Tal como ocurre el quinto día de cada mes, para el próximo martes está programado el reporte que hará el Dane sobre el comportamiento del índice de precios al consumidor. Sin entrar a hacer cábalas, basta decir que los augurios respecto a marzo no son los mejores por cuenta de lo observado recientemente.
Después de que la inflación anualizada en Colombia superó la marca del 8 por ciento en febrero, la expectativa es que seguirá subiendo. Aparte de las dinámicas internas de diferentes costos, están las repercusiones de la crisis causada por la invasión a Ucrania que disparó las cotizaciones de numerosos productos.
En buena parte del mundo, controlar la espiral pasó a encabezar la lista de preocupaciones de los encargados de las decisiones económicas. Las estadísticas muestran que en el hemisferio norte las alzas andan a un ritmo que no se veía hace 40 años, mientras en el sur la escalada se ve difícil de controlar.
Ello explica por qué en América Latina numerosos bancos centrales, desde México hasta Chile, han buscado aplicar los frenos mediante el reajuste en las tasas de interés, así como lo volvió a hacer el Banco de la República la semana pasada. Aunque eventualmente la subida tendrá impacto sobre el crecimiento, también debería moderar el avance de la carestía a lo largo del segundo semestre.
Mientras ese momento llega, el debate será intenso debido a las quejas de los consumidores que sienten que el dinero no les alcanza. De vuelta al país, los mayores reclamos se centran en la comida, que “está por las nubes”, como reza la conocida expresión popular.
Algunas cifras reflejan el tamaño de lo sucedido. Según el Dane, el ascenso anual del renglón de alimentos y bebidas no alcohólicas hasta febrero ascendió a más del 23 por ciento, un promedio que fue ampliamente superado por algunos elementos de la dieta diaria.
Por ejemplo, la carne de res subió 36 por ciento en los últimos 12 meses, la de pollo 27 por ciento, las frutas y verduras casi 34 por ciento y la papa en 142 por ciento. Esa circunstancia golpea con mucha mayor dureza a los hogares de bajos ingresos que destinan una proporción más alta de lo que ganan a nutrirse.
Pan y votos
Pero el debate va mucho más allá y sobre todo en esta época electoral. Ante las quejas de la gente, los candidatos a la Presidencia de la República han hecho diversas propuestas.
No obstante, hay diferencias profundas entre dos términos que se parecen. Mientras unos hablan de seguridad alimentaria, otros, como Gustavo Petro y Francia Márquez, afirman que lo que procede es la soberanía alimentaria.
El primer concepto hace referencia a “la disponibilidad suficiente y estable de alimentos, el y el consumo oportuno y permanente de los mismos en cantidad, calidad e inocuidad por parte de todas las personas”, según la definición internacionalmente aceptada. El segundo tiene mucho más que ver con la autosuficiencia, lo cual implica no depender de las importaciones.
Que vale la pena cambiar el statu quo es algo sobre lo cual debería existir consenso. La disponibilidad de suelos agrícolas en Colombia es de algo más de 36 millones de hectáreas, de las cuales se cultiva aproximadamente una séptima parte y casi un 60 por ciento se destina a la ganadería.
Con una riqueza hídrica que supera en cinco veces y media el promedio mundial y pisos térmicos distintos, el territorio nacional cuenta con condiciones naturales únicas para ser una potencia en producción de bienes agropecuarios. A pesar de cumplir esas condiciones básicas de tierra y agua en abundancia, la realidad es otra, como lo certifican los datos disponibles.
De tal manera, mientras la economía nacional tuvo un promedio anual de crecimiento del 3,7 por ciento entre 1970 y 2020, las actividades del campo avanzaron 2,7 por ciento en promedio durante ese lapso. Es verdad que desde 2011 las cosas andan mucho mejor y que la evolución positiva del sector se mantuvo en la pandemia mientras el país entró en recesión, pero la brecha acumulada es grande.
A lo anterior se suman los indicadores sociales. La pobreza multidimensional, que en las cabeceras municipales afectaba a uno de cada ocho habitantes en 2020, en las zonas rurales era de 37 por ciento. La cobertura de servicios públicos básicos o la calidad de la salud y la educación es inferior en las áreas apartadas, al tiempo que los índices de informalidad laboral pueden superar el 90 por ciento.
Por otra parte, los efectos derivados del coronavirus y de la guerra en Europa Oriental confirman que la globalización, junto con la posibilidad de abastecerse de latitudes lejanas, está en problemas. Tanto los tropiezos logísticos como la geopolítica han puesto un enorme signo de interrogación sobre la capacidad de los mercados de llegar a cientos de millones de personas, a lo largo y ancho del planeta.
Basta tener en cuenta que las exportaciones de cereales de Rusia y Ucrania, en conjunto, representan el 12 por ciento de las calorías que consumen todos los habitantes de la Tierra. Aunque cada cual encontrará su manera, es lógico pensar que las naciones que puedan hacerlo requieren en el mediano plazo disminuir su dependencia de proveedores externos y generar excedentes para que potenciales compradores puedan aminorar riesgos.
Colombia tiene un reto importante en esta materia. En 2021 el país importó 13,8 millones de toneladas de bienes agropecuarios por 8.701 millones de dólares. La mayor proporción correspondió a maíz, trigo, soya y cebada, usados primordialmente en la fabricación de concentrados para animales.
No faltan quienes señalan que en la lista también se encuentran renglones como carne de cerdo, café, fríjoles, papas, leche en polvo y arroz. Ello lleva a pensar a más de uno que se está desplazando a los productores nacionales por cuenta de una competencia externa en la que, además, abundan los subsidios a los agricultores de otras partes.
