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‘Fue la destrucción de su vida pública y laboral’: Juan Álvarez
La nueva obra del escritor, Recuperar tu nombre, llega a librerías el 29 de enero. Adelanto.
Juan Álvarez, escritor colombiano. Foto: Daniel Lara Cardona
Este libro intentó ser tres historias distinguibles, como un trébol común y su tallo. Las tres hojas del trébol quise que fueran las historias diferentes; el tallo sería el libro y también la lectura que cada quien haría del lugar sinuoso de donde vienen estas historias porosas o fracciones de historias o historias con silencios: los pantanos de la ley en Colombia.
No pudieron ser tres completas, son más bien varias permeables y un abandono o una y esquirlas, puñados de insinuaciones, dolores regados, la vida.
Esto acabó ocurriendo así porque la primera historia que empecé a investigar, el feminicidio en 2009 de mi compañera del liceo Alejandra Díaz Lezama significó una conversación generosa y extendida a lo largo de los años con su hermana, Adriana Díaz Lezama, de la cual resultó la voluntad suya y de su familia de que yo no hiciera público nada de lo conversado con ella respecto a Alejandra, así como tampoco la primera carta con la que Adriana contestó a la mía y me dijo, en nombre de su familia, que no querían que yo escribiera un libro sobre su hija y hermana y me dieron sus razones francas y contundentes.
Ese libro entonces no existe, aunque exista su dolor subyacente y sus porosidades estén aquí.
Recuperar tu nombre, portada del libro del escritor Juan Álvarez Foto:Cortesía Afaguara
Este libro, el que sí existe, es también un asidero a la realidad. Fundirme en él, prenderme a la existencia presente a través de sus rigores, acabarlo antes de que me destruyera –dado que durante varios años vivió en mi cabeza y en mi experiencia como dinamita de mecha encendida– fue la manera que encontré de no volverme loco.
Un ancla de palabras y palabras transfiguradas en materialidad.
En algún momento, cuando estuve a punto de perder la cabeza durante los años y los hechos que acá empiezo a contar, las notas que tomaba en mis libretas o las pausas que hacía los domingos tirado en la cama recogiendo energía para volver a moverme, o las montañas que subía detrás de Catalina para hallar perspectiva, iban anticipando en ese presente, que hoy es mi pasado, la resignación y la fascinación, simultánea y dolorosa, de que me había llegado la hora en la vida de escribir desde un lugar que hasta entonces no había querido ocupar: el nombre propio, la primera persona.
En este libro, con nuestros nombres propios, conjuro los ciento ochenta y siete días en los que mi padre fue afectado con una medida de aseguramiento privativa de la libertad, primero en las celdas de paso del antiguo DAS y luego en la cárcel La Picota al suroriente de Bogotá, sindicado de dos delitos contra la istración pública.
Conjuro el frío del piso de la celda impecablemente trapeada donde mi hermano y yo nos echábamos mientras el viejo nos conversaba desde su plancha tendida y su rostro apesadumbrado.
Con este libro sepulto aquella angustia que sentí al tantear los bordes cenagosos de la vergüenza y la angustia.
*
Este libro está hecho de tajos, que es la forma que encontré de llamar a estos apartados cortos, sucesivos y distinguibles a partir de los cuales cuento el disturbio o los contornos del disturbio de cada una de las escenas, episodios, hechos, averiguaciones y tangencialidades de las varias fracciones de historias que componen este libro: hechos en tajos, tajos poros.
Un tajo es un corte profundo, pero sobre todo un final y un principio. Cuando llega el día en que te cuesta respirar o pasar saliva, necesitas de eso: el principio transparente de la entrada de aire, el final transparente de la salida de aire.
La ilusión de una unidad vital.
La forma del tajo, simple en principio, es también mi oferta de un pacto de lectura: tanto la historia del carcelazo arbitrario de mi padre como el no-relato del feminicidio de mi compañera de liceo y el silencio posterior y meditado de su familia son entramados imposibles de comprender por fuera del ordenamiento jurídico y mediático, un universo de leyes, sinuosidades, entidades de la rama judicial, gritos, agentes del Estado, poderes, operadores de poderes; fuerzas de tan distinto tipo, densas y difíciles de navegar, que el corte de principios y finales es (también) la guía que les ofrezco para sobrellevar el lodo denso del pantano mediático-judicial: lugares claros dónde saltar y caer; puntuaciones notorias de la realidad relatada para que ustedes los lectores resuelvan dónde respirar.
Ustedes entrarán acá o saldrán de acá en la medida en que quieran acompañarme a reconocer el lodo, y los tajos distinguidos les ayudarán a resolver cuánto lodo están dispuestos a oler o cuándo juzgan que han tenido suficiente y quieren brincar adelante a la siguiente maraña de raíces en el pantanal.
En mi caso, como no puede ser de otra manera, estoy aquí para meterme al fango hasta las narices, y por eso necesito a mi vez de poros que hagan para mí lo que los tajos harán para ustedes: orificios de respiro.
Rendijas de ventilación.
