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La magia de hacerles más amena la filosofía a los jóvenes de hoy
En 'Diarios de una Sofía', la youtuber caleña Paola Fernández hace más fácil la materia. Fragmento.
Paola Fernández (Cali, 1994) es ‘fiolosotuber’ y filósofa de la Universidad Javeriana. Foto: Santiago Saldarriaga. EL TIEMPO
Mi inseguridad tiñe todo diferente; una mirada desprevenida se vuelve un juzgamiento; una palabra, por inocente que parezca, la siento como un juzgamiento. No sé muy bien cuál sea el motivo –nunca me faltó amor en casa–, pero he sido sumamente insegura desde niña y, si bien le pongo una máscara de exceso de palabras y sobrestimulación en el trato, hay algo que no deja de sentirse amargo, carente, expectante.
Nada nunca es suficiente, precisamente, porque nunca me he sentido suficiente y cuando recibo algún reconocimiento de diversa índole lo percibo como una exégesis de cuánto falta aún y cua?ntos son aún más.
No sé, finalmente, qué será suficiente o si, precisamente, esa insuficiencia es, a la larga, una virtud que me mantiene alerta. No me gusta sonreír en las fotos porque digo “se me deforma la cara”.
Tengo muchas inseguridades en cuanto al físico. Me juzgo constantemente por mi sobrexposición al otro y, paradójicamente, no dejo de hacerlo. No creo que mis conocimientos sean suficientes y, por eso, trato de alimentarlos en cuanto pueda. No creo escribir lo suficientemente bien. Me comparo constantemente. Siempre siento que quiero más a los otros de lo que me quieren a mí.
Lloro todo el tiempo y me provoca excesiva ansiedad el futuro. Cargo con culpas siempre y las considero irreparables. Me siento culpable cuando me enfado, aun cuando me hacen daño.Juzgo constantemente mis sentimientos de cursis y exagerados y me condeno por ser, en ocasiones, muy intensa. En las fiestas, a cierta hora, me da un no sé qué por no hacer parte de y salgo corriendo. Necesito ratificación verbal constante y siempre me he sentido menos chistosa que mis amigas cercanas. En fin. Idioteces.
Catorce de junio de 2020
El libro es de Intermedio Editores. Foto:Archivo particular
Siento que no he avanzado en el proceso hacia mí; escribo para desahogarme, como catarsis, y con miedo del encuentro, pero debo entender que es solo allí donde puedo hallar sosiego y entender al fin, que a pesar de convulsa, la vida, ha de tener un sentido. Volvamos a lo que me motivó a escribir. ¿Para qué adentrarme más en los pormenores de ese amor? Realmente, los otros siempre son una excusa para hablar de uno mismo.
El problema es que me he dado cuenta de que no hay aquí un yo y eso me asusta. Temo ser una sombra de todo aquello que no soy yo, pero ¿qué o quién soy yo? ¿Qué significa ‘ser yo’?, ¿habrá alguna suerte de identidad independiente del cambio?
Me da ira pensar en las preguntas que siempre mi madre me dice que me haga. No quiero hacer, leer, entender o acercarme a la filosofía, a esas preguntas fundamentales que ese quehacer se hace; no quiero seguir el camino de mi madre, ser su sombra, ser su ella en una versión joven y perdida.
Me da rabia sentir que puedo llegar a repetir sus desaciertos y pesares, que repetiría a mi padre, que haría su historia algo propio, pero ¿la filosofía le pertenece a mi madre o a todos aquellos que piensan? Si bien siempre lo he evitado, luego de mi ruptura con ese –el otro– y conmigo –al saberme otro– digo no más, sé que debo detenerme y entenderme. Al terminar con él también terminé conmigo. Terminé con la idea de que no existo si no es por otro; terminé con mi incapacidad para prestarme atención, para escucharme, terminé con la idea de mí –si es que había una– y empezó la búsqueda por entender quién carajos soy. Sí. Debo detenerme y entenderme.
