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Mi vida luego de que me 'partieran' la mandíbula en cuatro partes
Quiero contar cómo sobreviví tras una cirugía maxilofacial, el reto que me tomó medio año superar.
Me separaron los maxilares del resto de la cara. Foto: Nicolás Cortés / EL TIEMPO
“Colócate los aparatos porque se pueden empeorar los dientes y te tendrían que operar”, decía mi mamá, odontóloga, cuando comencé mi historia con la ortodoncia.
Luego de varios años en tratamiento y un buen tiempo con brackets me tuve que enfrentar a la dichosa cirugía, no sin antes ‘alambrarme’ los dientes nuevamente por un par de años.
Soy Nicolás y hace cinco meses tuve una cirugía ortognática con condilectomía, es decir, me partieron la mandíbula en cuatro partes y me quitaron un pedazo de hueso.
¿Mi cara no era normal?
Luego de conseguir unos dientes perfectamente alineados y una mordida excelente cuando estaba en décimo, mi mandíbula empezó a desviarse hacia el lado izquierdo a pesar de usar muy juiciosamente los retenedores.
En principio, la ortodoncista intentó contener el desplazamiento con una especie de protuberancias en los retenedores, pero eso no funcionó.
Pasó el tiempo y la desviación se hizo más evidente. Cuando iba por la mitad de mi carrera, fui al odontólogo de mi EPS, que me mandó a una nueva ortodoncista.
De ahí fui remitido al cirujano maxilofacial que me mandó una serie de exámenes y confirmó lo que esperaba: era necesario operar. Esto se debía a que mis cóndilos estaban creciendo, pero uno crecía más que el otro.
Regresé con la ortodoncista para que me colocara brackets, cuyo fin no era devolverme la mordida perfecta, sino prepararme para la cirugía. Pasaron dos años, que me parecieron una eternidad porque no veía la hora de ser operado, hasta que llegó el día del control en el que me dijo: “creo que estás listo. Te voy a mandar cita con el cirujano para que te mire”.
Efectivamente fui, me mandó nuevamente los exámenes que me hice en un principio y me dio la orden para la cirugía. “¡Al fin voy a salir de esto!”, me dije sin saber que solo había agenda para la operación cinco meses después. Era octubre de 2017.
El 10 de marzo de 2018 llegué junto a mis papás a la Clínica Colombia sobre las 6:15 a.m. Me coloqué la bata que me dieron, guardé mi ropa en una maleta, me canalizaron y me pusieron en una silla de ruedas. A las 7:00 a.m. fui llevado hasta la sala de cirugías, donde me esperaba un equipo de especialistas y asistentes encabezado por mi cirujano.
Me recosté en la camilla, me pusieron unas medias especiales, me taparon y con una máquina de afeitar me rasuraron la patilla derecha, pues por ese lado iban a abrir mi oreja para extraer una parte del hueso. Me colocaron una máscara para aplicar la anestesia y lo último que recuerdo fue un “vas a sentir un leve mareo”. Me noqueó en un santiamén.
En resumen, me separaron los maxilares del resto de la cara para acomodar la línea media y me recortaron el exceso de cóndilo que había empujado mi rostro hacia la izquierda.
Días antes de la cirugía hice esta animación en 3D solo para asimilar un poco mejor lo que me iban a hacer (la cirugía no está fielmente recreada)
A mí me gusta bromear con que tengo una boca con taches
Anteriormente, a los pacientes que se sometían a esta cirugía los dejaban con la boca amarrada con ayuda de unos pines (una especie de alambritos) adicionales a los brackets y que los colocan un mes o un poco menos antes de la cirugía. Ahora, los pines solo son necesarios durante el procedimiento, ya que los huesos fracturados los sostienen con tornillos, que en mi caso me acompañarán para toda la vida.
He escuchado de personas que tienen la opción de sacárselos, pero no sé qué tan cierto sea esto o qué tan dispuesto se esté a que lo vuelvan a abrir; a mí me gusta bromear con que tengo una boca con taches.
