Sabiendo cómo los tratan, me sorprendió ver a un travesti en la inauguración de la primera sala de cine de arte de Barranquilla. La sociedad en pleno, el poder de la ciudad estaba presente en todo su esplendor. Los ministros de Comunicaciones y de Educación pronunciaron sendos discursos. Los hombres importantes de la ciudad, sudando bajo sus camisas de manga larga, agitando sus vasos de whiskicito con hielo, acompañados por sus esposas vestidas de lino almidonado y con peinados rígidos, brindaron por el esfuerzo pionero de introducir la cultura del cine en Barranquilla.
Una pareja de aspecto inusual –tan inusual que era imposible no reparar en ella– se había mezclado entre ellos con total impudicia. Más alta que el hombre –vestido de smoking–, se destacaba la mujer, de cabello platinado y más de un metro ochenta de estatura.
La pareja se acercó a saludar a la amiga con quien yo estaba hablando y ambos la besaron en la mejilla. La escultural mujer estaba, como yo, vestida de seda blanca, excepto que su vestido ostentaba un escote más profundo y cubierto de hilillos plateados. Tenía los ojos maquillados con escarcha y labios fuertemente delineados. De cerca, su sexo era obvio. Estreché un guante brillante que le llegaba hasta el codo, me apretó las manos con la fuerza de un estibador.
–Jhon Pantoja –dijo ella.
–Encantada –respondí.
Destacó la similitud de nuestros vestidos y me describió como una ninfa, cosa que me halagó, pero luego, jugando burlona con las palabras, transformó a la “ninfa” en “ninfómana”. A mí me divirtió su travesura, su necesidad de escandalizar.
Cuando se alejaron para codearse con la mayor cantidad posible de invitados en el jardín, mi amiga me explicó que la “pareja” era parte de una instalación sobre travestis de Gustavo Turizo, quien había tomado la costumbre de aparecerse en todos los actos sociales acompañado por travestis. Jhon Pantoja –la Marilyn Monroe más masculina que haya visto jamás– se tomaba muy en serio su papel, e iba de un lado a otro presentándose con los aires de una diva en su noche de estreno. Algunos invitados sonreían con la misma altiva tolerancia que solían desplegar cuando veían algo divertido y no obstante un tanto vulgar o ridículo. Pero la mayor parte de la sociedad esbozó una sonrisa reprobatoria. El consenso indicaba que Gustavo Turizo se había sobrepasado con esa tontería de los travestis.
Después de todo, esa no era la primera vez que intentaba escandalizar a la sociedad tradicional. Todo había comenzado con la inauguración de su muestra ‘Las mujeres más hermosas del mundo son hombres’. La muestra incluía pinturas tamaño natural de travestis, algunas de ellas de más de dos metros de estatura.
–Quería asegurarme de que la gente no los confundiera con ninguna otra cosa y que los viera tal como eran: hombres vestidos con ropa de mujer. Me aseguré de que tuvieran músculos enormes, grandes pelucas, tacones muy altos y un bulto enorme entre las piernas. No quería que nadie entrara y dijera que eran solo mujeres hombrunas o marimachos. Nadie pudo ignorar que eran pinturas de travestis.
Invitó a sus musas y sus modelos a la inauguración de la exposición. Jhon Pantoja era el más importante de todos. Invitarlos a una galería de arte era aceptable. Las galerías de arte son espacios neutrales en los que está permitida cierta elasticidad en las reglas.
Quise desmitificar la imagen que esta gente tiene de los travestis
Turizo decidió luego que Pantoja personificara a Grace Jones en la fiesta inaugural de Comfamiliar, la principal caja de compensación de la ciudad. Incluso eso fue considerado divertido. Los hombres importantes siempre fueron entretenidos por bufones. Pero ¿a quién se le había ocurrido permitir que los payasos se mezclaran con los reyes de igual a igual, tal como lo estaba haciendo Jhon Pantoja esa noche? ¿A quién se le había pasado por la cabeza invitar a un hombre de enorme peluca platinada y pechos expuestos al mismo salón que los ministros y otros importantes de la comunidad? Pantoja podía ser un histrión, nunca un invitado. ¿Qué estaba haciendo entonces, actuando como si formara parte de la buena sociedad? Ofendida, la sociedad calificó de atrevimiento el acto de Turizo: ¿cómo se le ocurre? La mayoría coincidió en que era una falta de respeto.