¡Uf! Ese cuento de ‘entenderse’. Cuántas veces he escuchado que antes de amar a otro, de ponerme de cara a los demás, debo entenderme a mí. Pero ¿cómo carajos lo hago? ¿En dónde está el recetario, el manual de instrucciones o el paso a paso para poder encontrarme a mí? Es que quizá hay un: 1. Quédese en silencio. 2. Póngase a pensar. 3. Encuéntrese. 4. ¡Tarán! ¡Sorpresa! ¡Se ha encontrado! Felicitaciones y vuelva pronto.
No lo hay. ¿Y si mi madre tiene razón y en ese montón de libros que tiene allá en su biblioteca encuentro alguna respuesta a mi angustia, a eso que me carcome por dentro y que bien sé que no tiene nombre propio, que no es ese imbécil por el que sufro, sino que soy yo quien me hago sufrir al no comprender muy bien mi camino, mi sentido, mi propósito?, ¿habría un propósito en la vida?
¿Por qué siento que antes era más feliz, y cómo puedo hablar de antes siendo tan joven? El ayer se torna bello porque fue. Se ve desde la barrera, con añoranza y melancolía, aquello por lo que ya se pasó, el llanto ya derramado, el desengaño superado, el tedio deformado y coloreado de la resiliencia (…).
Temo ser una sombra de todo aquello que no soy yo, pero ¿qué o quién soy yo? ¿Qué significa ‘ser yo’?, ¿habrá alguna suerte de identidad independiente del cambio?
Antes estaba con él, pero antes de ese antes no lo estaba y caminaba por ahí sin sentir ese dolor; allí, es decir antes, con él tal vez, me sentía sin hacer parte, como si yo no tuviera un lugar, como si todo fuese extraño y hoy en vez de recordar esa extrañeza, recuerdo solo la tranquilidad, la sensación de casa, la sensación de que ese era mi lugar y mi hoy, como me siento hoy, es parecido a como me sentía antes, como si fuese ajena a todo.
Embellecemos el ayer y nos creemos el engaño, mañana el hoy se tornará luminoso y el mañana de su mañana cargado de desencanto. La trampa del recuerdo. Y cada vez me lleno más de dudas y más cuestionamientos atiborran mi cabeza.
Es que hay muchas dudas en mi cabeza: ¿Quién soy?, ¿qué me deparará el futuro?, ¿cómo amar y ser amado?, ¿para qué soy buena?, ¿qué endemoniada profesión debo escoger?, ¿qué es el tiempo?... Sin embargo, me doy cuenta de que todas las preguntas giran en torno a lo mismo o más bien, tienen un pilar del cual se desprenden todas las demás: ¿Hay un sentido de la vida? Y si lo hay ¿cuál es? Y si no lo hay ¿por qué demonios venimos a un mundo sin propósito y sin sentido?, ¿a sufrir?, ¿es acaso una broma de Dios?, ¿pero soy yo alguien tan importante como para importarle a Dios? ¡Aaaah! no más.
Por eso me detengo a escribir. Cansada de llorar, de no encontrar razones, de cargarme de angustia, decido detenerme. Le dije un día a mi madre que me dejara quedarme en casa por una semana y no ir al colegio, que quería dormir, ver series, leer y tratar de encontrar un sentido. Mi madre me miró con dulzura y orgullo, me sonrió y lo aprobó.
Vamos a emprender entonces este viaje.
Paola Fernández se se autodefine ‘docente millennial’. Foto:Santiago Saldarriaga. EL TIEMPO
Diecisiete de junio de 2020
He gastado tres de mis siete días de gracia sin colegio acabando 'Grey's Anatomy' y viendo un par de películas de Disney, comí crispetas con mantequilla y lloré todas las noches.
Es de madrugada y estoy cansada de no poder dormir. Voy a hacer por lo que le había exigido a la vida un descanso. Ya comí, vi televisión, subí historias ridículas y tiktoks aún más absurdos; ya he jugado con los gatos y he hecho un par de lagartijas y sigo sintiéndome mal. Es hora de tomar una decisión.
