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Murió Darío Marín, uno de los pionero en las librerías de segunda bogotanas
Su amigo y colega de profesión, Álvaro Castillo de San Librario, lo despide en este texto.
Hace unos días supe que compañero, una de las palabras que más me gustan del idioma, viene del latín "cumpanis", que quiere decir "los que comparten el pan".
Eso hacíamos en la mañanas con Darío Marín, cuando pasaba a visitarlo temprano a su casa y librería. Después de saludarnos, iba a la panadería de al lado a comprar el pan para acompañar el café que Milena, su compañera, nos preparaba. Y mientras miraba en medio del caos de libros que siempre lo acompañó (y era su sello característico) comenzábamos a conversar.
Fue una conversación que nació hace casi treinta y cinco años. Primero en el mercado de las pulgas de la cuarta, después en San Victorino, luego en el Temel y por último en Palermo.
Fue uno de los primeros libreros de libros usados que conocí. Lo veía trabajar y manejar los libros como si fuera lo más natural del mundo (que lo es). Me refiero, tal vez, a que el trasegar de los libros por sus manos era un paso más antes de llegar a las manos de su lector. En este caso, a las mías. Los libros cumpliendo con su destino.
También fue uno de los primeros que confío en mi y me enseñó el valor de la palabra (como también lo hizo Orlando Ñungo): "Llévatelo y me lo pagas después".
Sin recibos ni teléfonos: sólo la palabra vale entre los libreros.
Fueron muchísimos los libros que me consiguió y le compré en todos estos años. Demasiados. Incontables. También fueron muchos los que me regaló, los que me guardó porque sabía que me iban a interesar o me podían gustar. Hasta uno firmado por Pablo Neruda me dio.
En medio de esas charlas fui aprendiendo los rudimentos de mi oficio. Me enseñaba sin pretenderlo. Lo hacía con el ejemplo. Son demasiadas las cosas que aprendí de él. Incluidas las mañas...
Su vida fue una vida de novela. Llena de aventuras, sacrificios, esfuerzos y pequeñas batallas. La contaba con ese acento paisa que nunca perdió y con una sonrisa de picardía. ¡Hasta sacristán fue!
Sus consejos me sirvieron para mi primer viaje a Europa en 1992. Seguí algunos de sus pasos. Cuando regresé y se lo conté una sonrisa iluminó su rostro.
Con el paso de los años fuimos haciéndonos contemporáneos. Esa es una de las maravillas del envejecer. Poder mirar y comprender las cosas de una manera similar. Y siempre me enorgulleció llamarlo uno de mis maestros.
Darío Marín en compañía del librero Álvaro Castillo. Foto:cortesía Álvaro Castillo
De entre sus muchas virtudes había tres que siempre lo habitaron: la honradez, la generosidad y la incapacidad de la envidia. Eso lo hacía un ser humano muy especial. Un librero particular. Se alegraba de los éxitos de los demás y se solidarizaba ante los problemas y dificultades.
También era impuntual, caótico, desordenado y cascarrabias a veces. Siempre decía que iba a ordenar su librería. Jamás lo hizo. O la ordenó a su manera que no era la de los demás. Muchas veces no encontraba un libro. Sabía que debía estar en algún lugar. Y hasta que lo encontraba no descansaba.
Tuve también el inmenso privilegio de ver crecer a sus hijos Alejandro y Camila. Verlos hacerse adultos y profesionales.
Hace unas horas partió. Descansó.
Apenas supe la noticia no pude articular muchas palabras.