Hoy se conoció la trágica noticia de la muerte del periodista y editor Karim Ganem Maloof. Ganem hace poco había presentado su primer libro, Calor residual, un viaje por una de sus grandes pasiones: la cocina. Varios escritores y periodistas han lamentado su muerte.
Karim Ganem Maloof nació en Barranquilla en 1991. Creció entre esa ciudad y San Andrés. Al terminar el bachillerato, sacó el mejor Icfes de la isla y se mudó a Bogotá, donde Estudió Derecho en la Universidad del Rosario y Literatura en la Universidad Javeriana. Fue editor en jefe del Malpesante.
En la Comisión de la Verdad, coordinó al equipo editorial, editó y ayudó a escribir La declaración y contribuyó a sacar a flote los once volúmenes que componen el Informe Final. En 2020, ganó el Premio Simón Bolívar en la categoría Humor por un texto llamado 'El cordero crudo de El Vegano Arrepentido'. En 2021, 'Cuánta selva necesita un nombre', una crónica sobre deforestación en el Caquetá, cuyo nombre es un homenaje a Tolstói, hizo parte de la selección oficial del Premio Gabo. Calor residual, su primer libro, se publicó a principios de este año.
Su amigo, el escritor Santiago Wills, escribió este texto para EL TIEMPO:
Hago el esfuerzo, pero no puedo evitar dirigirme a ti. Intenté varios inicios, pero ninguno estaba a la altura: “Karim Ganem Maloof nació con una barba portentosa y un corazón generoso que injustamente lo traicionó”.
“Conocí a Karim, uno de los editores y escritores más talentosos que ha dado este país en los últimos años, gracias a un magnolio de extinción”.
“Karim Ganem Maloof fue editor en jefe del Malpensante, coordinador editorial de la Comisión de la Verdad y autor de crónicas y textos inolvidables sobre el cordero, el árbol del pan, el yogurt, las aves, la deforestación, la cocina y decenas de otros temas, que investigaba por semanas o meses guiado por una avidez de conocimiento solo comparable con su codicia por la vida”.
“Una mañana en San Andrés, la isla en la que creció y cuyas noches le era imposible olvidar, Karim me llevó a comer empanadas de cangrejo cerca del hotel de sus padres”.
“Nada enfurece más que la muerte de un amigo. Karim desbordaba talento, amor y generosidad. Ganó un Premio Simón Bolívar, aunque mereció más, cultivó bosques de amigos que se expandían sin control, y dedicó tiempo que le pertenecía –en retrospectiva, escaso– a los problemas, los escritos y los sueños de los demás. Tenía 31 años”.
Si te los hubiese enviado, me habrías ayudado a darles una vuelta de tuerca y mejorarlos. Esta vez no tengo ese privilegio, que tontamente di por sentado, y debo conformarme con hacer lo obvio y escribirte en presente, como si te estuviera hablando, como si siguieras aquí.
Nada enfurece más que la muerte de un amigo. Karim desbordaba talento, amor y generosidad. Ganó un Premio Simón Bolívar, aunque mereció más.
Quizás no haga justicia a tu memoria, que merece un texto mejor que este, pero me excuso en el hecho de que sigues acá –no me convencerán de lo contrario–, y de que a nadie lo preparan para escribir el obituario de uno de sus amigos más queridos.
Te conocí, como tantos escritores, cuando eras editor en jefe del Malpensante, a pesar de tu corta edad –vaya frase de mierda–. Hablamos sobre un texto y luego hablamos sobre otro y luego hablamos y hablamos, pues descubrimos el asombro en historias acerca de abejas, caballos y colibrís.
Años más tarde –demasiados pocos–, cuando me preguntan por ti –vaya recurso evidente–, digo que te apasiona la literatura, el arte y, sobre todo, la vida. Es literato y abogado, esa especie en peligro de extinción, un humanista genuino. Es un sibarita, un apasionado por develar la belleza del mundo y una persona provista de una paciencia envidiable –cómo, si no, haber logrado lidiar con los egos de escritores, comisionados y demás–. Tiene un humor insaciable: lo persigue como si se tratara de una buena comida y lo esparce en sus escritos con la sutileza de la sal. Es un gran conversador, un lector codicioso y alguien capaz de iluminar los peores callejones de la vida. Lo envidio, pues, a pesar de su corta edad –¡no más!–, tiene un pensamiento y una prosa que delatan un alma madura y promesas de un fulgor inimitable. Algo de ello ya se vislumbra en Calor residual, ese bellísimo libro sobre la comida que pronto presentará en la Feria, añado.
Lo envidio, pues, a pesar de su corta edad –¡no más!–, tiene un pensamiento y una prosa que delatan un alma madura y promesas de un fulgor inimitable.
Y falta añadir mucho más, pero no hay tiempo, compadre. Nunca pensé que fuera una carrera en contra de este o habría hecho tanto más, te lo aseguro…
Al final –maldita palabra–, esto es lo que tengo porque todavía no quiero escribir los recuerdos que guardo, todavía no quiero hablar con nadie, todavía no quiero reunirme con quienes hoy, toda la mañana, expresamos nuestra incredulidad y gritamos por las injusticias de este mundo. No quiero, porque significaría escribir en pasado y no soy capaz de hacerlo.
Lo cierto es que no quiero escribir esto. Es un encargo al que debí decir no. No quiero pensar en el futuro, en las cenas que cocinaremos, en tus carcajadas colosales y nuestras charlas pendientes sobre el viento, tu viaje a la Guajira y los perfiles sobre aves que algún día conformarán otro de tus libros. Lo único que quiero es hablarte, escucharte y leerte.
SANTIAGO WILLS
PARA EL TIEMPO