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Ituango: la desgracia de ser un corredor estratégico del narcotráfico
Se pelean el territorio disidentes del frente 36 y las Autodefensas Gaitanistas, que llegaron luego.
En Chontaduro, el frente 36 de las Farc asesinó a dos jóvenes y pintó las paredes. Foto: Salud Hernández-Mora
Ituango. No era por criticar el proceso de paz. En el municipio la inmensa mayoría votó a favor en el plebiscito, y es rara la familia que no contara con algún guerrillero en su seno. Fue su desprecio al dolor de los demás, su falta de compasión y de respeto hacia las víctimas lo que indignó a muchos en Ituango.
No entendían que la persona que puso una bomba en una calle abarrotada de familias, en plenas fiestas del pueblo, tuviera el descaro de pasar horas tomando cerveza en el mismo lugar donde mató a nueve personas y dejó a decenas heridas. No contento con la afrenta, aún John Jairo Ortiz, alias Pájaro, nacido en Ituango, retaba a la hora de cancelar su cuenta: “¡Cóbreme!”, espetaba. Y se marchaba tranquilo sin pagar.
“Su sola presencia nos daba temor”, rememora una de sus víctimas, que resultó herida en el atentado y perdió a un familiar. “Lo increíble es que el ‘Pájaro’, que puso la bomba, regresara al pueblo como si nada”.
El 13 de diciembre pasado hallaron su cadáver acribillado en Chontaduro. Se había desplazado hasta esa vereda de Ituango, Antioquia, para cumplirle una cita a un grupo armado. Pretendió que lo acompañaran otros exmilicianos del frente 18 de las Farc, pero ninguno quiso hacerlo. “Los habrían matado a todos”, afirma el excomandante de dicho frente, Gustavo López, conocido en los tiempos de conflicto bélico como ‘Agustín’.
“Era buena persona, no le gustaban las injusticias, decía que él no puso el explosivo, que fue otro”, afirma López. “Le dijimos que era imprudente volver al pueblo, había mucho resentido, tenía muchas culebras y en la cárcel también tuvo problemas y se trajo enemigos”.
Había estado nueve años preso por el atentado del 14 de agosto del 2008, pero, gracias al proceso de paz, salió de la cárcel y decidió volver a su casa con su mamá, una decente mujer, aseadora del hospital local, y su hijo.
Pese a las vidas que destrozaron y las profundas tristezas que aún soportan sus víctimas, las hipótesis que se manejan no señalan una seguidilla de venganzas contra antiguos del frente 18. Todo indica que son asesinatos englobados dentro de la nueva guerra por el control del narcotráfico que libran la disidencia de las Farc y el ‘clan del Golfo’ (Autodefensas Gaitanistas), además de bandas mafiosas como ‘los Pachelis’.
Los acontecimientos de los últimos días, tan desconcertantes como aterradores, corroboran que el conflicto puede escalar y es necesario atender los requerimientos de una población que suplica por la presencia permanente de un fuerte contingente militar y el refuerzo de la Fiscalía y el poder judicial.
El último crimen que sembró zozobra y miedo ocurrió este domingo por la tarde, en una calle cercana al parque principal de Ituango. Un sujeto arrojó una granada contra una vivienda con la intención de matar a un supuesto miembro del ‘clan del Golfo’. Pero alias Shakiro no estaba en el hogar que comparte con la mamá de una niña de 3 años. La pequeña fue la única víctima. Falleció en el precario hospital local por la gravedad de sus heridas.
Nosotros no venimos a las escondidas, dejamos marcado para que vean que estamos aquí y vamos a seguir
Fue el colofón de una semana enloquecida que devolvió a Ituango a los oscuros lustros de la violencia cotidiana. Cinco días antes, miércoles, en la vereda Palo Blanco, situada a escasos minutos de la cabecera municipal, un puñado de guerrilleros pintó varias paredes y el suelo de la cancha colegial con las frases ‘Farc-EP 36 frente’ y ‘Limpieza de paramilitares’.
A los colegiales les fastidió sobremanera que usaran sus instalaciones para hacer propaganda, pero no se atrevieron a borrarla. Lo haría la policía al día siguiente. También en el recinto estudiantil reunieron a la comunidad, conformada en su inmensa mayoría por modestos caficultores, para anunciarles que habían llegado para quedarse. Que la pelea no era con ellos, ni con militares y policías, solo con paramilitares.
