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La memoria histórica como campo de batalla
Prólogo de El pasado entrometido, nueva obra de Iván Garzón Vallejo que ya está en librerías.
Soldados españoles luchan durante la Guerra Civil española, que dejó entre 1936 y 1939 medio millón de muertes, y que derivó en la dictadura de Francisco Franco. Foto: Archivo EL TIEMPO
En su comedia Asinaria, Plauto escribió una frase que luego, mutilada, popularizaría Thomas Hobbes: “El hombre es un lobo para el hombre”. Ha sido cierto en varios sentidos. Uno, que la violencia política impregna la historia de la humanidad. Hay manchas de sangre en cada página. Probablemente alcanzaron su extensión máxima durante los siglos XIX y, sobre todo, XX, centuria que el historiador Tony Judt caracterizó como “un lamentable historial de dictaduras, violencia, abuso autoritario del poder y supresión de los derechos individuales”. Tenía en mente el pasado reciente de Europa, pero el de España no le va a la zaga: Guerra Civil, régimen franquista, terrorismo de Eta, de extrema derecha, de los Grapo, del Gal, el yihadismo…
Los perpetradores de tales agresiones se inspiraban en el principio de que el fin justifica los medios, por muy inmorales que estos sean. Si para alcanzar una meta supuestamente noble es necesario emplear la violencia, se emplea sin titubear. El coste humano es lo de menos. En opinión de Hegel, hacer avanzar las ruedas de la historia requiere pisotear algunas florecillas al borde del camino.
El recurso a las armas no ha sido monopolio de una doctrina concreta. Al contrario, se trató de un planteamiento que han compartido sectores de la totalidad del arco político: el fundamentalismo religioso, la ultraderecha, el nacionalismo radical, la extrema izquierda... Se ha matado en nombre de Dios, el progreso, la utopía, la reacción, la raza o la bandera. De cualquiera de ellas. Basten dos ejemplos cercanos. En 1933 el fundador de Falange, José Antonio Primo de Rivera, aseveraba que “la violencia puede ser lícita cuando se emplea por un ideal que la justifique. La razón, la justicia y la patria serán defendidas por la violencia cuando por la violencia –o por la insidia– se las ataque”. Treinta años después, el inspirador teórico de la primera Eta, Federico Krutwig, señalaba que “es una obligación para todo hijo de Euskal Herria oponerse a la desnacionalización, aunque para ello haya que emplear la revolución, el terrorismo y la guerra. El exterminio de los maestros y de los agentes de desnacionalización es una obligación que la naturaleza reclama de todo hombre”.
Este tipo de discursos del odio incitó a los victimarios, pero no les vale como excusa: por muy condicionados que estuviesen, ejercieron la violencia por voluntad propia. Son responsables de sus terribles actos. Y es que los perpetradores no pisoteaban simples florecillas, sino que hicieron sufrir o desaparecer de la faz de la tierra a seres humanos con una vida, con familia, amigos, profesión, proyectos…
El pasado entrometido: la memoria histórica como campo de batalla Foto:EL TIEMPO
No todas las narraciones acerca de un pasado traumático son iguales de legítimas. En primer lugar, conviene aclarar de qué hablamos cuando hablamos del ya manido relato. Pese a que ya es de uso corriente, se trata de un término polisémico: según la RAE, puede ser tanto el “conocimiento que se da (…) de un hecho” como un “cuento”, es decir, ficción.
Para Peter Burke es una historia que la gente se cuenta entre sí para dar sentido a su experiencia. Es la forma (¡y el fondo!) en la que describimos y (nos) explicamos el pasado. Conforma una unidad narrativa estructurada, cerrada, coherente, textualmente significativa, comprensible y verosímil: tiene apariencia de verdadero, pero no necesariamente lo es. De nuevo, la distinción clave: hay relatos basados en el conocimiento y otros en la ficción.
De igual manera, coexisten diferentes narraciones acerca de la violencia política. Y resulta lógico, ya que tienen el sello de autores con formación, sensibilidades y objetivos divergentes. Hay dos que destacan sobre el resto. Por una parte, el relato de los historiadores y otros científicos sociales, que buscan acercarse lo máximo posible a la verdad por medio del método científico y el estudio serio y riguroso de las fuentes disponibles. Los investigadores suelen estar vinculados a la universidad u otras instituciones, participan en congresos, escriben en revistas académicas y son reconocidos por sus pares. Son conscientes de sus limitaciones y de su propia subjetividad, por lo que procuran aparcar sus propias ideas. Al fin y al cabo, su finalidad es el avance del conocimiento; hacer historia, no hacer patria, clase o cualquier otra identidad.
Por el contrario, la prioridad de los propagandistas es servir a una causa política, aun cuando el precio a pagar sea tergiversar los acontecimientos. De nuevo, el fin justifica los medios. La mayoría no solo carece de formación académica especializada, sino que desprecia la historia como disciplina científica. Se trata de proselitistas que escriben una literatura panfletaria, ad probandum, sin investigación previa y con nulo respeto por la deontología historiográfica.
