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‘El disparo nos borró la felicidad’: exsoldado Salvador Galindo
Galindo cumplió este lunes diez años atado a una cama a causa de un disparo de las Farc.
Salvador Galindo en su casa de Palermo, Huila (SH-M) Foto: Salud Hernández Mora
Ya no piensa en quitarse la vida, pero a veces desearía morirse pronto, dejar tranquila a la familia. No es fácil soportar diez años en una cama, sin nada que hacer, esperando que pasen las horas, que lo volteen para no llagarse, que lo saquen un rato a la calle, intentando en las noches en vela que no aflore la nostalgia ni la ira por sentirse abandonado, inútil, desechado por los mismos militares y gobernantes que antes sacaban pecho ante el arrojo y valentía de su compañía.
–Para ellos ahora no valgo nada.
El soldado tiene 36 años, ojos claros y una mirada triste. No puede valerse por sí mismo, la fuerza en los dedos solo le da para teclear el celular y alimentarse con una cuchara. Su compañera desde que eran muy jóvenes lo baña, lo alista para subirlo a la silla de ruedas, donde no aguanta más de tres horas, cuatro a lo sumo; le cambia dos veces al día el pañal y tres las sondas, lo acompaña a las citas médicas. Y pone tutelas. Porque pañales, silla de ruedas, sondas, silla de baño, dos escasas horas de rehabilitación semanales, solo los lograron con una sentencia judicial de por medio.
“Todo ha sido ‘peleao’ ”, murmura Salvador Galindo. Batallas que jamás creyó que libraría cuando ingresó al Ejército para cumplir el servicio y, aún menos, al ser destinado al valeroso batallón Diosas del Chairá.
De familia campesina, ganaderos de una vereda de Palermo, Huila, de niño soñaba con ser un soldado destinado a grandes gestas. “Era la fiebre mía, me atraía el uniforme, veía Hombres de honor, y quería ser un héroe. Continué después del servicio militar porque la idea era permanecer los veinte años de soldado profesional”.
Uno de sus tres hermanos, un año mayor, fue el primero en ingresar y, también, el primero en caer herido. Un compañero pisó un campo minado y a él se le incrustaron grapas en una pierna. No se las pudieron sacar y, si bien continuó en el Ejército, no volvió a patrullar y lo destinaron a tareas istrativas.
“En los cambios de luna le duele la pierna, pero ha podido hacer su vida normal”, explica Salvador. Corría el año 2004 y siguió adelante, ignorando lo ocurrido a su hermano.
Había escogido contraguerrilla, a sabiendas de los enormes riesgos que asumía. Lo comprobó en el 2005, en un ataque en el Caquetá. “Habían emboscado a una contraguerrilla, mataron un soldado y hubo heridos. Entramos a sacarlos, nos hostigaron, hubo un combate y me dieron en una pierna. Un mes de recuperación y de vuelta al área”.
Desgrana despacio los recuerdos sombríos, respondiendo lo preciso a las preguntas, no se explaya. “Uno vuelve al mismo sitio sin más, siempre consciente de que en cualquier momento puede volver a pasar algo similar o hasta la misma muerte, porque todos los días era plomo”, relata.
Cuatro años más tarde, el 9 de septiembre de 2009, se encontraba de centinela, sentado, mimetizado en un bosque tupido. La tarde agonizaba. Su compañía llevaba dos días acampada en un mata de monte, en zona rural del corregimiento Puerto Tejado, municipio de La Montañita, cerca de Unión Peneya, en pleno corazón del reino del frente 15 de las Farc. Escrutaba el terreno, sabía que una distracción podía costarles la vida.
No escuchó acercarse al pisasuave, subversivo entrenado para matar soldados en la selva sin hacer ruido. Emergió de la nada y le disparó a quemarropa. Salvador se desplomó de golpe, como un bulto. “En ese momento miré que la bala me había entrado en el pecho y pensé, me morí. Muchas veces vi morir compañeros desangrados, con impacto en las venas”, narra. “Sentía la respiración, las piernas dormidas, me canalizaron”.
En ese momento miré que la bala me había entrado en el pecho y pensé, me morí. Muchas veces vi morir compañeros desangrados
Se desató un intercambio de disparos de unos veinte minutos entre sus compañeros y unos guerrilleros lejanos. Oscurecía y una parte de los sesenta hombres aseguró el terreno para que aterrizara el helicóptero. “Me salvó que el helicóptero no demoró”. Lo evacuaron a Florencia, y en la ambulancia entró en coma.
Despertó dos meses después, en el Hospital Militar de Bogotá. “Me vi la barriga rajada, entubado por todas partes. La bala atravesó el tórax, pecho y golpeó la médula espinal. El médico me dijo que no volvería a caminar. Ahí es donde se le derrumba a uno todo”.
Fue el momento en que Franci se volvió el salvavidas de Salvador. “Completamos 16 años juntos. Ha sido más tiempo con problemas que los seis años de felicidad”, ite la mujer.
Habían formado una bonita familia en Palermo, con los dos hijos de una unión anterior que veían en Salvador a su único papá. Ella tenía un pequeño negocio de comidas rápidas y le iba bien. Quería que su esposo dejara el Ejército por las separaciones de meses y la zozobra de saber que siempre jugaba con la muerte.
Aquel 9 de septiembre, en cuanto conoció lo ocurrido, corrió a Florencia y después viajó a Bogotá.
“El médico de una vez me dijo la situación: ‘Si vive es un milagro, no creo que salga de esto. Y si vive, no vuelve a caminar nunca más’ ”, rememora y se le aguan los ojos. “Casi me muero. Todavía me duele recordarlo”.