–Quise desmitificar la imagen que esta gente tiene de los travestis –dice Turizo hablándole a mi grabadora–. Quise darles un lugar, especialmente un lugar en la sociedad, hacer que dejaran de ser muñecas en los espectáculos del submundo al que pertenecen. A nadie le interesa saber quiénes son los travestis en realidad: de pronto a unos pocos de los que van a las discotecas y quizá dos o tres de las mujeres que ellas peinan, pero solo aquellas a quienes sienten que pueden invitar, las que se atreverían a ir a las discotecas.
Sin darse cuenta, Turizo puso fin a su carrera de integracionista sexual cuando organizó un acto para la inauguración de la nueva sede de la Alianza sa. Fue un típico drag show: intérpretes vestidos como divas haciendo la fonomímica. Jhon Pantoja hizo de Edith Piaf y un dúo de mulatos cantó la música sexy y caribeña de Azúcar Morena. La sorpresa se reservó para el final. Turizo había llevado al travesti más grande y fornido que pudo encontrar, no una “niña sofisticada” como Malena o Jhon Pantoja sino un verdadero “miembro del submundo del submundo”, un travesti contratado en las discotecas de mala muerte del centro de Barranquilla que hizo una asombrosa versión de 'No llores por mí, Argentina'. El aplauso del público la excitó en exceso. Ese era el día más importante de su vida como travesti: estaba actuando para gente poderosa, bailando frente a los gobernantes de la ciudad. Con el deseo de brindarle más a su público, a la gente cuyo reconocimiento tanto valoraba, comenzó a desprender las varias capas de su falda de chiffon azul. Los pañuelos fueron cayendo, uno por uno, y su danza se volvió más erótica, sus embestidas pélvicas más exageradas hasta quedar cubierto apenas por un suspensorio. El aplauso se transformó en silencio horrorizado cuando comenzó a hacer insinuaciones a los hombres del público.
Ese fue el fin de la obra de Turizo. Se había atrevido a llevar al enemigo a un espacio reservado exclusivamente para los respetables.
Turizo esperaba derribar parte de la latente y virulenta homofobia de nuestra ciudad. Pero la tarea superó sus posibilidades de pionero
Pero eso era, precisamente, lo que se había propuesto. Quiso llevarlos a lugares donde la gente jamás esperaría verlos. Quiso llevarlos primero a los ámbitos de poder y luego a los cines, los supermercados, los centros comerciales y los mercados al aire libre: “al mundo común donde están acostumbradas a que la gente se ría de ellas o les grite que son la inmundicia del mundo”. Turizo esperaba derribar parte de la latente y virulenta homofobia de nuestra ciudad. Pero la tarea superó sus posibilidades de pionero.
La exclusión de los travestis del ámbito oficial es común en toda América Latina. Cuando el presidente de Panamá, Guillermo Endara, se enteró de que su ministro de Cultura estaba planeando un festival de travestis en el Teatro Nacional –gloria y orgullo de la élite cultural del país– se encolerizó.
–¿Cómo se atreve a pensar que podrá realizar un acto de esa naturaleza en el mismo lugar donde condecoro a los magistrados del tribunal electoral? Enviaré a la policía nacional. No permitiré que el teatro se convierta en una pocilga de homosexuales.
Tal como sucede con los pobres, los travestis son buenos cuando trabajan para nosotros, cuando nosotros tenemos el control y el poder, y peligrosos cuando no. Como individuos son invisibles, burlados y segregados. Como estilistas, curiosidades de carnaval o sujetos de una obra artística son aceptados, siempre y cuando jueguen según las reglas tácitas. Como cualquier otra cosa, como prostitutas callejeras, como intrusos en lugares tradicionales, como individuos, son acosados, burlados y a menudo golpeados, a veces mortalmente.
Si tener un travesti como peluquera era parte de mi adolescencia, tanto como escuchar lo gemidos sexuales de Barry White, mientras me decían que el sexo no era para las chicas como yo, los travestis también eran parte de las salidas de los varones adolescentes. Para ellos, eran hombres con vestidos y tacones altos que se apostaban a unos pasos de la discoteca preferida y a los que debían tener cuidado de no confundir con las prostitutas que a veces contrataban.
–Te podías equivocar, y en vez de conseguirte una de esas mujeres, te llevabas una gran sorpresa –itió Beto, un amigo barranquillero de aquella época, durante una larga conversación que mantuvimos recientemente.
SILVANA PATERNOSTRO
PARA EL TIEMPO
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