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Martín Caparrós, un rehén de su propio bigote

Reflexiones de un cronista excepcional que rebasa los géneros y desafía los formatos estereotipados.

Martín Caparrós nació el 29 de mayo de 1957 en Buenos Aires.  Entre sus libros se cuenta 'La pobreza', una enorme indagación sobre el tema.

Martín Caparrós nació el 29 de mayo de 1957 en Buenos Aires. Entre sus libros se cuenta 'La pobreza', una enorme indagación sobre el tema. Foto: Claudia Rubio / EL TIEMPO

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Las sandalias que calza este hombre vestido de negro vienen pisando kilómetros, miles de kilómetros, repetida y cotidianamente, patrias ajenas, cinco continentes, revoluciones, tantas historias, aunque mucho menos su patria más propia.
Pienso, mientras miro esos pies tan grandes, lo duro que soportaron por Pekín mientras andaba en bicicleta antes de salir el sol; o esa noche, en una playa del Cabo Haitiano, mientras jugaba a la mímica y hacía de vaca para representar la Vía Láctea; o de haber pisado Rusia mientras intentaba entender un cartel –en un idioma tan distante al sudaca– que informaba que en esa celda de San Petersburgo había estado preso, y a punto de ser ajusticiado, Dostoievski; o imagino cómo dio con una fonda en Pekín mientras escuchaba a tres chinos que le gritaban “Maradona, Maradona”, y entonces se impresionó de que un nombre, por esos días, se hubiera hecho estribillo en un país que ni conocía el tango. Por eso escribió, tiempo después, que los argentinos “no somos nada más o nada menos que la confusa nube de pedos que aureola la pierna izquierda del gran diez”.
Martín Caparrós nació el 29 de mayo de 1957 en Buenos Aires. A los 13 militó en grupos de izquierda; a los 18 (antes del golpe militar) se exilió en Francia y España y no fue sino en 1983 que volvió a la Argentina. A sus 29 años murió Jorge Luis Borges, a quien nunca antes quiso llamar por teléfono.
El señor Caparrós me pide que lo siga, y con prudencia lo sigo; no puedo dejar de mirarle los pies, su mayor atributo; la exactitud de los pasos, la manera de estar en todas partes y a la vez ser de ninguna.
Al señor Caparrós le ondea sobre su boca una borrasca de pelos blancos. Con el dedo índice y el pulgar de su mano derecha termina por pulir esas puntitas de su bigote.
Todo el resto de su rostro es pura metáfora.
El silencio, de por sí, es todo un estruendo, y su manera de romperlo es una viveza:
“Soy rehén de mi bigote”, me dice y sonríe casi resignado, orgulloso. Eso quiere decir tanto. O eso lo explica casi todo.
Cruza la pierna y me mira con sus ojos agudos como de una lechuza que ha mirado de tanto en tanto. Le digo que la vida no es más que lo que ya refirió Antonin Artaud, el poeta francés, hace bastante tiempo.
“¿Qué es?”, dice.
Que la vida no es más que arder en preguntas, le digo.
Su voz de grueso calibre ronca: “Muy pocos periodistas se hacen preguntas y en general hacen preguntas para no tener que hacérselas. Pero a mí me gustan los periodistas que sí se hacen preguntas”.
El señor Caparrós se cruza de brazos y entonces me cuenta que la idea de lo verdadero es muy complicada en la crónica: “¿Demasiadas aristas que sirven para qué?”, dice. “Para simular”, responde. “Yo prefiero la realidad de la verdad. Lo que se puede ver, escuchar, tocar”.
Los textos que más me interesan son aquellos que te hacen dudar sobre a qué género pertenecen
La verdad es un concepto ambiguo que se mezcla con la realidad y la mirada del autor. De saber qué es qué. De asumir una postura sobre lo real. De saber mirar lo verdadero y hacer de la crónica una verdad más global. Y hacer, con certeza, buena literatura.
“Yo creo que el problema con la verdad es, en estas cuestiones, cuando montas una escena en la que no hay ningún dato que le diga al lector que eso puede no haber sido así. Lamentablemente, muchos editores ni siquiera se dan cuenta de que ahí hay algún problema. Yo creo que los problemas de los diarios son más primitivos. Quiero decir que tienen miedo de publicar textos largos, que les parezcan complicados o textos desplazados con respecto a las tonterías que les gusta, en general, promocionar”. La noticia reina y “la crónica es lo menos que hacen los periódicos”.
“Hay editores pusilánimes que se creen que trabajan para un lector que no lee; para esa raza extraña que han inventado, y que por lo tanto hay que darle todo muy premasticado, predigerido, para que no se asuste, para que no huya. Por otro lado está el tema del espacio; se supone que hay que escribir corto o si no alguien va a tener miedo o va a gritar; pero, sobre todo, lo que yo suelo decir sobre la tentativa de muchos grandes medios es mantener un estilo plano para hacer como si no hubiera ninguna intermediación, como si no hubiera un ‘Yo’ que narra, un sujeto que está contando y por lo tanto para convencerte de que eso es la verdad, no una visión (una versión) sino la realidad. Para eso suelen eliminar, para empezar, la primera persona, y luego siguen con las marcas de la prosa que dirían que hay alguien contando. Confunden el contar en primera persona con el contar sobre la primera persona”.
El señor Caparrós carraspea, toma aire cuando le pregunto si somos irrespetuosos hacia el lector cuando decidimos armarnos un relato en primera persona.
