Anticipándose al duro invierno que se viene sobre el país y a las emergencias y desastres que, con certeza, ocuparán atención y recursos de las autoridades, el presidente Gustavo Petro les envió un inusual mensaje a las muchas formas criminales que asuelan a Colombia.
Palabras más, palabras menos, el Presidente les pidió que no ataquen a la Fuerza Pública en los próximos meses, bajo el entendido de que si policías y soldados tienen que preocuparse, además de ayudar a atender las emergencias y a los damnificados, por su vida y seguridad, su labor será todavía más difícil.
En una primera lectura, el mensaje puede que no suene tan exótico, pero, de cara a una segunda temporada invernal, que anticipan todos los expertos superará de lejos el rigor de las anteriores, tiene sentido acudir a todas las formas de lucha para tratar de garantizar que los de la Fuerza Pública que estén dedicados a labores de atención y de reconstrucción no tengan que estar, además, cuidándose las espaldas.
Pero una reflexión más profunda sobre la petición no tarda en dejar en evidencia grandes vacíos y contradicciones. Una de bulto es que atacar a la Fuerza Pública no es el fin principal de esas organizaciones, sino narcotraficar y lucrarse de otros negocios ilegales, como la minería ilegal, la extorsión y el control de las rentas criminales. ¿Pueden interpretar las bandas, el Eln y las disidencias que si no atentan contra policías y soldados tienen carta blanca para seguir delinquiendo y matando a colombianos que no tienen uniforme ni armas?
Y la otra cara de la moneda: ¿puede interpretar un policía o soldado de Colombia que está relevado de su deber de cumplir la ley cuando, tratándose de los de una de estas ‘organizaciones multicrimen’ (la nueva denominación que está usando el Gobierno) se haya aplicado de facto esta suerte de ‘cese de hostilidades’ con la Fuerza Pública?
La respuesta a las dos preguntas debe ser un NO rotundo, y es totalmente necesario que, del Presidente para abajo, este mensaje quede muy claro. No es ese, desafortunadamente, el escenario que hasta ahora se ha venido creando en materia de seguridad, en el que hasta ahora la idea que se ha venido vendiendo es que el uso de la fuerza legítima del Estado no funciona.
Conseguir la ‘paz total’ es sin duda un objetivo loable, más en un país que va para los 60 años de conflicto ininterrumpido.
Pero la paz exige realismo –en la Escuela Militar, el sábado, el presidente Petro lo dijo así: ‘prepararnos para la paz implica no caer en ingenuidades’–. Realismo para entender que la sola respuesta armada a los distintos fenómenos de violencia no es suficiente, y que por lo tanto hay que plantear escenarios de diálogo y negociación que hasta hace poco serían impensables. También, realismo para entender que la buena fe del Estado y de la sociedad no puede ser asimilada a falta de preparación y decisión para responder de manera adecuada si el diálogo no funciona.
Nuestra historia –el ‘sometimiento’ de Pablo Escobar y las fallidas negociaciones del Caguán, por ejemplo– tiene muchos referentes de cómo no resultan bien las negociaciones a las que el Estado no llega en una posición de fuerza. Por supuesto, de fuerza legítima, pero claramente resuelta como para que todos los que están al otro lado de la ley entiendan que su única opción es deponer armas.
JHON TORRES
Editor de EL TIEMPO
En Twitter: @JhonTorresET