Como medidas posoperatorias, el paciente debe usar una mentonera, debe estar en cama con la cabeza levantada y, por su puesto, no se puede voltear, siempre boca arriba.
Por los efectos de la cirugía, el paciente pierde buena parte de la sensibilidad y la movilidad en una parte de su rostro. Esto se debe a que el cirujano abre cerca de terminaciones nerviosas de la cara, en su mayoría netamente sensitivas, menos una que es motora y que pertenece al trigémino. Pero no es para alarmarse, con el tiempo se recupera.
Encerrado y limitado
Hace cinco meses tuve una cirugía ortognática con condilectomía. Foto:Nicolás Cortés / EL TIEMPO
Si hay algo que detesto en esta vida es sentirme encerrado o limitado. Pues bien, lo que odiaba me acompañó en esos primeros minutos de recuperación.
Al despertarme mi cara estaba tan hinchada que me costaba hablar, me dolía una nalga (seguro estaba mal acomodado o muy cansado) y no me podía recostar. Empecé a sentirme ahogado, rompí el caucho que sostenía la máscara de oxígeno, no tenía nadie conocido y quería cambiar las compresas que tenía a lado y lado de mi cara, pues una de las recomendaciones para controlar la inevitable hinchazón era poner frio permanentemente durante los primeros tres días.
No sé cuanto tiempo pasó hasta que dejaron pasar a mi mamá. Tenía mucha sed y por eso lo primero que le pedí fue agua. Salió y entró de nuevo con una botella y un pitillo, que me costó introducir en mi boca porque no sabía dónde estaba ni qué proporciones tenía.
Parecía que me hubiera enfrentado a Muhammad Ali y que me hubiera golpeado sin piedad
Mi expectativa era beber una buena cantidad que refrescara toda mi boca y garganta, la realidad fue que solo conseguí que un par de gotas mojaran mi lengua luego de hacer mucho esfuerzo para succionar el agua de la botella. Exploté, no aguantaba más y me puse a llorar del desespero.
Luego le dijeron a mi mamá que no podía estar más, que se acababa el tiempo de visitas y que yo me quedaba en observación porque supuestamente la lengua se me podía hinchar y me podía atorar con ella.
Cuando fui llevado en mi camilla a la que sería mi habitación mucha gente me miraba con sorpresa, yo ignoraba lo mal que me veía hasta que tomé mi celular y encendí la cámara frontal para verme. ¡Dios! Parecía que me hubiera enfrentado a Muhammad Ali y que me hubiera golpeado sin piedad.
Ya en habitación estuve con mi papá y mi novia. No quería hablar, ni siquiera intentarlo. Me sentía aturdido, cansado, maltratadísimo. Como no se me entendía casi nada opté por comunicarme con el lenguaje de señas con mi pareja y para comunicarme con mis papás escribía en el celular.
Mi primera comida fue una crema de pollo, una vaso de gelatina y un jugo de tomate. Fue un desastre, mi novia me tuvo que cucharear todo.
Buena parte de la comida que entraba, salía porque no lograba cerrar la boca por completo. Por eso me tocó colocarme toallas a modo de babero.
Esto ocurrió durante el primer mes.
Primera noche
Lo que viene a continuación es una descripción netamente subjetiva de mi experiencia en la clínica. No fue mala, para nada. Pero el cerebro me jugó una mala pasada.
Mi papá se quedó, gracias a Dios. Él estuvo pendiente del cambio de mis compresas, de llevar las que estaban calientes hasta el congelador y, lo más importante, acercarme la riñonera cuando necesitaba expulsar algo.
Por un lado, suelo tener congestión nasal; por otro, la cirugía corrigió la desviación que mi nariz había sufrido por culpa del bendito cóndilo, así que tenía unos cuantos coágulos de sangre que necesitaba escupir, pues durante la recuperación uno no se puede sonar para no empeorar todo.
