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Aspecto de la sala de redacción del diario EL TIEMPO, en su sede de Bogotá.

Aspecto de la sala de redacción del diario EL TIEMPO, en su sede de Bogotá. Foto: Rodrigo Sepúlveda / EL TIEMPO

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Nada parece tener más futuro que el pasado, nada resulta más confiable hoy que aquello que ya demostró su eficacia, su encanto, su belleza, su importancia, su éxito, su utilidad, su perduración aun en medio de todos los anuncios y las profecías sobre su propia muerte.
Algo así ha pasado en los últimos años, ha ido pasando, con lo que podríamos llamar la ‘civilización del papel’: el mundo de los libros, las revistas y los periódicos impresos sobre el que por tanto tiempo estuvo la nube y la amenaza y la certeza y la promesa de su desaparición absoluta, su ruina, y que hoy no solo no se ha acabado sino que por el contrario, en unos casos más, en otros menos, sigue dando muestras de una gran vitalidad, de una capacidad asombrosa para adaptarse a lo nuevo mejor incluso que lo nuevo mismo, como si todas las sentencias de muerte que le hubieran pronunciado, de forma tan apresurada, hubieran sido más bien una especie de espaldarazo, una razón muy poderosa para que eso no ocurriera jamás.
Intermedio Editores, 279 páginas, $ 38.000.

Intermedio Editores, 279 páginas, $ 38.000. Foto:Archivo EL TIEMPO

Claro: el papel tiene una gran ventaja frente a cualquier otro soporte por el que circula la información o el pensamiento o el ingenio, y es que con él se establece una relación que es casi de dependencia y que pasa por factores materiales, como el tacto o el olor, que constituyen para mucha gente un valor irrenunciable de la experiencia misma de la lectura.
Como si no solo fuera importante el texto —porque no lo es, no solo— sino además el vehículo que nos lo revela; no solo el contenido sino también el continente. Por eso el papel sigue siendo el refugio, el punto de honor de tantos lectores en el mundo entero, aún hoy.
Pero no se trata de hacer solo una reivindicación gratuita y oficiosa del papel por el papel; una defensa a ultranza y ciega de nuestras viejas manías, de nuestras fijaciones, de nuestros rituales. Hay casos en los que no había justificación para talar esos árboles, el crimen allí no tiene perdón, perpetuado en hojas que nos lo recuerdan todos los días, nos hacen lamentarlo con solo verlas o intentar leerlas.
Lo que ocurre es que la supervivencia de la ‘civilización del papel’ también se ha vuelto en nuestro tiempo el símbolo de toda una cultura en la que parecería haber, y lo hay, un contraste radical con muchos de los peores defectos del mundo contemporáneo, volcado sin ninguna duda hacia lo digital.
Y no porque lo digital sea malo en sí mismo, tampoco, todo lo contrario, sino porque es como si en vez de darse una síntesis entre los dos ámbitos, que es lo que al final tiene que pasar y está pasando, se diera más bien una ruptura en la que el papel conserva y permite la profundidad, la ponderación, la gracia, la mesura, el ritmo de otras épocas que muchos creen mejores, mientras que las pantallas y los aparatos inteligentes son el lugar, el abismo donde ha florecido una manera de aproximarse a los hechos y a las noticias que es brutal, intemperante, vertiginosa, voraz, apasionada y sin criterio ni consideración ni sensatez.
Tal contraste entre esos dos mundos, el de lo impreso y lo electrónico, es por supuesto una exageración y una caricatura, una ilusión óptica, pero en él no deja de haber un trasfondo cierto, un motivo suficiente de reflexión.
Lo que está claro, al menos en el mundo del periodismo, es que el único antídoto, y eso, contra el infierno de las noticias falsas y el populismo informativo y la avalancha de las opiniones y los prejuicios que está pasando por encima de los hechos y del rigor, el único antídoto contra todo eso es volver a los principios fundacionales del oficio, aferrarse a ellos sobre todo cuando parecen más obsoletos, más prescindibles, ahora que todo el mundo cree ser una fuente confiable y legítima de información, de análisis, de comprensión.
Y resulta que es al revés: cuanto mayor es el ruido del mundo, cuanto más grande es la algarabía de quienes creen que lo narran y lo interpretan muy bien, más urgente se hace la necesidad de tener una prensa rica y variada, seria, lúcida, compenetrada con la tecnología, cómo no, pero también cuidadosa de no dejarse alienar por la obsesión del tráfico y los ‘likes’, una prensa que ojalá no vaya solo al acecho de lo que afuera está diciendo la gente, sino que sepa también nutrir con mejores insumos y argumentos eso que la gente dice, casi como si su deber hoy fuera el de mejorar la conversación, no solo difundirla y atizarla y ser su eco más precario.
Es lo que ha pasado, por ejemplo, en los Estados Unidos, donde la actualidad política, rayana en el surrealismo y el delirio, por decir lo menos, le ha planteado al periodismo el desafío de reinventarse, de refinar todos sus criterios y todas sus formas, de pulir y ajustar como nunca las clavijas de su vieja tradición. Eso es lo que ha producido esa especie de nueva primavera de la prensa allá: su resurgimiento, una gran respuesta a lo que está ocurriendo; su esplendor renovado, que no lo sería si las circunstancias no fueran el horror que son.
Es allí donde confluyen la supervivencia de la civilización del papel y la calidad del periodismo de mejor factura, el de más largo aliento. Y no porque la una implique de manera obligatoria al otro, tampoco, esa no es una fórmula infalible. Pero sí porque es en los periódicos de siempre, muchos de los cuales no se resignan a despegarse de los linotipos, donde todavía hay, o puede haberlo, un espacio generoso no solo para las noticias bien contadas y bien investigadas y confiables, sino también para otros géneros y otras voces en los que esas noticias encuentran, como lo digo todos los años en esta misma introducción, un contexto, una interpretación que las enriquece y les da sentido.

Papel y pixeles

Este libro es el resultado de esa apuesta que EL TIEMPO prolonga año tras año, desde hace más de un siglo. Aquí hay lo de siempre, lo que los lectores de este libro ya conocen bien en esta enumeración que se está volviendo una cita y un ritual: crónicas, ensayos históricos, análisis académicos, perfiles, reflexiones, en fin: lo que alberga un diario que aún cree en el papel y en la tinta —y en los pixeles y en los ‘bytes’, por qué no, lo uno no niega lo otro— y en el que la máquina insomne de las noticias, a toda hora, es una prioridad pero no la única, acompañada y matizada por otra no menos importante, que es la de explicar lo que va pasando, contarlo bien, sí, tratar de hacerlo, y al mismo tiempo dejar el rastro perdurable, este, de una visión de la actualidad que no se agota con ella, que la conserva en el tiempo, en EL TIEMPO, y que quizás con los años sea lo que mejor la explique. Lo único que habrá de explicarla, ojalá.
Aquí está otra vez esta selección de algunos de los mejores textos que fueron publicados este año en EL TIEMPO; un año más hecho de papel y de tinta, un año que ya pasó, o casi, pero que vuelto un libro es también un acto de fe en lo que está por venir.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
Especial para EL TIEMPO

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