Así como la parte final del año viene acompañada de las decoraciones de Navidad, junto con la música y las tradiciones propias de diciembre, en lo que atañe a la economía hay un compromiso que desde hace unas décadas nunca falta. Se trata de la discusión en torno al salario mínimo que empieza a regir cada primero de enero, una labor que recae en la Comisión Permanente de Políticas Salariales y Laborales.
En la presente ocasión, el primer encuentro está programado para este martes. Ese día, representantes del Gobierno, los trabajadores y los empresarios se sentarán alrededor de mesa, según el anuncio hecho por la ministra de Trabajo, Gloria Inés Ramírez.
Muy posiblemente lo que viene se acabará asemejando, en términos generales, al libreto de siempre. Tras unas escaramuzas de apertura en las que unos y otros sientan su posición alrededor de cómo ven las cosas, siguen una serie de presentaciones e informes técnicos relacionados con el comportamiento de la inflación, el desempeño de la productividad y la situación del empleo.
A continuación, sindicatos y sector privado destapan sus respectivas cartas, que inicialmente muestran números muy distantes. En más de una ocasión se ha logrado llegar a un punto medio, pero nada garantiza que así sea. Para el momento en que comienzan las novenas usualmente es fácil intuir si habrá consenso o no.
Esta vez las posibilidades de un entendimiento parecen ser bajas. A diferencia de lo que ocurrió en 2022, cuando hubo humo blanco en torno a un incremento del 16 por ciento que superó en casi tres puntos la inflación –en parte para hacerle un guiño a la llegada de un Presidente de izquierda al poder– ahora la situación es muy distinta.
Para comenzar, si un año atrás la economía estaba en pleno crecimiento, los datos más recientes son inquietantes. Sectores clave como industria, comercio o construcción llevan varios meses de declive, algo que se nota en los estados financieros de compañías de todos los tamaños.
De otra parte, el clima político es bien diferente. Como lo muestran las encuestas -y lo confirmaron de manera indirecta las elecciones regionales de octubre- la istración Petro ya no se asemeja a esa aplanadora del comienzo que intimidaba con su popularidad y contaba con sólidas mayorías en el Congreso.
Como ahora su capacidad de convencer a unos y otros está disminuida, aumenta la probabilidad de que tome partido para optar por la que se ve como la salida más popular, que es la de un aumento importante. El riesgo es que inclinarse claramente hacia ese lado derivaría en una mayor tensión entre las partes e iría en contravía de acercamientos como los de la semana pasada en Cartagena, además de los eventuales efectos económicos y sociales de un incremento desproporcionado.
Dos visiones
Quienes defienden un alza en el mínimo muy superior a la del índice de precios al consumidor, señalan que esta es la manera apropiada de mejorar el estándar de vida de la clase trabajadora y más en un país en donde la desigualdad del ingreso es elevada. También aparece el planteamiento de que una mayor capacidad de compra es justo lo que la economía colombiana necesita, a la luz de la fuerte contracción de la demanda interna.
Por su parte, el sector empresarial insiste en que el lente debe ser más amplio. Para el presidente de la Andi, Bruce MacMaster, “la decisión de este año será especialmente compleja por cuatro factores que son: la inflación que no da su brazo a torcer, la caída en la actividad económica, la muy probable disminución en el empleo derivado de una posible recesión, y la inmensa incertidumbre aportada por el proyecto de reforma laboral”.
A su vez, los académicos recuerdan cuáles son los parámetros que deben ser tenidos en cuenta. Aparte de que en su momento la Corte Constitucional determinó que el reajuste anual no puede ser inferior al del aumento en valor de la canasta familiar, la fórmula apropiada debería considerar no solo este factor sino el aumento en la productividad, un dato que debería entregar el Dane en los próximos días.
Camilo Herrera, de la firma Raddar, recuerda que “el gasto de los hogares viene en caída desde noviembre del año pasado, algo que sucede por primera vez en la serie de datos que manejamos”. Añade que, según sus cuentas, “la productividad en 2023 seguramente será negativa por la sencilla razón de que la economía está prácticamente estancada mientras el número de ocupados ha subido”.
Lo que muestra la experiencia en lo que va del siglo es que los reajustes han tendido a ser más elevados que el ritmo inflacionario. Más allá de la eterna discusión sobre si el mínimo –que está en 1,16 millones al mes– le permite a una persona vivir dignamente, las estadísticas señalan que su alcance real ha aumentado en casi un 30 por ciento a lo largo de las últimas dos décadas.
El debate se complica todavía más cuando se tienen en cuenta los elevados niveles de informalidad existentes en Colombia. Las encuestas de hogares muestran que millones de personas –más en las zonas rurales que en las urbanas– reciben ingresos mensuales inferiores al mínimo. Incluso si lo obtienen, sus patronos no cumplen con las normas relacionadas con aportes a la seguridad social y otros pagos.
Cuando se sube la vara en exceso, resulta mucho más difícil cerrar esa brecha. A pesar de las críticas recibidas, de tiempo en tiempo hay economistas que sostienen que el salario básico es muy elevado y proponen opciones como remuneraciones diferenciadas entre el campo y la ciudad, ajustadas a las realidades locales.