El respiradero de quince centímetros de alto por cincuenta centímetros de largo que mi viejo tuvo como ventana en su celda.
El ritmo en tajos y poros para darle cause y sentido al dolor y al consuelo.
En el último trimestre de 2015 me senté y me pregunté si tenía lo que se necesitaba para acercarme a una historia de la vida real que traía atravesada en la garganta: el feminicidio en 2009 de una amiga del colegio. Quería entender cómo había sido posible que la ambición por un poder político minúsculo hubiera conducido a su esposo a pagar un sicario para asesinarla, según la sentencia condenatoria que existe.
Meses después de husmear en el dolor ajeno de una hermana y una familia que se recuperaban del desconsuelo por el feminicidio de su hija, la oficina de un fiscal a cargo de un proceso penal en contra de mi padre, empantanado desde hacía años, lo aceleró, lo hizo crecer, lo ensució de contexto hasta hacerlo sonar gravísimo y acabó metiéndole una detención preventiva en establecimiento de reclusión. A la cárcel, titularon los medios de comunicación a diestra y siniestra. Esto se concretó el martes 25 de julio de 2017. Fue la destrucción de su vida pública y laboral.
La defensa de mi padre ganó la apelación de la medida de aseguramiento y él quedó en libertad el sábado 20 de enero de 2018. Desde entonces estamos en juicio. Desde entonces no tiene vida laboral. Se envejeció (tampoco tanto), le llegó su pensión mal liquidada, se dedicó a estudiar Derecho y se hizo abogado. El delegado fiscal a cargo del proceso nunca volvió a aparecer. Su fiscal de apoyo, que luego fue puesto al frente, a veces aplaza las audiencias, a veces asiste. En una audiencia del juicio a finales de 2021, desistió de varios testigos y dejó que toda su teoría del caso descanse en un “informe base de opinión pericial y dictamen”, que en realidad es un formato de la Fiscalía donde dos contadoras de la entidad leen un conjunto incompleto de documentos istrativos y al final hacen “sugerencias”. No concluyen nada. Hacen sugerencias a la investigación. Así la consistencia del lodo.
En medio de este proceso nos aplastó la tormenta sanitaria de la pandemia de covid-19. Desde entonces, marzo de 2020 para el caso de América Latina, el juicio de mi padre, que ya poco le importaba a la Fiscalía y nada a la prensa, dejó de importarle incluso al primer juez a cargo del proceso. En cierto sentido, en esos primeros ocho o diez meses de angustias médicas, ansiedades financieras y encierro social o mejor, semiencierro social –porque millones de trabajadores informales siguieron en la calle o en las ventanas de sus casas rebuscándose la vida–, a nosotros en la familia el juicio también dejó de importarnos.
Si se quiere pensar que este libro es una sola historia y no esquirlas extraviadas, esa historia es esta sucesión de respiros interrumpidos y vinculados por el ordenamiento jurídico y la realidad azarosa y avasalladora: husmeé en el dolor ajeno; luego abandoné esas averiguaciones porque la realidad judicial y mediática se le vino encima a mi familia; luego dejé a un lado mis sentimientos de injusticia y el interés por el resultado judicial en el caso de mi padre porque la experiencia del encierro covítico nos ocupó y nos arrolló como sociedad y especie.
Derivas de la primera persona hacia su disolución.
Intentos de control donde el control es inconcebible.
Los sábados y domingos pandémicos despertaba en la mañana y pensaba en la gente hacinada en las cárceles, personas en alto riesgo de contagio y a quienes ahora les habían encerrado a sus familiares o amantes y no iban a recibir visitas, ninguna, ni el sábado ni el domingo ni el siguiente fin de semana, y recordaba entonces el valor de esas visitas que impedían que tú y tu familiar detenido perdieran la cabeza.
La cuerda de la cordura carcelaria rota.
La relación que comprendimos en nuestras visitas entre cordura y panza: el valor nutricio y sentimental de la comida que podía entrar los fines de semana. O mejor, los domingos, porque los sábados, en la visita de hombres, la comida permitida era (es) la que venden controlada al ingreso del penal: platos de lechona o presas de pollo asado o frito.
Hoy, mientras escribo, pienso también en el lapso de paz mental que les confiere a los familiares de víctimas de homicidas o feminicidas el encierro de estos en la cárcel. Años acaso para lidiar, como mínimo, con el miedo de volver a encontrárselos en la calle. Horrores del cuerpo como quizás pocos existan.
Pero vuelvo a la pandemia. En más de un sentido, escribir este libro es redactar desde allí: la gente con familiares en la cárcel encerrada en sus casas mirando por la ventana y preguntándose qué irían a comer sus familiares encerrados mirando detrás de los barrotes; la gente con familiares asesinados pensando que ellos mismos iban a morir y pronto se reencontrarían con ese dolor truncado en algún otro lugar de la existencia.
Mi propia cuerda de la cordura vuelta a tensar.
Catalina y yo ante el bicho y la hipocondría compartida.
El desquiciamiento como horizonte.
Tal vez ese abismo cenagoso sea el tallo de este trébol común de hojas rotas. O tal vez no.