La autora de 'Ventana o pasillo', Consuelo Triviño, nos propone un juego de dobles. En su monólogo confesional identificamos su biografía vital con sus memorias y sus ires y venires. La verdadera contienda literaria está en ese doble atrevido que rompe la comodidad del lector para advertir que, desde la primera página, comienza un texto deliciosamente provocador: “Miro la calle tras el balcón y el cristal me devuelve tu reflejo. Me cuesta reconocerte porque eres yo misma”. Y las dos voces se entregan a un duelo, se quitan la palabra con el derecho compartido de intervenir y ratificar, condenar y descalificar decisiones que torcieron el destino. “Eres una heroína problemática en busca de valores auténticos en un mundo degradado”.
Quien escribe 'Ventana o pasillo' se viste con doble “armadura de guerrera”. Así se desafían las dos voces narrativas del texto en un duelo de espejos de los seres que habitan en la autora, en la autora/personaje y en la narradora biografiada. Cada voz, con su lenguaje inclemente, contrasta, disiente, riñe o juzga su obsesión por abandonar el país con su “dolorosa belleza”, en busca del oficio de escritora. Ambas voces, a veces despiadadas o compasivas, inflexibles o indulgentes, examinan fantasías, miedos, felicidades o desgarros presentidos. Maletas van y vienen. Cargan dolorosos y también amables recuerdos desde la infancia, hasta que la vida adulta y el amor desatan el nudo existencial.
Autoexilios y regresos fallidos. Pasillos estrechos en los que no caben ni los sueños; ventanas que reflejan fisonomías, y devuelven las zozobras de las calles, los serenos cafés, las geografías de los trabajos y de las viviendas aquí y allá. Ventanas que traslucen euforias y turbaciones en las aventuras urbanas en Bogotá, tediosa y a la vez amable, y también en Madrid, “que ya es tu ciudad”. La vas conquistando en el barrio de Las Letras y en el de Chueca; en las calles Alcalá, Argüelles, Miguel Ángel, la ciudad universitaria, parques y cines.
Inquietudes sobre la búsqueda de soledad, el amor en pareja, el estupor ante el erotismo, “la secreta emoción” de la felicidad, el activismo político y las renuncias, entre otros, salpican el diálogo entre los dos yo que confrontan las paradojas vitales. Ella, la narradora, valida su testimonio íntimo como germen de la escritura; reconoce que es la capacidad de digerir la vida desde las entrañas lo que produce la “escritura de la memoria, arqueología del yo que fue y del que escribes”. Y el doble reprocha: “Te atreves a hurgar en la experiencia de aquella muchacha que tal vez fuera y ya no es”.
La escritura como excavación en las profundidades, el cerrar “los ojos ante la pantalla del computador y te buscas a ti misma”, en los asombros y los miedos de la infancia. La infancia se convierte en el tesoro preliterario que, extendido en la adolescencia y juventud, fue configurando la convicción de ser
escritora. Había necesidad de contar con amorosa minucia o con arrebatos de rabia el asombro de los
recuerdos recobrados. Y en el reflejo de la ventana se mira, se oye en su voz propia y en el eco de la voz del reproche. Se ve escribiendo el material fabulado o no fabulado de su vida.
Aparecen la madre, enfermera de extraños que acaricia y castiga; una tropa de hermanos inquietos, un abuelo que abandonó a la familia, un hombre fracasado como padre que fumaba cigarrillos con olor a violeta, Valentina Tereshkova como referente de mujer libre, Sergio Stepansky seductor bohemio. Existieron, fueron reales y tangibles, e hicieron parte de una biografía con sus lógicas temporales y espaciales. El milagro de la literatura permite a la autora reinventarlos, interpretar las huellas de las cicatrices que dejaron, sus oscuridades y resplandores comprometiéndola en una reflexión arqueológica de su yo. El relato se va transformando en una potente sustancia de exploración de sus brumas y abismos interiores y de “la rabia de vivir dentro de mí”. Su auténtica intención es salvar a la escritora sin importar sacrificar a la persona. Y fue justo al “transterrarse” a España, donde encontró la visión de Latinoamérica para escribirla como colombiana, con el léxico de infancia, “con las palabras que saben a leche recién ordeñada... a ese dolor caliente que envuelve y nos trae la raíz del ser”.
La escritura, la conciencia de estar escribiendo, la pregunta sobre realidad, autoficción y confesión, y la duda sobre el poder de la imaginación van y vienen a lo largo del relato. La autora repasa sus obras, y su otro yo reconoce que “te sumergiste en la sintaxis de tus emociones atrapada en tus raíces… sospecho que has inventado lo que dicen tus libros”.
Lo cierto es que Ventana o pasillo contiene dos relatos contrarios que se yuxtaponen para ahondar en las duplicidades de un solo personaje. La contienda literaria se resuelve cuando las dos voces se reconocen como una sola: aceptan que la travesía se justificó con la conquista del “cuarto propio”, y la aparición del amor como la más sabia invención de la libertad compartida. “Manos de ADV que recorren la extensión de mi piel y dibujan mi silueta en el aire, que acercan su cuerpo al mío para acompasar nuestros destinos en una sola vía…”. Y vino la escritura de Los Transterrados, en la que la autora se implicó en una poderosa significación del dolor de las gentes sin historia. Y limpia del peso abrumador del pasado, de su humo y cenizas, se diluye el otro yo. “Mi venganza es que no te necesito para respirar”.
Destaco esa otra invitación a la lectura visual de la edición de Ventana o pasillo en las imágenes que ilustran y amplían el relato. Objetos, fotografías familiares y facsímiles hacen un guiño a la necesidad de la autora de mostrar una herencia tangible como prueba de la verdad. Tal vez de la verdad imaginada.
LINA MARÍA PÉREZ*
Especial para EL TIEMPO
* Escritora bogotana autora de ‘Cuentos sin antifaz’ y ‘Cuentos colgados al sol’.
Otros temas que pueden interesarle: