Mientras ganan espacios en la vida diaria las ultrarrápidas máquinas de espresso y de cápsulas, las cafeteras automatizadas, las infusiones instantáneas y los veloces soplos y sorbos de los ciudadanos apurados, en este pequeño y arborizado local, situado en el barrio Laureles, en el norte de Armenia, capital de Quindío, beber café es un asunto lento y armonioso, porque el aroma y el sabor son también arte e imaginación.
El anfitrión y creador de la mini-tienda es Daniel Toro López, nacido hace 32 años en el antiguo barrio El Nogal, de Armenia, entonces rodeado de cafetales, guaduales y quebradas, y poblado de insectos, aves y coloridas mariposas. Este entorno silvestre era, prácticamente, el jardín de su casa, donde durante su infancia tallaba madera, hacía aviones de papel, y estiraba y recogía trozos de plastilina hasta convertirlos en figuras seductoras. “Vivía más de mi imaginación que de la realidad, como todo un Tom Sawyer”, dice Toro, refiriéndose a las aventuras de aquel inquieto chiquillo retratado por el estadounidense Mark Twain.
El escenario del colegio al que asistió, el International Bilingual School of Quindío, resultaba ser muy similar al de su casa, porque los maestros lo recibían con ordeño de vaca y una trepada al árbol de pomarrosa. Al bajar a tierra, correteaba entre caballos, conejos y vacas antes de entrar a clase, no sin antes inhalar el aire fermentado de una finca cafetera vecina. Este olor se fijó en su memoria. Como Toro pedía insistentemente que le dejaran pintar este multiforme paraíso, su familia lo complació con materiales, pinceles y pinturas. Y a los 13 años lo matriculó en el Instituto de Bellas Artes.
Ya de adulto joven –sediento de desarrollar nuevas ideas y un estilo propio–, se marchó a Buenos Aires para estudiar una licenciatura en publicidad ofrecida por la Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales (Uces).
Sin embargo, pronto tomó conciencia de que había más vida en la calle, y recorrió a pie, en transporte público y en bicicleta todos los rincones porteños más interesantes, incluidos teatros, museos, galerías y salas de concierto. Incluso, recibió clases de pintura con figuras rutilantes como Sebastián Mesa, Claudio Gallina y Georgina Ciotti.
Viñedos y cafetales
Todos los procesos del café son lentos. Cuidar de la planta implica tiempo;
la cosecha y los trabajos en el beneficiadero exigen duración y meticulosos cuidados
Al visitar la ciudad de Mendoza, la cultura del vino lo atrapó. De alguna manera, los viñedos argentinos eran como los cafetales de su tierra. Las parras, además, brotaban a los pies de la cordillera de los Andes, esa misma que se levanta alrededor de su patria chica, unos 6.600 kilómetros más al norte.
Toro notó que los viticultores mendocinos vivían, no de espaldas, sino de cara a las empinadas cumbres, y en o visual con los pliegues de las rocas, los colores cambiantes de la vegetación y el cuidado de los frutos. Tomó nota de la importancia de saborear lentamente los vinos como sendero obligado para apreciar las insinuaciones frutales, especiadas, florales y minerales de cada copa. Y también el vino como detonante de conversaciones, pausas, risas, guiños y abrazos.
Al regresar a Armenia encontró en los cafés de especialidad una explosión de estímulos, que de inmediato los incorporó a su forma distintiva de ver y sentir el arte y el mundo. Todo lo embrujaba: desde el perfume de las flores de azahar en los cafetales hasta el olor cambiante de las fermentaciones en los beneficiaderos, desde los humillos del tueste hasta el cambiante color de la almendra por acción de la llama, desde el o del grano molido con el agua hasta el estallido de aromas y sabores en la taza.
“Cuando uno se adentra en todas estas transformaciones, el café es, en mi sentir, un hecho poético”, susurra Toro. Dice que un café siempre invita a tomarse el tiempo para reflexionar, cuestionarse y alimentar el pensamiento. Por eso definió su café con una frase: “El sabor de la imaginación”.
Cuando alguien le pregunta por qué no ofrece bebidas en máquina de espresso, responde: “Busco que los clientes no pidan un café a las carreras y se vayan; nos gusta que se queden, que pregunten por lo que se están bebiendo, que se involucren en las historias alrededor de su elección”.
Sin embargo, para no quedarse por fuera del radar, el latte y el capuccino de Del Toro Café Especial se preparan a mano, con la ayuda de un pequeño espumador. Pero siempre la base es un café filtrado, proveniente de cultivos sostenibles, bajo sombra, y de pago justo.
Que los filtrados se demoran, nadie lo cuestiona. Pero Toro apunta: “Todos los procesos del café son lentos. Cuidar de la planta implica tiempo; la cosecha y los trabajos en el beneficiadero exigen duración y meticulosos cuidados. Entonces, debemos replicar este ritmo en una taza de café”. Y añade: “Cuando uno se comporta de manera pausada, se abren nuevas puertas para percibir la vida”.
Testimonio pictórico
Su conexión con la montaña y su tristeza por el paso arrasador del asfalto y del concreto en la Armenia de su niñez lo han llevado, por un lado, a dejar testimonio pictórico y fotográfico de los coloridos plumajes que adornan el bosque húmedo de la cordillera Central. Y para la capital ejecuta un plan de reforestación financiado con un porcentaje de las ventas de sus cafés y de los ingresos recibidos por todos aquellos proyectos en los que participa.
Uno de ellos es el exquisito folleto de Aves del Quindío, pintadas al óleo por Toro, para el cual se asoció con biólogos y ornitólogos como Daniel Escobar y Camilo García. El alcance del proyecto, que incluye doce especies, recibió el apoyo de la fundación estadounidense Audubon Society, una de las más reconocidas internacionalmente en el campo de la protección de aves. Y también contó con la contribución de un grupo local de amantes del arte, incluido un taller de motos.
Este ejercicio le dejó un alud de fotografías y trazos que le sirvieron a Toro para atender el llamado de otro amigo suyo, José Julián Giraldo, de Café 1959, quien debía enviarle un regalo especial a un jeque árabe cliente suyo. Giraldo quería un detalle fuera de serie. Y a Toro se le ocurrió un ave pintada con tinta de café. Ambos se encerraron a estudiar variedades de arábigos, lo mismo que niveles de tueste y densidad de la infusión. Encontraron, finalmente, una emulsión que no solo le permite a Toro elaborar trazos, sino fijar la imagen en el papel.
Posteriormente, recibió otro encargo de la Federación Nacional de Cafeteros para pintar 130 obras que recogen buena parte de las aves endémicas de Caldas, Risaralda y Quindío. Para Toro, fue un nuevo comienzo en su constante búsqueda creativa. Sobre este punto, dice: “Pintar con tinta de café, una bebida tan cotidiana, se ha convertido para mí en una nueva forma de arte para el mundo”. Por algo le gustaba descifrar los cunchos de sus cafés mañaneros.
El asombroso proyecto de vida de Toro es difícil de enmarcar en una categoría. Por eso le lancé esta última pregunta: ¿cómo esperaría que lo recuerden? “Como un artista comprometido con su territorio, que busca darle a la caficultura un giro de sensibilización poética. Y mis pequeños espacios los concibo como lugares de bienestar para las generaciones que vendrán después de la mía”.
HUBO SABOGAL
PARA EL TIEMPO