Fui hacia la biblioteca y ahí estuve, ante este monstruo enorme que tiene la cara de mi madre. Tomé al azar el libro más viejo y polvoriento que me encontré… De la brevedad de la vida. 'Séneca'; decía la portada. ¿Qué? ¿Pero quién carajos tendría un nombre tan raro? No obstante, el título se veía interesante y lo bajé de la elevada repisa.
A googlear primero. Vamos por el celular, soltemos el lápiz y el papel, abramos Safari. Voy a escribir sobre ese primer libro que vi y me llamó la atención: 'Séneca'… Acá empezó todo.
'Séneca'... Así sentencia el inicio del libro. Solo una primera frase me pone a pensar –cómo tenía razón mi madre–. Nos quejamos constantemente de la vida y sus pesares, por el poco tiempo que tenemos para lograr lo que queremos, ¡sí que me quejo de existir cuando la existencia va sin prisa! No tenemos poco tiempo, solo desperdiciamos muchísimo.
¿Cómo, el ser humano, desperdicia su tiempo en cosas que no tienen sentido?, hacemos un mal uso de nuestro tiempo, ninguno hay que quiera repartir sus dineros, habiendo muchos que distribuyen su vida, se muestran miserables al guardar lo que tienen, al retenerlo con recelo, al hacer uso de sus bienes únicamente para sí y dedicar su vida a ello, y justifican su avaricia.
El libro incluye gráficos didácticos con pensamientos de los famosos filósofos. Foto:Archivo particular
Esto siempre me ha cuestionado: ¿adquirir bienes o ser feliz? ¿O acaso eso irá desligado? ¿Cómo haré de mi vida adulta algo productivo, pero a la vez satisfactorio? ¿Pero qué era ese cuento de producir? ‘Ser productivo’ se lo habían repetido innumerables bocas y en incontables escenarios.
Sé productiva, Sofía, pero ¿qué era ese cuento de producir?, ¿qué era producir? ¿Había que oponerse, contradecirlo, blasfemar o seguirlo, obedecerlo y acatarlo? Producir es fabricar algo a partir del trabajo y el trabajo es una acción retribuida. ¿La retribución debe ser económica? Yo leo, aprendo, salgo, ayudo, duermo –que bien, sí que me cuesta–, alimento a mis gatos, limpio la casa y trabajo en mantener su calma, pero por eso no me pagarán en un futuro ¿o sí? ¿Eso no era trabajo? Ser productivo implicaba, necesariamente, producir algo con retribución paga. O no. ¿Por qué? Producir un día calmo me cuesta más que un mes sin descanso de tareas y quehaceres ¿no vale eso, acaso?
El trabajo y la productividad entonces, me pregunto, ¿se debería medir por el esfuerzo o por el resultado? Si la productividad se medía por esfuerzo, era altamente productiva; pero como se mide por resultados, ¡cuán poco productiva era! Y en ese ‘ser productivo’ –sigo preguntándome–¿en dónde queda el ocio? ¿Y la contemplación? Ser productivo, s é p r o d u c t i v o. Y si se cambiase el imperativo, se quitara el ‘productivo’ y se dejara solo el ‘sé’. ‘Sé’, ‘s é’. Qué difícil es ser. Pienso mucho esa cuestión del ‘ser’. Espero que no se ponga complejo, sígame la película.
Ser y saber se tildan en español cuando son verbos o imperativos y no se tildan cuando son pronombres personales. Ser y saber son más equivalentes que el pronombre, pero las tres palabras, tónicas o átonas, se escriben igual. Ser y saber son más semejantes en el ‘sé’ que ser y producir, o ser y trabajar, o saber y producir, o saber y trabajar. Entonces –me pregunto– tal vez sea mejor solo ser, mejor y más difícil, mejor y menos retribuido, mejor y menos productivo. Mejor, sí, pero menos válido ante ojos quisquillosos e inquisidores que han abandonado el ser y el saber del imperativo ‘sé productivo’.