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Entrevista BOCAS con Juan Luís Mejía, el rector saliente de Eafit
El antioqueño conversó con BOCAS de la bohemia, la cultura, el río Cauca y su gestión en Eafit.
Juan luis Mejía, exrector de Eafit Foto: Felipe Loaiza
El 16 de junio de 1995, el entonces director de Colcultura, Juan Luis Mejía, se salvó de morir en un atentado contra la sede del Congreso en Bogotá. Cuando iba entrando al debate definitivo a la Ley General de Cultura, tuvo que devolverse a pie por un documento que se le quedó en la oficina. Atravesó la Plaza Núñez, que comunica con el patio de armas de la Casa de Nariño, y segundos después oyó la terrible explosión. Mejía, que había conocido la violencia del narcotráfico en su natal Medellín, sintió que la vida le estaba dando otra oportunidad y a partir de ese momento redobló sus esfuerzos por lograr la aprobación de la ley que, dos años después, transformaría la institucionalidad cultural del país con la creación de su propio ministerio.
Mejía Arango nació en Medellín en 1951, pero como él mismo dice, “mis autores no se ponen de acuerdo. La cédula dice que el 3, pero en casa me celebran el 4”. Estudió en el colegio San Ignacio y creció en el barrio Conquistadores, jugando ese partido de fútbol infinito en el que todo niño levanta alguna vez la Copa Mundo. Era tal su pasión por el fútbol y por el DIM, su equipo del alma, que una vez se voló a jugar recién operado de apendicitis. Además del regaño, tuvo que guardar cama por un mes: fue ahí cuando su mamá, doña Mercedes Arango, aprovechó para engancharlo a la lectura sin saber que con ello marcaría el rumbo de su vida.
Se graduó de abogado en la Bolivariana para darle gusto a la familia, pero su verdadera vocación estaba en el mundo de la cultura, al que llegó por los talleres literarios que organizaba en la Biblioteca Pública Piloto, donde conoció al legendario escritor Manuel Mejía Vallejo, uno de sus grandes amigos y mentores. Fueron los años del encandilamiento intelectual y la bohemia. Ya para entonces, estaba casado con la abogada Luz Stella González, “la Mona”, el gran amor de su vida desde hace 50 años.
En 1979, asumió la dirección de la Piloto, y de ahí en adelante ocupó, entre otros cargos, los de secretario de Cultura de Medellín, director de la Biblioteca Nacional de Colombia, director de Colcultura y, por último, el de ministro de Cultura en el Gobierno de Andrés Pastrana. Como director de la Cámara Colombiana del Libro, en 1987, fue uno de los artífices de la creación de la Feria del Libro de Bogotá, uno de los eventos más importantes del sector editorial y literario en Latinoamérica.
A comienzos de esa década, se ganó una beca para estudiar gestión cultural en Brasil, un viaje que para él fue definitivo. “Ahí aprendí mucho sobre cómo gestionar instituciones culturales y, en ese sentido, pasé de tocar de oído a tocar por partitura”, recuerda. Desde entonces, Mejía consolidó una carrera como uno de los especialistas más respetados de Iberoamérica en materia de políticas culturales.
Una de sus grandes apuestas como ministro de Cultura fue Diálogos de Nación, una iniciativa que propició encuentros en todo el país alrededor de la diversidad cultural con un enfoque local y regional. Al terminar su gestión fue nombrado cónsul en Sevilla, España, y de ahí pasó a la embajada de Colombia en Madrid como ministro plenipotenciario. Allí estrechó su amistad con el escritor Álvaro Mutis, quien le dedicó uno de sus libros.
Yo siempre he dicho que en la vida hay dos momentos muy importantes. Uno es cuando uno aprende a leer, que es un momento muy distinto a la noche en la que uno se vuelve lector
Su salto a la rectoría de Eafit, cargo en el que duró 16 años –y del cual se acaba de retirar para dar paso a Claudia Restrepo Montoya, la primera mujer en ocupar esa posición en 60 años–, dejó una profunda transformación en esa institución académica: ampliación de la oferta académica con apertura de 6 doctorados, más de 30 maestrías y 8 pregrados; 98 por ciento de los profesores con título de maestría o doctorado; universidad de Colombia con el promedio más alto entre número de grupos de investigación (44) y patentes obtenidas (58); estímulos permanentes a las actividades culturales entre las que se destacan la Orquesta Sinfónica y un amplio catálogo editorial.
Con todo, el mayor orgullo de Mejía es haber convertido a Eafit en un enorme jardín sembrado de orquídeas y árboles que hacen del día a día en el campus una invitación al encuentro. Ahí están plasmadas su pasión por la naturaleza y su necesidad de resolver la vida “viajando a pie”, como diría Fernando González; porque si algo le gusta es caminar hablando con estudiantes y profesores. No solo desde lo académico, sino también desde lo arquitectónico y lo natural, “Eafit es la gran obra de Juan Luis”, como dice José Alberto Vélez, expresidente del Grupo Argos, otro de sus grandes amigos.
Al dejar el cargo –que le valió el Premio Vida y Obra que le entregó el Ministerio de Educación Nacional–, Mejía pasará más tiempo en su casa del suroeste antioqueño, rodeado de orquídeas, caminando con sus perros y hablando con el río Cauca, su confidente desde hace años. Ya tiene esbozadas algunas reflexiones sobre la educación y un texto sobre la minería del siglo XIX como eje del desarrollo cultural en el norte de Antioquia. “Juan Luis ha sido, quizás junto a Jorge Orlando Melo, el intelectual más importante de su generación”, dice David Escobar, director de Comfama. Lo mismo que el señor Palomar, ese hermoso personaje de Calvino, es un hombre que mira con fascinación el milagro de la vida. Y por lo mismo, tiene muchas y asombrosas historias que contar.
¿Cómo fue eso de que una cirugía lo sacó del fútbol y a partir de entonces se volvió un “vago ilustrado”?
Así fue [risas]… De niño me dio apendicitis y tuvieron que operarme. Cuando volví a la casa, yo viendo ese partido de fútbol infinito no me aguanté las ganas y me volé a jugar un día que mi mamá salió. Ahí se me abrió la herida y se infectó. Me dejaron un mes en reposo y mi mamá, para tenerme quieto, me puso a leer. Me llevó una enciclopedia de la Primera Guerra Mundial y otros libros como María, de Jorge Isaacs y Miguel Strogoff, de Julio Verne.
Y así fue que se enamoró de los libros…
Absolutamente. Yo siempre he dicho que en la vida hay dos momentos muy importantes. Uno es cuando uno aprende a leer, ese momento en el que uno descifra el uso de las 27 letras del alfabeto, que es un momento muy distinto a la noche en la que uno se vuelve lector. Yo me hice lector con Julio Verne porque llegó una noche en la que no podía irme a dormir sin saber qué iba a pasar con la historia de Strogoff, no estaba tranquilo sin saber cómo terminaba. A partir de ese momento, lo que uno hace por el resto de su vida es tratar de regresar a lo que sintió en esa noche, volver siempre a la noche del asombro, tratar de recuperar en las librerías o en las bibliotecas la fascinación por ese libro que no te deja dormir, ese libro que no puedes ni quieres soltar.
Juan Luis Mejía, exrector Eafit. Foto:Felipe Loaiza
Yo siempre he dicho que soy un paisa sin ánimo de lucro
¿Y cuál es ese gran libro que lo marcó y al que siempre vuelve?
Yo creo que en la vida uno va acumulando una larga “bio-bibliografía”… Los dos primeros libros que me marcaron y que me volvieron lector fueron María y Miguel Strogoff. En la adolescencia, aparece Hermann Hesse, sobre todo Demian y por supuesto El lobo estepario.
¿Es verdad que fue hippie de pelo largo en la universidad?