“Para ellos ahora no valgo nada”, dice el soldado, que combatió en el prestigioso batallón Diosas del Chairá, en el Caquetá. Foto:Salud Hernández Mora
Embarazada de una niña, solo anhelaba que sobreviviera para que su hija conociese a su papá. “No quería que ella pasara por lo mismo de sus hermanos, de no conocer a su padre”.
Visitaba a Salvador en la UCI cuando estaba en coma, “le hablaba para que luchara. Él siempre quiso una niña y yo me aferré a eso, a que iba a ser una niña”.
Al cabo de unas semanas recobró la consciencia. Pero ya no era el mismo hombre seguro y alegre. “En ese tiempo quería morirse, me decía: ‘ayúdenme para yo morir, no quiero seguir más así’. Yo le contestaba, ‘¿cómo se le ocurre?’ Respiraba por el tubo, le hicieron la traqueotomía. En tiempos no podía hablar”.
Pasados unos meses, empeoró. Le daban paros respiratorios, entraba y salía de la UCI. “Empezó a delirar, no lo reconocía a uno. Duró mucho tiempo mal y agresivo con todo el mundo. Los médicos decían que era por tanta droga. También le dio peritonitis y el organismo se puso peor”.
Tan desesperado estaba Salvador que envidiaba a los soldados mutilados y no entendía que se quisieran tirar por una ventana y debieran amarrarlos a la cama para evitarlo. “Yo ni siquiera me podía parar para tirarme. Ellos, con una pierna mocha, sin un brazo, les colocan prótesis y pueden llevar una vida normal, no la lesión que tuve yo”.
Permaneció dos años en el Hospital Militar, donde también nació su hija, y dos más en el Pabellón de Sanidad. Después, a Palermo y la inmovilidad. “Ahí acabó todo para él y para mí. Los dos atados a la cama. No retomé el negocio, se perdió, lo dejé todo tirado para acompañarlo en Bogotá. Ahora trabajo los fines de semana istrando un billar porque la plata no alcanza”, dice Franci.
“Por el estrés, por el aburrimiento, el trato no es fácil. El disparo nos robó la felicidad a los dos. Él ya feliz no es. Contento, sí, alegre por los hijos y el nieto. Lo que más le afecta es no hacer nada, depender de alguien para todo y es demasiado joven para enterrarse en vida. Y yo estoy acabando mi juventud, mis sueños, no soy ni sombra de la que era. Quisiera desconectarme del mundo para descansar, ya no puedo más. Pero voy a estar siempre con él, por más problemas que haya, yo no lo dejo”.
La guerrilla
Salvador quiso ser militar desde niño, y pidió pertenecer
a la contra guerrilla. Foto:Archivo Salvador Galindo
Salvador era un militar de vocación y convicción, orgulloso de pertenecer al irado batallón Diosas del Chairá, desmantelado en 2012, que combatió sin tregua en el corazón del Caquetá en las épocas más agudas del conflicto armado con las Farc. “Uno sacaba pecho cuando escuchaba ‘ahí van los de la gorra negra’. Estar en ese batallón era un orgullo, nos respetaban”.
Con frecuencia los enviaban a cumplir las misiones más arriesgadas en un territorio que los soldados bautizaron como su propio Vietnam. “Una vez la guerrilla nos emboscó y de un solo rafagazo mataron al puntero y el contrapuntero, eran primos. Otro día, en una operación, el puntero activó la carga de una mina. Una esquirla le rompió la yugular y la sangre brotaba como una manguera a presión. Se vació enseguida, el enfermero no pudo detener la hemorragia”, rememora.
En otra ocasión, “en La Unión Peneya, las Farc ordenaron a la población desocupar para enfrentar al Ejército. Todos se fueron menos los de un almacén. La guerrilla metió una bomba a la casa porque no quisieron salir. Cuando llegamos, encontramos un cadáver calcinado y un perro que corría con la cabeza de un señor y había que quitársela para esperar al CTI”.
Pese a las pérdidas dolorosas de compañeros entrañables, sentía que aportaban al país, que sacrificaban sus vidas para proteger a la población.
“El 9 de septiembre cumplo los 10 años en una cama. Somos personas útiles todavía, pero a uno lo olvidan completamente y podríamos trabajar”, afirma, y recuerda que hay otros militares como él. Solo cuentan con el apoyo de la Asociación de Soldados del Huila, que incluso han hecho colectas para comprarle medicamentos, y en el pasado fue uno de los beneficiados de la campaña que Julio Sánchez Cristo hacía en Navidad.
El 9 de septiembre cumplo los 10 años en una cama. Somos personas útiles todavía, pero a uno lo olvidan completamente y podríamos trabajar
“Eso me da rabia con el Gobierno, ayudan a los que destruyen la vida de la gente, pero a uno, nada”, añade Franci. “Me gustaría montar un negocio en la casa y trabajar los dos para que ocupe sus días”.
Pese a las dificultades y a que a Salvador le ha vuelto a salir un quiste cervical, y deberá pasar por el quirófano, si es que algún día logran que le hagan los exámenes que faltan, ambos se resisten a aniquilar todas las esperanzas. Por eso han puesto una nueva tutela para obtener una silla mecánica.
“Sería volver a tener uno las piernas con un solo botoncito”, dice. “Uno es consciente de los riesgos que asume cuando entra al Ejército, sabe que tiene un pie en la casa y otro en el cementerio. Pero le diría al Gobierno que no nos abandonen, no se laven las manos ni nos manden al rincón del olvido. Con la limitación mía, uno siente que se le acaba la vida. Pero la vida es muy bonita y sea como sea hay que seguirla. Más cuando hay tres hijos y un nieto y uno quiere verlos crecer. Es el único motor”.