Por supuesto, hay propagandistas de todos los colores, pero en España hay dos tipologías que gozan de predicamento. Una, la de los revisionistas que se dedican a blanquear la insurrección contra la II República que llevó a la Guerra Civil, presentándola como “inevitable”, los crímenes del bando rebelde, que relativizan o incluso niegan, la División azul, que disfrazan con ropajes casi “europeístas”, y la larga dictadura franquista, cuyo cariz represivo ocultan.
Otros, los vinculados al nacionalismo vasco radical, que justifican los daños humanos causados por Eta (853 víctimas mortales y más de 2.600 heridos) escudándose en la narrativa del “conflicto”: la supuesta guerra étnica en la que los “invasores” españoles y los “invadidos” vascos llevarían enzarzados desde la noche de los tiempos y cuyo penúltimo capítulo sería Eta. Se trata de un mito, el equivalente abertzale a la “lucha de razas” del nazismo o la “Cruzada” del franquismo.
Conocer el pasado de manera rigurosa, incluyendo en el relato la memoria de las víctimas, nos sirve para no ver a los demás como un otro al que perseguir y devorar, sino como a nuestros iguales
No todos los relatos tienen el mismo valor: la fabulación del propagandista no debe colocarse a la misma altura que el trabajo del historiador. Tampoco es factible hacer una síntesis entre ambas narrativas, pues el único término medio entre la verdad y la mentira es la media mentira. Por otro lado, la expresión “batalla del relato”, que hoy en día se ha hecho habitual, proyecta la imagen de la pugna entre dos bandos iguales, trasunto de la “Cruzada” o el “conflicto vasco”, por lo que no resulta adecuada. Frente a los mitos y la manipulación interesada solo cabe una respuesta: la historia de los historiadores.
¿Y qué hacemos con la memoria de los damnificados? Desde el Holocausto, ya no se percibe a las víctimas como el precio a pagar, pero, por desgracia, no es raro que se relativice su verdad; se invite a pasar página; se patrimonialice el daño, poniéndolo al servicio de una causa particular; se remarquen agravios comparativos entre ellas, estableciendo jerarquías; y se las divida entre buenas (las nuestras) y malas (las que sentimos ajenas), negando o tergiversando su memoria, utilizando a las primeras para legitimar a posteriori la violencia contra las segundas.
Frente a esa miope, tribal y peligrosa instrumentalización del dolor, hay que reivindicar su dimensión universal. Como sostiene el filósofo Reyes Mate, “si alguien reconoce a una víctima, tiene que reconocer a todas”. De otro modo, demuestra no haber entendido a ninguna.
Tampoco parece correcto privatizar el trauma o mezclar a los damnificados. Supondría borrar su significado y difuminar la culpabilidad de los perpetradores de la violencia.
Hace falta una atención individualizada, con proyección pública; estudiar, analizar y difundir cada historia en su complejidad: la biografía de la víctima, con nombre y apellidos, su contexto, así como la evolución, las ideas y los métodos de los victimarios. Para fomentar la investigación, las exposiciones, la pedagogía y los homenajes, resulta imprescindible contar con centros especializados, como el Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo, al que esperemos pronto se sume otro similar acerca de la Guerra Civil y la dictadura franquista.
Diferentes, sí, aunque complementarios. De esta manera, con el concurso de todos, lograremos dar a las víctimas la centralidad en un relato histórico riguroso.
No todos los relatos tienen el mismo valor: la fabulación del propagandista no debe colocarse a la misma altura que el trabajo del historiador
Echar la vista atrás, si lo hacemos con los ojos abiertos, es un ejercicio costoso, que nos enfrenta a episodios incómodos. ¿De verdad merece la pena el esfuerzo? En El lugar de la memoria, uno de los últimos proyectos de Bakeaz, el ensayista Martín Alonso explicaba que recordar ejerce dos funciones. Por un lado, responde a una misión reparadora y terapéutica para los damnificados y sus seres queridos. Por otro, la memoria de las víctimas tiene un papel proactivo y profiláctico: es una vacuna contra el fanatismo y la radicalización; el estímulo de una sociedad cívica, democrática y tolerante.
En este punto conviene hacer justicia a Plauto retomando su cita, pero esta vez copiándola entera: el hombre es un lobo para el hombre, no un hombre, cuando desconoce quién es el otro. Cobra un nuevo sentido, que también podemos aplicar a la historia: conocer el pasado de manera rigurosa, incluyendo en el relato la memoria de las víctimas, nos sirve para no ver a los demás como un otro al que perseguir y devorar, sino como a nuestros iguales, con quienes podemos empatizar y dialogar. En definitiva, recordamos para resistir la tentación de volver a lugares tan oscuros como Auschwitz.
Recordemos, pero hagámoslo bien. Para conseguir tal meta no solo es imprescindible la labor del historiador y del divulgador, sino también la reflexión serena y profunda acerca de la historia, la memoria, sus debates y sus límites. Es lo que hace Iván Garzón Vallejo en el excelente libro que tiene usted entre manos, estimado lector.