No está de más recordar, además, que una de las particularidades del país es la de sus altos índices de desocupación, muy superiores al promedio latinoamericano. Tan es así, que aquí los gobiernos celebran cuando la tasa de desempleo se ubica en un dígito, algo que no tiene nada de extraordinario en naciones como México o Perú.
De tal manera, aparece el riesgo de que un salto significativo en el salario mínimo acabe haciendo más daño que bien. Por ley de oferta y demanda un mayor precio del trabajo disminuirá el apetito de crear nuevas plazas y más en un contexto de fragilidad económica como el actual, con un crecimiento que apenas bordea el uno por ciento anual.
Aparte de lo anterior, es importante recordar que a diferencia de lo que ocurre en otras latitudes en donde la inflación muestra signos de moderación, en el caso colombiano la batalla continúa. Por cuenta de que el mínimo es el referente que se utiliza para la fijación de determinadas tarifas o servicios, se conforma aquello que los especialistas conocen como la indexación.
Dicha circunstancia equivale a impulsar la bola de nieve de las alzas, justo cuando el esfuerzo de las autoridades consiste en disminuir su velocidad. Por eso, quienes ingenuamente creen que subir artificialmente el salario es el remedio obvio para acabar con la pobreza olvidan que los excesos pueden llevar a un resultado contrario al deseado: una carestía galopante que disminuye el poder de compra de la gente y torpedea el empleo formal.
Cartas en la mesa
Que hay conciencia de que el palo no está para cucharas es evidente, al menos entre algunos integrantes de la Comisión tripartita que prende sus motores esta semana. Más allá de los sesgos particulares de los diferentes participantes, se reconoce que el entorno es mucho más desafiante que el de hace un año.
John Jairo Caicedo, de la Confederación de Trabajadores de Colombia (CTC), identifica los obstáculos. “Tenemos varias inquietudes: el alto costo de vida en estos momentos y la desaceleración que es una realidad, junto con la incertidumbre que afecta a los sectores productivos”. Bruce MacMaster agrega que “la responsabilidad que tenemos para la definición de la cifra de aumento es quizás más compleja que en ningún otro año que yo recuerde”.
Hechas esas apreciaciones, nadie quiera hablar de cifras todavía. Del lado sindical, falta ver si las centrales llegan con una postura unificada, mientras que entre los empresarios el análisis interno continúa.
Los aficionados a especular hablan de que un reajuste cercano al 12 por ciento –es decir un salario de 1,3 millones mensuales– podría ocurrir, pero la verdad es que todavía es prematuro hacer cuentas.
También hay cábalas sobre cuál puede ser la postura del Gobierno. El viernes pasado en Cartagena el ministro de Hacienda, Ricardo Bonilla, se refirió al tema durante una presentación que hizo en el Congreso de Infraestructura.
Según el funcionario, el cálculo de los técnicos de la entidad a su cargo es que la inflación terminaría el año en 9,73 por ciento, lo que implícitamente fija el punto de partida del debate. Además, recordó que en 2023 tuvo lugar un incremento del poder de compra de los hogares. “Tenemos una ganancia de al menos seis puntos porcentuales”, subrayó, no sin agregar que “la coyuntura está para evitar una recesión”.
Dichas opiniones llevan a pensar que el titular de la cartera abogará por la moderación, aunque no necesariamente su colega de Trabajo estará en la misma línea. Es de imaginar que Bonilla también tiene en mente que requiere controlar el costo de la nómina oficial y más ahora que se plantea un recorte en los ingresos estatales debido al fallo de la Corte Constitucional que afecta a parte de la reforma tributaria aprobada en 2022.
No obstante, y más allá de lo que diga la ortodoxia, la política tendrá un papel fundamental en la definición del mínimo. Dentro de la istración Petro hay quienes piensan que esta es una manera de recuperar la popularidad perdida, sobre todo porque el Ejecutivo no tiene mucho para mostrar en términos de realizaciones.
Al respecto, vale la pena recordar que numerosos Presidentes han caído en la misma tentación, sin que la largueza a la hora de fijar la remuneración salarial les haya cambiado sus niveles de aprobación. En cambio, si este asunto se convierte en otro motivo de confrontación con el sector privado e influye en que la economía siga postrada, el balance acabará siendo negativo.
Así las cosas, es indispensable que en la presente oportunidad impere la sensatez. Aparte de que un consenso enviaría la señal de que aun en medio de las dificultades sigue siendo factible llegar a acuerdos, un desenlace que deje contentos a los que componen la Comisión Permanente ayudaría a reconstruir la confianza que determina el clima de inversión.
Por el contrario, escoger la salida populista de un incremento desproporcionado equivaldría a querer ganar indulgencias con avemarías ajenas. Ello amenazaría con crear problemas adicionales al poner en entredicho la viabilidad de muchos negocios, sin que la economía, ni muchos menos el Gobierno, tengan margen de maniobra. Y eso, en las circunstancias actuales, no es poca cosa.
RICARDO ÁVILA PINTO
Especial para EL TIEMPO
En X: @ravilapinto