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Saavedra, con los integrantes de su grupo, Andrés Mauricio Rangel (de la estirpe de los maestros Otón y Oriol Rangel, guitarra) y Jeremy Guevara Hencker (cajón peruano).

Saavedra, con los integrantes de su grupo, Andrés Mauricio Rangel (de la estirpe de los maestros Otón y Oriol Rangel, guitarra) y Jeremy Guevara Hencker (cajón peruano). Foto: Carlos Ortega / EL TIEMPO

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Estudió periodismo, pero no suelen preguntarle de eso...
Amo mi periodismo, pero es que ya como que la música lo opaca todo. Desde pequeña, además, dirigía el periódico del colegio, se llamaba El Bombazo. Yo estudié con las monjas de la Providencia en Ginebra y estudié después en Cali. Desde chiquita ya sabía qué quería estudiar y era muy activa con el periodismo. Me gustaba mucho conocer las historias de la gente, qué hay detrás de sus sentimientos y emociones, y nutrirme de ellas. Soy una gran alumna de la vida. Entré a la Universidad de la Sabana y tuve grandes profesores que me marcaron: Andrés Samper Gnecco, Jorge Eliécer Pardo, entre otros.
¿Lo llegó a ejercer?
Fui asistente de producción desde el tercer semestre de mi carrera, en mis prácticas en Inravisión, bajo las istraciones de Luis Guillermo Camacho y Fernando Barrero. Aprendí de los grandes que estaban haciendo televisión. Estuve con Javier Ayala y Gabriel Restrepo en el noticiero del Canal A, cuando ya salí de la universidad. Pero me involucraba mucho con el padecimiento de la gente y creo que no era lo mío.
Finalmente me enganché en un proyecto llamado RCN Espectáculos, bajo la dirección de Jairo Tobón de la Roche y Ricardo Londoño. De la cabeza de Alberto Upegui surgió RCN Espectáculos y yo estuve casi dirigiendo el departamento, porque era muy creativa. De todas esas iniciativas salieron cosas como Las clásicas del amor, siempre relacionadas con música, sobre todo romántica y andina colombiana. Mi último trabajo fue crear mi propia empresa. Hablé con el Gobierno para que me dejaran un centro cultural que funcionaba como cine de los soldados, que era el Teatro Patria. Y estuve 15 años haciendo labor cultural, hasta que mi vida cambió.
¿Qué la hizo cambiar?
Un gigante pequeño llamado Armando Manzanero, al que conocí a través del maestro Gabriel Rondón. Él conocía mi música antes de conocernos y cuando nos juntamos un día me dijo: ‘¿Qué hace detrás de un escritorio si usted lo que tiene que hacer es música?’. Fue un impacto fuerte porque tenía que abandonar mi empresa. Y me fui para México a producir con Manzanero y luego a Miami. Hace 20 años estoy allá.
No debió ser fácil
Creo que mi alma ya estaba pidiendo un cambio: estaba agotada emocionalmente de la situación del país, y agotada físicamente, porque era muy complejo. Estaba yo dentro de un circuito militar porque el teatro queda en un complejo militar, así que me tocó aquella incursión de la guerrilla por La Calera, en la que se daba bala con los soldados, y esto era frente a mi oficina. La época de la violencia del narcotráfico me afectó muchísimo. Enfrente de mi oficina quedaba la iglesia del Cantón Norte y todos los días veía entierros, la cara de la mamá que perdió su hijo, estaba con el alma rota, a pesar de ser una persona exitosa como profesional.
Y apareció Manzanero...
Esto se dio en la cara de Armando Manzanero. Aproveché esa oportunidad, atendí el llamado de mi corazón y me fui a hacer mi pasión recurrente que era la música. A componer para otros artistas. Se me abrió todo un mundo de posibilidades de la mano de Manzanero. Y cuando empecé a conocer a la gente que era como yo: Juan Carlos Calderón, Manuel Alejandro, el propio Manzanero, Bebu Silvetti, César Portillo de la Luz, me enamoré de mi profesión.
¿Cuál es el secreto de componer?
Yo tengo un taller en el que comparto todos mis ‘secretos’. El 50 por ciento se lo respondo así: no tengo ni idea. Es una inspiración divina. Es una facilidad. Pero se necesitan ciertos elementos. Primero: silencio mental. Aprender a aquietar la mente. Si uno está en ruido mental permanentemente no puede. La otra mitad es el oficio. Cómo organizar de una mejor manera las palabras y decir lo que siempre los humanos hemos dicho, de una forma diferente. Ahí ya se pone el alma, la pluma, la experiencia, la formación literaria, si se tiene.
¿Qué la nutre en este sentido?
Desde los nueve años yo tenía un cuaderno en el que escribía cosas sobre la vida, que yo no sabía que eran canciones. El río, la vaca pariendo a las cinco de la mañana… Mi papá era una fuente de inspiración.
¿En qué sentido?