Eso fue en los setenta. Mi papá era el vicerrector de la Bolivariana cuando empecé a estudiar derecho y una vez me agarró el monseñor Félix Henao, el rector, y me dijo: “Vea, Mejía, si usted no tiene para cortarse el pelo aquí le doy para la peluquería”, y me entregó veinte centavos… O sea que sí fui un hippie, pero un hippie subsidiado.
Además, su mamá, doña Mercedes, le patrocinaba todo…
Mi mamá era la más alcahueta. Apenas yo salía de vacaciones agarraba un morral parecido a esos que usan en el ejército y me iba para San Agustín o al suroeste antioqueño. Me iba de mochilero. Recuerdo que me fui hasta Providencia detrás de Gonzalo Arango, pero cuando llegué él ya se había regresado.
¿Por qué estudiar derecho si lo suyo iba más por el lado de la cultura y las humanidades?
Mi papá era abogado y fue fundador de la Bolivariana. Yo igual me presenté a antropología y a sociología, pero al final pesó más la influencia familiar. Tuve suerte de que la entrada a mi facultad estaba comunicada con la facultad de filosofía. Ahí conocí a Guillermo Escobar Herrán, un magnífico profesor de filosofía y literatura.
Junto a su gran amigo Jaime Arrubla, quien llegó a ser presidente de la Corte Suprema de Justicia, abrieron una oficina de abogados, pero usted no aguantó mucho ahí porque era muy malo para cobrar…
¡Uy, sí! [risas]… Jaime era abogado desde chiquito, mientras que yo no sabía si era hippie, abogado o literato, en fin, yo era una mezcla bien rara. Pero fíjate que no me iba mal como abogado, sobre todo en derecho penal, porque leía los expedientes como si fueran novelas. El problema es que yo no sabía cobrar los honorarios y así sí era muy difícil dedicarme a litigar. Yo siempre he dicho que soy un paisa sin ánimo de lucro.
Sí. Recién me había casado cuando me salió un trabajo como abogado en una asociación de transporte de carga. En esa época había muchos asaltos de piratas terrestres tanto en la vía de Cali a Medellín, como en la vía de Medellín a la Costa. Mi trabajo era irme con la policía y con los detectives del F-2 persiguiendo camiones robados por todo el país. Así conocí buena parte de la geografía colombiana, pero no andando por las troncales pavimentadas, sino por las trochas. Hoy recuerdo eso como una locura, pero me sirvió para conocer otra Colombia y aprender de la precariedad con la que opera la justicia en los pueblos.
Su primer cargo, ahora sí en el ámbito cultural, fue en la Biblioteca Pública Piloto de Medellín. ¿Cómo fueron esos inicios?
A mi papá creo que le dio un infarto cuando renuncié al área jurídica de Coltejer, donde estaba trabajando, porque eso era como desechar un seguro de vida para irme a vivir de la gestión cultural. Pero yo me fui para la Piloto en 1979. Fueron casi cuatro años muy felices. Empecé organizando talleres literarios.
Juan Luis Mejía, exrector de Eafit Foto:Felipe Loaiza
Esos talleres quedaron en manos de Manuel Mejía Vallejo, ¡y de la bohemia!
Así es. Alrededor de Manuel se reunió un grupo de escritores no solo de Medellín, sino de otras ciudades como Cali, Manizales y también del Caribe, incluyendo a don Germán Vargas, Fernando Cruz Kronfly y Carlos-Enrique Ruiz. Estar ahí en medio de una bohemia tan brava era maravilloso. Fueron años de un despertar intelectual inacabable. Manuel me adoptó como su hijo. Incluso en su último libro publicado, Sombras contra el muro, hay una dedicatoria que dice: “A Juan Luis, el otro hermano menor”. Él me echaba mucha cantaleta cuando estábamos enfiestados porque quería que yo me dedicara a escribir. Me decía “por andar burocratiando no vas a hacer nada en la vida, maestrico”. En ese último proceso creativo, cuando él estaba metido en la reconstrucción del mundo de los herreros antioqueños, pasábamos unas noches mágicas en Ziruma tertuliando frente a su chimenea y siempre lo escuchaba hablar no solo de una novela, sino de la que vendría y de la que seguía después de esa. Manuel se iba metiendo cada vez más en los recuerdos. Cuando terminó La casa de las dos palmas editamos la novela en Planeta, donde yo estaba trabajando, y él se la dedicó a Álvaro Mutis, que fue gran amigo suyo. Mandamos los libros a los jurados sin decirle nada y cuando se ganó el premio lo acompañamos a Caracas a recibirlo. Fueron unos días así como nebulosos porque andábamos a media caña. Gustavo Vasco estaba de embajador y le hizo a Manuel un recibimiento muy especial. Además, tenía el mejor ron que se hacía en Venezuela.
Gracias a Mejía Vallejo usted se lanzó como libretista de televisión…
Manuel fue alguien muy importante en mi vida. Tuve la fortuna de estar cerca del proceso de creación de La casa de las dos palmas, y cuando se hizo la versión para televisión trabajé con Martha Bossio en la construcción de los libretos. Manuel dijo “yo ya escribí la novela, ahora que Mejía se encargue de la televisión, él sabe cómo fue todo”.
Recién casado me salió un trabajo como abogado. En esa época había muchos asaltos de piratas terrestres. Mi trabajo era irme con la policía persiguiendo camiones robados por todo el país
¿Recuerda alguna anécdota con el presidente Betancur, por cierto, un hombre muy entregado a la cultura?
De la biblioteca me fui a trabajar a la Subdirección de Patrimonio de Colcultura. Recuerdo que estábamos restaurando la iglesia de Santa Clara, el Museo Colonial y el Palacio Echeverry, y parece que desde el baño de la Casa de Nariño, donde el presidente se afeitaba, él iba siguiendo los avances. Un domingo me llamó temprano y me dijo: “Usted no va a terminar esas obras. Le voy a mandar a mi edecán y usted le va a rendir informe diario del avance de esas obras porque si no es así, usted no me va a terminar eso”. Entonces yo tenía que rendirle informe al edecán del presidente todos los días. De hecho, el último acto de gobierno del presidente Betancur fue la inauguración del Museo Colonial, el 6 de agosto, a las 6 de la tarde. Casi no la logramos…
Hablemos sobre los debates de la Constituyente que llevaron a la redacción del bloque cultural de la Constitución del 91. ¿Cómo fue esa discusión?
Muy interesante porque se debatió mucho el papel de la cultura en nuestra sociedad. María Mercedes Carranza y Juan Manuel Ospina fueron grandes protagonistas. Como constituyente, María Mercedes fue quien hizo incluir esos tres artículos, 71, 72 y 73, fuera del artículo 7º. También participaron Marta Elena Bravo, Rogelio Salmona y Jesús Martín Barbero, todos aportando distintas miradas. Creo que un punto esencial fue ligar la cultura a la construcción de nación, algo impensable bajo la Constitución de 1886. El sueño de construir un nuevo país desde la cultura quedó plasmado en la Carta del 91 y fue un momento importantísimo en la historia de Colombia. Nuestra Constitución avanzó muchísimo, pero después como que nos dio miedo seguir adelante en esa construcción y reconocimiento de un país multicultural y diverso.
¿Por qué si avanzamos con la Constitución del 91 seguimos siendo una sociedad tan violenta y polarizada?
El impulso que traíamos del 91 se ha venido fatigando no solo aquí, sino en otros países latinoamericanos, que avanzaron mucho en materia de constituciones culturales porque no se ha avanzado mucho legislativamente. Esa profundización desde lo legislativo en ese Estado diverso que implica derechos y obligaciones no se dio. Es la Corte Constitucional la que ha dotado de contenido esos principios, pero yo creo que hemos tenido un retroceso y que las instituciones culturales no lograron avanzar como hubiéramos querido.
Una de sus grandes apuestas como ministro de Cultura fue Diálogos de Nación...