En otras palabras, si uno se suena, se infla la cara. Por eso es que cada tanto el paciente debe hacerse lavados con una solución especial y una jeringa. Pero más allá de esto, en medio de la noche llegó lo que más temía: ganas de vomitar.
Me despertaba cada hora y sentía un malestar terrible, pero me negaba si quiera a pensar en vomitar. Pero, cuando me dieron esas ganas, ya no había retorno, ni control. A duras penas mi papá logró alcanzarme la riñonera. Luego de eso, que resultó menos traumático de lo que creía, pude descansar mejor.
Al día siguiente empecé a caminar pequeñas distancias, tenía que ir acompañado por alguien, pues me podía marear y caer. Además, tenía que lavarme muy bien la boca con solución salina, un cepillo de dientes de bebé para no lastimarme y un enjuague especial.
Al tercer día, me dieron salida y por fin pude descansar en casa. Me pude bañar, protegiendo el vendaje que había en mi oreja derecha y estar con la tranquilidad de que mis papás estaban cómodos y comiendo bien, sin el estrés y todas las dificultades que supone el estar más de 12 horas en una clínica.
Mis primeros días fuera de la clínica
Espero mi experiencia sea útil para quienes al igual que yo se enfrentaron a esta cirugía. Foto:Nicolás Cortés / EL TIEMPO
Me alimentaba con cremas, sopas con carne y papa en polvo o pan derretido. Luego fui integrando comidas normales, pero muy bien trituradas, hechas puré. Por cierto, nada de lácteos durante las primeras dos semanas para evitar infecciones.
Al cabo de una semana el cirujano me volvió a ver y me quitó los vendajes y los puntos de mi oreja derecha, y la mentonera. A las dos ya salía a la calle y ya había vuelto a participar en la iglesia en la que ayudo cantando.
Era Semana Santa y sabía que no podía perderme el Triduo Pascual, pero era consciente que no podía asumir por completo el canto. Cuando me sentía demasiado cansado, daba un paso al costado. ¿Qué sentía? Un dolor hacia el lado izquierdo de mi cara, nada grave o agudo, pero era imposible ignorarlo.
Otra cosa ‘maluca’ era que chorreaba baba mientras cantaba y, como no sentía nada, era muy incómodo mandarme la mano a la cara y sentirla empapada.
Al mes, me quitaron la mayoría de los puntos que tenía y me cambiaron a dieta blanda. A su vez, me reintegré al trabajo y me explayé explicándole a mis compañeros qué era lo que me habían hecho y por qué me veían tan diferente (algunos ni me reconocieron la primera vez que me vieron).
Al mes y medio, empecé a comer cosas más sólidas y al segundo mes todo empezó a normalizarse, aunque notaba que no tenía la misma fuerza para morder. Por ejemplo, para comer una tostada me tocaba morderla varias veces hasta lograr romper el pedazo.
Chorreaba baba mientras cantaba y, como no sentía nada, era muy incómodo mandarme la mano a la cara
Poco a poco empecé a levantar la ceja y recuperé la sensibilidad en buena parte de mi cara, era toda una pequeña victoria para mí.
Ya han sido cinco meses después de la intervención y mi cara ha vuelto a la normalidad, respiro mejor gracias a la corrección en mi nariz y me siento bien conmigo mismo (ya no le tengo tanto fastidio a las cámaras).
Ahora, no veo la hora de que me quiten los brakets para siempre, y no está lejos de pasar. Es probable que me los quiten antes de fin de año, octubre suena como el mes de la dicha.
¿Qué pasaba si no me operaba?
Básicamente, la desviación de mi cara iba a empeorar, en algún momento podría comenzar a presentar dolores en la articulación de mi mandíbula y no se descartaba que en algún momento se me pudiera desencajar.
Recuerde que podrá leer una historia diferente todos los martes. Si quiere compartir su testimonio con nosotros puede escribirnos al correo [email protected].
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