Era un gran periodista, que nunca ejerció el periodismo. Se llamaba Eduardo Saavedra Navarro, un ginebrino de la primera promoción de periodismo de la Javeriana. Una persona muy conocedora de la naturaleza humana. Un hombre con un bagaje cultural inmenso.
¿Su mamá también fue una influencia?
Ella se llama María del Carmen Pouchard, una tumaqueña de ancestro francés. Esta mezcla fue una gran influencia. Mi casa en Ginebra era la sede de las bohemias de la región. La música era algo muy natural para mí, pues me pusieron a tocar guitarra desde los cinco años. Con todo esto yo cultivé un mundo interior muy grande. Me crié en la calle y, encima de todo, en el salón de artes de mi colegio empezó el Festival del Mono Núñez.
A los nueve años escribía todo, y le ponía música. Mi mamá me grababa unos caseticos, hasta que realmente un día me di cuenta de que eso era componer. Si mis papás no me hubieran inculcado la pasión con que sentían la música colombiana, los boleros, la ópera, la zarzuela, yo no me hubiera enamorado de esto. Y no me hubiera forjado una carrera a pulso como la hice. Nunca estudié música. Tengo más de 700 canciones y no tengo idea de qué es un la, mi o re. La técnica me la dio la calle.
¿Cómo nació ‘Me borrarás’?
A los 18 años tuve mi primera decepción amorosa e hice Me borrarás, una canción con un lenguaje sencillo, de una post-adolescente. Me parecía una canción sencilla, pero resulta que hoy es la que tiene más de 120 versiones. La primera, de Helenita Vargas. Después siguieron muchos. Todos los artistas del circuito de la música colombiana, diría que en un 50 o 60 por ciento, la han cantado o la han grabado. Fue mi primera canción estructurada.
¿Cuáles han sido sus influencias?
Mi influencia fue Ginebra, la música colombiana, una universidad en la que oíamos a Pablo Milanés, Silvio Rodríguez... Y de todos los brasileños de esa época: Chico Buarque, Caetano Veloso y su hermana, María Betania, que después fueron mis amigos. He tenido influencia mexicana. Conocí a la gran compositora Emma Elena Valdelamar, la autora de Mucho corazón. La amé profundamente. En Buenos Aires conocí a Eladia Blázquez y María Elena Walsh, las dos grandes compositoras argentinas. ¿Cómo iba yo a osar llamarme compositora con esas referencias?
Tiene una canción que habla de Dios, muy impactante...
Se llama Una nueva mujer y nació de una transformación espiritual muy fuerte, a raíz de un accidente de tránsito que tuve cuando grabé con Universal en Estados Unidos. Me estrellaron tres motos que iban haciendo competencia, tres jóvenes borrachos. Y empecé a vivir el proceso de entender unas leyes que no eran las de mi país. Allá quien tiene la culpabilidad es todo el mundo hasta que se demuestre lo contrario, entonces comencé a decir: Empezaron los años a quitarme culpas y voy detrás de toda la felicidad, estoy jugando el juego de mi propia vida, donde la apuesta es perder, perder la razón, para ganar paz.
Me acusaron de “actitud temeraria” por haber reclamado mis derechos y tuve que poner abogado para justificar que estaba peleando por algo que para mí era natural. En ese momento nació el Taller de la Música, porque empecé a crear desde otro estado mental. Desde la paz, el silencio, y aprendí a meditar. Yo venía de una búsqueda espiritual.
¿Y en qué va hoy?
En una profunda comunión con Dios. Todos los días hago silencio, medito, oro. Uno de mis procesos de perdón de ese accidente fue montarme en una Harley. Soy coautora, con mi pareja, de un libro llamado Cambio a mi mujer por una Harley, que está comenzando a ser un best-seller en Amazon. Ahora andamos el mundo entero montados en una moto.
¿Cómo hacer que nuestra música andina recupere el lugar que tuvo hasta 1980?
La industria ha cambiado mucho. No tengo una respuesta pero puedo decir que ahora la música andina colombiana tiene más exposición y posibilidades. Veo dos fenómenos: muchos jóvenes cultivando esta música, y me parece que debemos crear un fortalecimiento del público juvenil, que comienza no solo con las casas sino con las instituciones educativas. ¡Si en el colegio no nos enamoran de nuestras raíces! En este momento estoy haciendo alianzas estratégicas con reguetoneros, con salseros, para hacer que nuestra música suene de manera universal y nos podamos presentar en cualquier escenario del mundo.
No lo veo claro
Acabo de vivir una experiencia en Boca Ratón, en Florida Atlantic University. Había mil gringos oyendo Vivirás, una danza que hice para mi abuela, y la gente lloraba, y ni siquiera estaban entendiendo. ¿Cómo lo hemos logrado? Haciéndolo. Tenemos unos paradigmas de que no podemos sonar o ser comerciales. No es cierto. Lo hago y lo he hecho de manera abundante. El gran problema es sobrepasar esa barrera.
FRANCISCO CELIS ALBÁN
Editor de EL TIEMPO

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