“Escribir en primera persona es un gesto de honestidad en la medida en que pone en evidencia lo que los medios intentan ocultar. Detrás de cada texto hay alguien que lo escribe y que por lo tanto decide qué es lo que se va a contar, qué es lo que vale la pena ser contado y qué no. No para engañar a nadie. Sino porque no hay otra forma de producir un texto. Siempre va a haber alguien que decida. La tercera persona intenta hacer olvidar al lector que hay esa decisión y esa subjetividad. La primera persona lo que hace es poner en evidencia su subjetividad para no engañar al lector”.
Entonces, le pregunto, qué decimos cuando decimos crónica, reportaje, perfil. “Uno escribe, y –suelta una risa pícara– si alguien quiere ponerle una etiqueta que se la ponga a su cuenta y riesgo. Qué se yo. Hablan por ahí de reportaje, crónica, perfil, no sé qué, y yo ni siquiera sé cuál es cuál. De verdad, no sé. A veces he estado hasta como incómodo porque el otro día estaban hablando y yo no sabía qué era. No creo que me sirva para nada saberlo. Así que no me parece decisivo, interesante”.
Entonces es mejor no definir todo eso y olvidar –le digo– lo habitual, por estos tiempos, de levantar muros, poner fronteras en los géneros.
“Los textos que más me interesan son aquellos que te hacen dudar sobre a qué género pertenecen, porque tienen la suficiente ambigüedad, la innovación, la audacia como para no ser inmediatamente encasillados”. El señor Caparrós se acaba de apoyar sobre el sofá. Parece cansado. Y, entonces, después me dirá (se lo he preguntado) sobre la idea a la que él denomina Latinoamérica como un preconcepto: “Digamos, preconcepto en el sentido en el que uno lo enuncia, lo encarna, de algún modo, sin saber qué está enunciando y qué está encarnando, ¿no? Tú sabes que eres latinoamericano, yo sé que soy latinoamericano y qué coño quiere decir que somos latinoamericanos; ¿qué estamos diciendo cuando decimos eso? No me parece que esté para nada claro, y, sin embargo, ante cualquiera que nos pregunte diríamos, ‘ah, sí, yo soy latinoamericano’. A eso me refiero cuando hablo de preconcepto. Y tengo ganas de trabajar un poco para saber de qué hablamos cuando decimos eso: latinoamericanos”.
Se me ocurre preguntarle sobre los nuevos mecanismos de la política, si se quiere latinoamericana; el valor de la democracia, el comportamiento de los ciudadanos en una era en la que no se interesan, o quizá nunca estuvieron interesados, por los asuntos públicos.
“Yo creo que estamos en un momento evasivo –dice– en referencia a un proyecto político. No tenemos una idea demasiado precisa sobre cómo haríamos para cambiar una sociedad que muchos consideramos demasiado imperfecta. Y, como no sabemos cómo cambiarla, muchos creen que no hay forma de cambiarla; por lo tanto se resignan y dejan de buscar. Es como un círculo vicioso difícil de romper. Pero ha pasado distintas veces a lo largo de la historia y siempre termina por aparecer alguna nueva forma de pensar el futuro, de desear el futuro. Me parece que eso tarda. Yo te digo que, no sé, en cincuenta, en cien años, seguro habrá una manera de pensar sociedades distintas; a mí por lo menos no me intranquiliza porque de eso no me voy a enterar. Pero, junto con esas maneras, seguramente aparecerán las formas políticas de construir esa diferencia, que serán distintas a las que estamos acostumbrados a conocer; las que han sucedido en las últimas décadas o siglos”.
Estamos en un momento evasivo. No tenemos una idea precisa sobre cómo cambiar una sociedad que consideramos demasiado imperfecta
Por lo menos, los ciudadanos de este país son pasivos, y muy fríos, ante los asuntos públicos, señor Caparrós. “El problema es que es algo que no puedes imponer. No puedes obligar a nadie a educarse mejor. O interesarse por los asuntos públicos. Y todo el aparato cultural está puesto en función de conseguir lo contrario. No es fácil. No hay una idea de futuro clara hacia la cual puedan converger estos esfuerzos”. El señor Caparrós piensa, murmura: “Yo insisto –carraspea–, no hay razón para que esta vez no suceda; muy probablemente, esas nuevas ideas de futuro tengan mucho que ver con ciudadanos que decidan de algún modo tomar sus destinos en sus manos”. Pero, por estos días, los ciudadanos le huyen a la esfera pública; ¿o se sentirán excluidos?, le pregunto.
“Más que excluidos, están convencidos de que no tienen ninguna posibilidad de intervenir seriamente en ellos. No se les ofrece ninguna opción en la que tengan la sensación de intervenir de una forma decisiva”.
El señor Caparrós enreda sus dedos, de nuevo, sobre su viejo bigote.
“Las veces que he tratado de sacarme el bigote, el cual está próximo a cumplir 40 años conmigo, no funcionó. Pero sobre todo porque dejo de ser yo”, dice.
El señor Caparrós es un hombre solo. Llega solo. Camina solo. Espera en los aeropuertos solo. Se hospeda en los hoteles del mundo solo. El señor Caparrós, casi siempre, llega listo para irse, una vez más, solo.
Para él (lo leí en alguna parte), la crónica que le es más difícil de hacer es sobre la manzana en donde está su casa. Pero, al verlo como sombra que se iba, le recordé hace un rato que él ya había escrito esa crónica.
“Ah, sí, ¿por qué?”, me preguntó.
Porque usted es de ninguna parte, señor Caparrós. La manzana de su casa son los continentes, una guerra moderna, muchas historias, esas cosas; y, de pronto, el mundo es su única dirección.
“Es un buen intento”, me dice, “pero no me lo creo”.
FELIPE MARROQUÍN
PARA EL TIEMPO

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