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Ante la crisis del coronavirus, mirar al campo primero

La agricultura campesina representa más del 70% de la producción y continúa a pesar de la pandemia.

El campesinado, que sigue trabajando en la pandemia, garantiza la seguridad alimentaria.

El campesinado, que sigue trabajando en la pandemia, garantiza la seguridad alimentaria. Foto: Héctor fabio zamora. EL TIEMPO

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Es una realidad evidente que nos encontramos ante el mayor desafío para la especie humana, que altera de un tajo los sistemas de salud del planeta, afecta a millones de contagiados y deriva en miles de muertos. Estamos ante el inicio de una recesión y un incremento de la pobreza con mayor desempleo, según expertos y organismos internacionales.
Al tiempo, sabemos que el mundo y sus modelos de desarrollo serán otros, aunque no podamos calcular con certeza cuáles ni cuándo, y hasta se avizoran cambios en la geopolítica más allá del precedente y espectacular tránsito del Atlántico al Gran Pacífico, con eje en el dragón del Asia (China), Rusia e India, por cuenta del mercado mundial.
Todo pende del descubrimiento de la vacuna por el cual compiten los centros de investigación de los países avanzados y la industria farmacéutica, con más de un centenar en el partidor.
¿Qué recomienda la OMS y qué hacen países como Colombia? Buscar el aislamiento para no contaminar a un mayor número de población: “Quédate en casa, usa el tapabocas, lávate las manos y guarda la distancia social” es un mantra que escuchamos por doquier, mientras ganamos tiempo para dotarnos de una infraestructura sanitaria que nunca tuvimos.
En estas recomendaciones hay implícitos muy problemáticos: que todos tienen techo, disponen del agua y pueden asumir la cuarentena, pues disponen de ingresos para surtir la nevera con una oferta abundante de alimentos.
Estamos ante un punto de inflexión mundial. La pandemia que hoy enfrentan 196 países ha obligado a tomar decisiones basadas en la experiencia de la región de origen del coronavirus (Wuhan, China), consideradas poco ortodoxas.
El éxito de cada país responde a la capacidad de su sistema de salud, si está privatizado o si el Estado lo asume como bien público o qué mezcla de público y privado podría ser óptima.
El siglo XX puede ser identificado en términos de la política internacional, económica y social como el garante del derecho inalienable de la libertad. Se exalta la bondad de la globalización, la independencia de los bancos centrales, la emisión privada de dinero a través de la banca no estatal, control de precios por potencias o multinacionales.
En Colombia, se caracterizó por apertura económica, reformas de la educación y salud bajo esquemas de capitación, reprimarización de la economía altamente dependiente de la volatilidad de los precios internacionales de los commodities y minerales; estabilidad de la balanza de pagos a partir de flujos de capitales y la financiación de la inversión estatal vía derivados financieros.
Incluso, nuestro principal problema social (violencia, masacres, desplazamientos forzosos) pasó a segundo plano y hasta fue desconocido por algunos y retomado con los acuerdos de La Habana. Lo mismo ocurrió con la corrupción, otra pandemia que nos azota.
Sin embargo, ante la actual crisis, ni la inversión en armamento, ni el sector financiero, ni el mundo de la entretención ni los modelos predictivos de la bolsa, o las acciones de gobiernos de manera aislada, podrán dar una respuesta efectiva sin la cooperación y la solidaridad internacional.
Pese a la necesidad de aislarnos transitoriamente, hoy se demanda una ciencia con datos abiertos y médicos sin fronteras. Los países que asimilaron la experiencia de Wuhan y tomaron en serio las recomendaciones de la OMS han logrado controlar la velocidad de expansión e iniciado una apertura económica selectiva.
Recordemos que en los últimos 30 años han fracasado los intentos de acuerdos para reducir la contaminación, las políticas para erradicar la pobreza extrema, las medidas contra la corrupción y la búsqueda de garantizar la seguridad alimentaria.
La respuesta ha sido que el libre mercado regula estos aspectos y que la intervención del Estado trae consecuencias nefastas para el crecimiento del PIB de las naciones; lentamente se reconoce la necesidad del “capitalista colectivo ideal” y aceptar que ante las crisis, las políticas ortodoxas no aplican porque no se cumplen los postulados del capitalismo salvaje ni su estandarte: la libertad al capital financiero.
Incluso, las medidas elementales de confinamiento –lavarse las manos, uso de tapabocas o quedarse en casa– han desnudado nuestra desigualdad social. En Colombia, el déficit habitacional de 18,2 millones significa que 3,8 millones de hogares tienen déficit cualitativo y 1,4 millones carecen de vivienda, lo que explica el hacinamiento y carencia de servicios básicos.
No obstante contar con un mapa hídrico prometedor, se carece del agua en algunas regiones y en otros casos no es potable. En educación se demanda una nueva pedagogía que consulte la era digital que no habíamos asimilado ni activado, lo que genera incomodidades a la comunidad educativa.

¿La vida o la economía?

