas, un sacerdote y uno que se ve bastante preocupado”, añade el irlandés. En palabras de Beatriz González: “Un cuadro maravilloso, donde se recoge un acontecimiento histórico, con detalles, los grandes amigos de él, un obispo y una sábana blanca amarillenta”.
Naranja de Fernando Botero en Museo Nacional de Colombia Foto:David López. EL TIEMPO
Esa obra comparte espacio con El refresco del mercado, de Andrés de Santa María, tal vez el primer gran artista colombiano, quien captó una escena en 1907 en el balneario de Macuto, cerca de Caracas; el retablo de los dioses tutelares de los chibchas, de Luis Alberto Acuña en 1938, y el Sueño rojo de Guillermo Wiedemann.
—Vean lo que hay allá —señala con el dedo el belga y queda hipnotizado. De frente está la sala ‘Ser y hacer’. Las otras dos del tercer piso aún no están abiertas al público. El hombre se refería a la imponente Naranja de Fernando Botero. Es una pintura que hizo en 1977 y guarda un detalle: entre la inmensidad de la fruta se asoma un diminuto gusano que se la está comiendo. —¿Está podrida? —cuestiona el turista.
El camino que conduce a esa pintura guarda otras obras como elColombia Coca-Cola de Antonio Caro, su obra más representativa. También se ven Los suicidas del Sisga de Beatriz González de 1967 y La anunciación de Andrés de Santa María de 1934. En lo que antes eran celdas, hoy hay “obras que cuentan historias”, explica un mediador, como la edición príncipe de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez.
Por una de las ventanas se ve uno de los jardínes, con un Juan Valdez, el mismo lugar que en la época del panóptico era usado como un sitio temible de castigos. “En poste de hierro clavado en la mitad de un patio, a flor de tierra. De la cabeza de ese poste salen tres gruesas cadenas de hierro, y una de estas la remachaba un herrero sobre el tobillo del preso, que permanecía allí, según su falta o la crueldad de sus verdugos, un día o dos, o tres o más, con sus noches, a la intemperie, girando alrededor del poste”, reseñó Adolfo León Gómez.
Colombia Coca Cola de Antonio Caro, en el Museo Nacional de Colombia Foto:David López. EL TIEMPO
La salida del museo es por la calle 29. Hay una pequeña tienda que vende recuerdos del lugar. —Quiero la camiseta con el Colombia de Antonio Caro —, dice el italiano. Y también las mermeladas de frutas y las pequeñas réplicas de las obras de Fernando Botero.
Ya sobre la esquina de la carrera séptima, el grupo de turistas, que se había conocido en la fila de las boletas, se despide. “Ojalá que los colombianos vinieran más a este sitio porque es maravilloso”, asegura el belga. “Un museo es una historia que jamás se acaba de contar”, añade el irlandés.
Y están en lo cierto. Ir a un museo es como un sorbo constante de cultura e historia. “Un pueblo ignorante es un instrumento ciego de su propia destrucción”, dijo Simón Bolívar. El Museo es un patrimonio que hay que proteger.