Bajo esa lógica, suben de tono los llamados a cerrar las fronteras. En líneas generales el planteamiento es que, si todo lo que el país necesita se cultiva internamente, se creará un círculo virtuoso que no solo garantizará la seguridad alimentaria sino que además generará empleo y disminuirá la pobreza en el campo.
Un cálculo similar se hace respecto de los fertilizantes, que también han subido y escasean por causa del conflicto en el Viejo Continente. Tampoco faltan los que dicen que para sustituir esas compras basta con una buena dosis de voluntad política, así no haya compuestos como el potasio en la geografía nacional y los depósitos de rocas fosfórica sean escasos.
Sembrar para recoger
Lo anterior confirma que así se planteen remedios que suenan muy atractivos, es mejor la cautela. Los conocedores señalan que las cosas no son tan fáciles, pues decisiones intempestivas pueden originar más trastornos que beneficios.
Ángela Penagos, directora del Centro de Investigación en Sistemas Agroalimentarios de la Universidad de los Andes, señala que “el día en que se suspendan las compras externas se verá un efecto significativo sobre el valor de la canasta familiar y eso llevará a que aumente la pobreza”. La experta recuerda que la apertura de comienzos de los años noventa del siglo pasado abarató sustancialmente lo que pagan los consumidores por la comida.
Aunque puede sonar anecdótico, la conocida frase de “¿quién pidió pollo?” hace referencia a un país de antes en el cual la carne blanca era mucho más cara que la roja, reservada solo para ocasiones especiales. Ese no es el caso ahora, gracias a un sector avícola competitivo que depende de los insumos traídos de afuera y que se vería muy comprometido si esa alternativa desaparece.
Lo anterior no es una invitación a dejar las cosas como están, sino a tomar las decisiones correctas, que comienzan por convertir la crisis mundial actual en una oportunidad. Penagos sostiene que “nuestra matriz productiva de alimentos es muy poco diversificada. Podemos ser grandes productores, pero eso requiere centrarse en resolver los problemas que importan, sin olvidar los impactos del cambio climático”.
Ello obliga, por ejemplo, a cambiar el foco, tradicionalmente centrado en la medición de las áreas sembradas. En cambio, sigue pendiente la tarea en lo que corresponde a la productividad, muy rezagada frente a las mediciones de Argentina, Perú, Brasil, México o Chile, para solo hablar de América Latina.
Las causas del atraso son múltiples y van desde la inseguridad hasta la falta de títulos de propiedad en buena parte de los predios. Sin embargo, numerosos estudios coinciden en que factores como asistencia técnica, al crédito y vías de comunicación son cruciales.
Aunque conseguir avances en cada uno de esos temas toma tiempo, hay motivos para el optimismo. Juan Lucas Restrepo, actual director de la Alianza para la Biodiversidad Internacional y del Centro de Agricultura Tropical, dice que “hay un espacio enorme para remplazar las importaciones de maíz, de soya y de cebada”.
Su experiencia como director ejecutivo de Agrosavia durante ocho años le permite hablar con conocimiento de causa sobre el desarrollo de semillas adaptadas al territorio nacional, con rendimientos comparables a los ideales. Advierte que “hay que armar una estrategia completa que debe incluir tecnología y estructurar las cadenas de suministro, además del acompañamiento a los productores de diferentes tamaños”.
Esa última frase es clave, pues el desarrollo en el campo necesita ser incluyente. Felipe Roa Clavijo, investigador de la universidad de Oxford y ganador del prestigioso premio Alejandro Ángel Escobar por su tesis doctoral sobre desarrollo rural, subraya que elementos como la distribución y el a los alimentos son fundamentales en la ecuación. “Ante la presencia del cambio climático hay tres paradigmas definitivos como son sostenibilidad, pobreza rural y mejoramiento de la nutrición”, afirma.
Como conocedor de primera mano de las demandas de los campesinos y del surgimiento de movimientos como Cumbre Agraria o Dignidad Agropecuaria, el académico resalta que las expectativas son altas. De hecho, algunos de sus dirigentes llegarán al Congreso en la próxima legislatura tras haber sido elegidos el 13 de marzo.
Una mayor representatividad política asegura que los debates en torno a seguridad y soberanía alimentaria ganen en visibilidad. Eso sin duda es positivo, en la medida en que los técnicos participen y el populismo no haga de las suyas. “Aquí tenemos que intervenir todos con el propósito de construir soluciones de consenso viables y realistas”, sostiene el presidente de la Sociedad de Agricultores, Jorge Bedoya.
Si el proceso de discusión se conduce adecuadamente, resultará clave elevar el nivel de los encargados de adelantar la política productiva. Dicho de manera más directa, el Ministerio de Agricultura no puede ser parte de la vara de premios en la repartición de cuotas, al tiempo que el presupuesto que maneja requiere concentrarse más en la provisión de bienes públicos como distritos de riego, que en privilegiar a algunos a través de subsidios con nombre propio.
En último término, de lo que se trata es de reorientar la estrategia de desarrollo para ampliar el abanico de sectores que generan empleos de calidad. A sabiendas de que la ventana de los hidrocarburos ya se comenzó a cerrar de manera paulatina, el reto consiste en usar bien las condiciones naturales del territorio para que el principal motor del crecimiento sea el sector agropecuario.
Pero ese proceso necesita un esfuerzo continuado con el fin de que resulte exitoso. Ello obliga a ignorar los cantos de sirena de las soluciones fáciles, según las cuales solo basta con cerrar la economía.
Como cualquier cultivador lo sabe, lo que procede es sembrar buenas semillas en tierra fértil, para que echen raíces y den frutos. Solo así se podrá enmendar la plana de tantas frustraciones y lograr que el campo en Colombia se convierta en sinónimo de progreso y oportunidades.
RICARDO ÁVILA PINTO
Especial para EL TIEMPO