Ha surgido la falsa disyuntiva de qué predomina, si la vida o la economía. Paul Romer, médico y premio nobel de economía, y su colega de la Universidad de Columbia Pablos Méndez sostienen que “vida y economía sana son compatibles y que, por tanto, como sociedad tenemos la obligación moral de proteger la vida: lograrlo no implica destruir la economía” (EL TIEMPO 18-04-20).
Esta premisa apoya la apertura económica gradual y progresiva del gobierno Duque del “aislamiento inteligente y productivo”.
Pero las cosas no serán iguales a las expectativas de crecimiento antes de la pandemia y después, dado que los países desarrollados buscarán la autosuficiencia combinando ventajas comparativas y competitivas; y nuestro país no compite en tecnologías de punta, innovación, producción industrial e hidrocarburos.
Por eso es necesario refugiarnos en la ventaja competitiva que da el campo con la dotación de tierras, abundante oferta acuífera, variedad de climas, entre otros factores que han llevado a la FAO a reconocer que Colombia tiene potencial para ser una despensa de alimentos en el mundo.
Vida y economía sana son compatibles y que, por tanto, como sociedad tenemos la obligación moral de proteger la vida
Ello supone proteger la producción y el trabajo nacional, dar un viraje a las políticas del desarrollo económico y resolver problemas estructurales del sector rural, como sostiene Alejandro Reyes, “comenzando por un sistema claro y seguro de derechos de propiedad sobre la tierra, aquejados por los dos extremos de un gran campesinado arrinconado en tierras informales y una minoría rentista que acapara, muchas veces de manera ilegal, la mayor parte de la tierra productiva y que no tributa como debería para financiar los servicios de los municipios” (El Espectador, 03-04 -20).
Los estudios sobre concentración de tierras realizados desde 1960 a hoy registran un coeficiente de Gini de 0.80 hasta 0.87 (Cega, DNP, BM).
Los acuerdos de La Habana no ponen en cuestión ni a la agroindustria ni a la propiedad privada: buscan aclarar títulos de propiedad sobre la tierra y empoderar al campesino en los 3 millones de hectáreas como fue pactado, equivalentes al 7% de la tierra con vocación agropecuaria.

Un poco de historia

En nuestro país, el sector agropecuario genera 3,5 millones de empleos (15,8 % del total); la agricultura familiar y campesina representa más del 70 % de la producción y son los abastecedores de los alimentos, por lo cual son esenciales en la seguridad alimentaria.
El Instituto de Nutrición para Centroamérica y Panamá (Incap) la define como “un estado en el cual todas las personas gozan, en forma oportuna y permanente, de físico, económico y social a los alimentos que necesitan, en cantidad y calidad, para su adecuado consumo y utilización biológica, garantizándoles un estado de bienestar general que coadyuve al logro de su desarrollo”.
Desde 1990, el país asumió que la política de seguridad alimentaria se basaría en la oferta de productos alimenticios al menor costo posible, factible desde una sustitución de importaciones a la inversa, dejando de cultivar aquellos adquiribles a menos precio.
A finales de los noventa se pauperizó el campo, se incrementaron los cultivos ilícitos, acompañados del desplazamiento forzado de más de 5 millones de colombianos, al calor de la confrontación armada entre guerrilla y Fuerzas Armadas.
Al tiempo, el modelo de seguridad alimentaria basada en las leyes de precio del mercado eliminó las estrategias de abastecimiento y precio justo sostenidas hasta inicios de los 90 (Centros de Acopio, Idema), cambiando la dieta alimentaria al consumo de lípidos, azúcares y granos, en su mayoría genéticamente modificados.
Ante el panorama aterrador que advierte el Programa Mundial de Alimentos (PMA) de la ONU, de millones que podrán morir de hambre en países pobres, de ingresos bajos o medios “cuya economía depende de la exportación de petróleo, la venta de materias primas o el turismo”, y con millones que solo pueden comer si trabajan, el impacto sería dramático si no cambiamos el modelo. (‘Informe mundial sobre las crisis alimentarias’, 21-04 -20).

Qué hacer

El Estado debe redefinir la política de seguridad alimentaria desde la reconstrucción del campo, preservando los recursos naturales y ser sostenible en términos ambientales.
Aunque este sector no es competitivo a globalmente, debemos entender que los pilares del PIB de Colombia, minería extractiva y turismo, tenderán a desaparecer, víctimas de los precios internacionales y la movilidad que contribuye a una caída significativa en la balanza de pagos.
Por tanto, la inversión en tecnología para mejorar las condiciones del agro, el abastecimiento de productos a todos los sectores y regiones, incluyendo políticas de crédito transparentes, se convierten en la mejor inversión social.
Contener la migración y el desplazamiento campesino, mantener la cadena productiva para abastecer la demanda global también supone no vacilar más y dejar en el pasado los lastres y rescoldos de las pasiones guerreras.
En suma, proponer un pacto interpartidista y societal para superar los conflictos armados y enfrentar los cultivos ilegales, sustituyéndolos por cultivos de pancoger como el cacao, aguacate, plátano, frutales, maíz, lechería, etc., en busca de la transformación endógena, que, además de generar valor agregado, aumente los ingresos y amplíe el mercado interno a través de alianzas estratégicas entre las grandes cadenas de comercialización y los productores campesinos (caso Belén de Umbría).
Las crisis son también una oportunidad para avanzar. “Cuanto más grande es el caos, más cerca está la solución”(proverbio chino).
RICARDO MOSQUERA MESA
Para EL TIEMPO
*Exrector. Profesor asociado Universidad Nacional

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