Cuando llegué al ministerio vi que lo más importante era abrir espacios para que esa nación conformada por esa gran diversidad cultural pudiera dialogar. Hacia allá traté de enfocar la política de un ministerio que no debería ser de cultura, sino de las culturas. Porque una de las cosas que más me preocupan en Colombia es que volvimos a ser islas culturales. Los bienes culturales que se producen en una región no circulan en otra. Nos volvimos a estancar. No circulamos, no nos encontramos.
Viviendo en España, como cónsul en Sevilla y luego como ministro plenipotenciario en Madrid, se hizo muy amigo de Álvaro Mutis…
Cuando él se ganó el Premio Cervantes, la ciudad de Cádiz lo declaró hijo predilecto. Álvaro Mutis era descendiente de Sinforoso Mutis Consuegra, sobrino del Sabio Mutis, y de la embajada me pidieron que lo acompañara. Así que nos fuimos en mi carro desde Madrid hasta Cádiz. Allá se encontró con José Manuel Caballero Bonald, quien vivió en Bogotá y fue muy cercano al grupo de la revista Mito. Así que imagínate estar allí con este par y sobre todo siguiendo a un Mutis que, al igual que me pasó a mí cuando me fui a Villacastín a buscar las raíces del apellido Mejía, también estaba tras la huella de sus orígenes. Ahí le conté que el Sabio Mutis, quien venía ya muy defraudado esperando veinte años a que le aprobaran la Expedición Botánica, se dedicó a la minería primero en Pamplona y luego en el Tolima, donde tuvo un encuentro con el arzobispo Caballero y Góngora. Eso fue en Coello, justo donde estaba la hacienda del abuelo materno de Mutis. Ese dato lo emocionó mucho, fue como si hubiera descubierto una parte de su propia historia familiar que le hacía falta. A raíz de esa anécdota me dedicó uno de sus libros, La última escala del Tramp Steamer, con un texto que decía “para Juan Luis desde Coello porque me jodiste”. Esos fueron tres días inolvidables para mí. Él era una caja de música.
¿Cómo fue el salto del sector cultura a la rectoría de Eafit?
La verdad, no me lo esperaba. No soy egresado de Eafit, no vengo del mundo académico. El día del nombramiento me pidieron que no fuera al Consejo Rector, del que hacía parte, y yo le dije a la Mona: “Ve, yo creo que quedé en la terna, qué honor que me hayan tenido en cuenta”. Ya nos habíamos ido a dormir cuando al rato suena el teléfono y me dicen “quihubo, rector”. Tremendo. Esa noche fue igual que cuando me nombraron ministro. No pegué el ojo de la emoción.
¿Cuál diría que es su gran logro como rector?
La conexión que logré con los estudiantes. Hace unos días, los presidentes de los grupos estudiantiles me pidieron una cita para expresarme su afecto y iración. Esa relación bajo un marco de respeto y de confianza que tuvimos con ellos y con los profesores es lo más satisfactorio para mí.
¿Cuál fue el momento más duro de su rectoría?
La muerte de algunos estudiantes por distintas causas, desde accidentes absurdos hasta un feminicidio. Verdaderas tragedias.
¿Está de acuerdo con que se judicialice y se politice la protesta estudiantil?
No. Yo creo que debemos encontrar formas civilizadas. Todos fuimos jóvenes y rebeldes. Y eso no pone en duda el derecho a la protesta. Si la juventud está inconforme, hay que buscar esos canales de diálogo civilizado.
¿Cómo ve el panorama de la educación en Colombia?
Soy optimista, sobre todo con la educación superior. Creo que sí estamos avanzando en cuanto a número de investigaciones, de papers, de aportes a la sociedad, de calidad de los profesionales que se gradúan de una buena parte de la universidad colombiana. Los sistemas de aseguramiento de la calidad, los registros calificados y sobre todo la acreditación institucional han obligado a las universidades a fortalecerse. Hay que defender la idea de universidad, pero en sentido amplio, no solamente en su dimensión científica, sino en su dimensión académica y cultural.
En una entrevista usted decía que el olvido es la segunda muerte de las víctimas, y que olvidar a las víctimas de la violencia en Colombia es matarlas por segunda vez. ¿Qué hacer para que este país sea menos olvidadizo?
Eso no es mío, se lo aprendí a Manuel Mejía Vallejo. Él decía que uno no muere cuando se va físicamente, sino cuando muere la última persona que lo recuerda a uno. Así que olvidar a una víctima es volver a asesinarla, porque el olvido sí es la verdadera muerte. También lo dice Porfirio Barba Jacob en Elegía de septiembre: “y voy al olvido”. Y es porque el olvido es la verdadera muerte. De ahí que sea un deber casi moral recordar a quien fue víctima, a quien fue abusado, a quien fue vulnerado en sus derechos, a quien no se le permitió realizarse como ser humano. Siempre he dicho que ese verso de Barba Jacob es mi epitafio preferido.
Una de las cosas que más me preocupan en Colombia es que volvimos a ser islas culturales. Los bienes culturales que se producen en una región no circulan en otra. No circulamos, no nos encontramos
¿Usted le teme al olvido?
Es inexorable. De uno se acuerdan dos o tres generaciones, pero luego uno ingresa al olvido, que es la verdadera muerte.
Hablemos de una de sus grandes pasiones: las orquídeas. ¿Cómo es esa historia?
De niño me acuerdo de las ceibas de la Avenida La Playa cubiertas de orquídeas, y ahí me quedé con ese paisaje mental. Por eso, apenas tuve la oportunidad en Eafit de generar ese concepto de universidad-parque dije, pues vamos a llenarla de orquídeas. Cada orquídea es un regalo que nos da la naturaleza. Y es que “a fuerza de mirarte cada día”, como dice el bolero, se nos olvida que cuando uno ha tenido la oportunidad de vivir en el exterior, o vivir en lugares secos o lugares sin verde, y después vuelve a Colombia, se da cuenta de que de vivir aquí es una bendición.
Dicen que el río Cauca, que se ve desde su casa en el suroeste antioqueño, le sirve de terapista, mejor amigo, sicólogo o confesor. ¿De qué tanto habla con el río Cauca?
Igual que en el poema de Rogelio Echavarría que dice “todas las calles que conozco son un largo monólogo mío”, todos los caminos del río Cauca son un largo monólogo mío. Nada me relaja tanto como salir a caminar por la mañana esos caminos con mis perros. Ahí he tomado las grandes decisiones de mi vida. Es que uno se diluye tanto en lo social, que debe regresar a esos momentos de soledad.
¿Qué significa para usted el suroeste antioqueño?
Aclaro que no soy de allá. Mis ancestros son de Yarumal y de Abejorral, pero por la amistad con Manuel Mejía Vallejo aprendí a querer al suroeste porque abarca toda la geografía del último ciclo de su obra. Allá están los Farallones del Citará, ese cañón del Cauca. Cuando entro y veo el Cerro de Tusa o el Cerro Bravo, todos esos conos volcánicos, a mí como que se me abre el corazón. El suroeste también es el paisaje de la Mona y siempre soñamos que cuando tuviéramos unos ahorros nos íbamos a comprar no una tierra, sino un paisaje en el suroeste.
Usted ha dicho que Alar el Ilirio, personaje de un cuento de Álvaro Mutis llamado La muerte del estratega, es el personaje que hubiera querido ser. ¿Por qué?
Ese es de los cuentos más hermosos de la literatura colombiana y es el gran cuento de Álvaro Mutis; es una especie de autobiografía de lo que era Mutis, un escéptico, pero un escéptico sin intención de influir en el poder. Además, creo que es el cuento de amor más hermoso que tiene nuestra literatura.
¿Piensa dedicarle más tiempo a escribir?
Sí. Quiero escribir sobre la universidad en Colombia y sobre cómo la minería en el siglo XIX fue el motor del desarrollo cultural en el norte de Antioquia.
¿Cómo se definiría?
Como el señor Palomar, de Italo Calvino, un hombre asombrado ante el milagro de la vida.
Apertura de la entrevista de Juan Luis Mejía en la edición 102 de la Revista BOCAS (dic. 2020 - ene. 2021). Foto:Revista Bocas