“Nosotros no venimos a las escondidas, dejamos marcado para que vean que estamos aquí y vamos a seguir”, dijo uno de ellos. Un campesino se aventuró a preguntar qué pasaba si los contrarios entraban a su finca y pedían comida.
“Pueden vender una gallina, pero no más de ahí. Si lo hacen, mejor vayan doblando la ropita y se van”, respondió. Tampoco permitirán viciosos ni ladrones, y si bien no restringirán las salidas nocturnas, quien transite por los caminos deberá llevar siempre una linterna prendida.
Ituango fue un municipio controlado por completo por las Farc desde finales de los 80, pero llamó la atención que fuesen del frente 36, puesto que solo conocieron al frente 18.
Hombres armados restringen el transporte. Foto:Salud Hernández-Mora
Disidencia de las Farc irrespeta colegio en Palo Blanco. Foto:Salud Hernández-Mora
Al concluir el encuentro, cada cual fue caminando en silencio de vuelta a su hogar, rumiando las órdenes. Palo Blanco, vereda extensa y dispersa, cuenta con una sola calle, en el filo de una loma, que conduce al colegio y sobre la cual quedan la parroquia, unas cuantas casas y un par de tiendas. Por esa vía entraron los guerrilleros, y al poco de desaparecer monte abajo irrumpieron una treintena de paramilitares.
“¡Cierren las puertas y éntrense en las casas!”, gritaron. “No respondemos por quien se quede fuera”.
Iban corriendo y, una vez pasaron el colegio, comenzaron los tiros. Media hora duró la balacera, que no fue intensa, no causó muertos ni heridos ni afectó las viviendas. Unos disparaban desde la loma hacia abajo y los otros respondían desde algún escondrijo en las laderas. Como más tarde analizaría el alcalde, Hernán Álvarez, “solo marcaban el territorio”.
Pero las balas aterrorizaron a muchos, en especial a los menores de edad. Hubo desmayos y escenas de pánico. Cuando apenas se estaban recuperando del susto, las Autodefensas Gaitanistas convocaron a los vecinos a una reunión en el colegio, en el mismo sitio de la guerrilla. Sobre las 6 de la tarde tomaron la palabra.
“No nos atemorizan esas rayas (los grafitis de las Farc), nosotros de aquí no nos vamos, tenemos muchas veredas para estar”, advirtieron. Puntualizaron que lo suyo no va contra los campesinos, sino contra “los sapos, que vayan buscando cajón”. Coincidieron con sus enemigos en su rechazo a drogadictos y ladrones; en permitir que vendieran algún producto a la guerrilla, pero nada más; y prohibieron caminar después de las 7 por los campos.
Quedamos muy aburridos y temerosos, otra vez la zozobra de antes
La comunidad pasó la noche inquieta, desamparada. Estaban convencidos de que el Ejército militarizaría la vereda en cualquier momento para protegerlos. Pero amanecieron solo el jueves, y el viernes fueron los Gaitanistas los que volvieron a visitarlos. Rondaban las 3 de la tarde, y pidieron a unos docentes que permanecieran en el interior del colegio con los alumnos, que nadie saliera. Al cabo de un rato, se fueron sin más.
“Quedamos muy aburridos y temerosos, otra vez la zozobra de antes”, me comenta una mujer que se siente desprotegida en su frágil casa de madera. Unos escolares confiesan que ir al colegio les da susto, igual que a sus papás, algunos no piensan volver a mandarlos a clase hasta que el panorama se aclare o el Ejército los cuide.
“Sentimos tristeza y miedo por volver al pasado. Y desamparo”, señala un aldeano. Según los pobladores, los llamados Gaitanistas o ‘clan del Golfo’ llegaron en noviembre. La angustia ahora es la presencia de dos bandos y quedar ellos en medio de su confrontación. “Uno no sabe a qué atenerse”, añade el labriego. “Por estos lados no estaban los del frente 36. Pero si se mueven por estas trochas es porque hay gente del 18 andando con ellos, que conocen todo como la palma de su mano”.
La única razón para la presencia de ambos grupos criminales en Palo Blanco es su privilegiada posición estratégica como corredor para el narcotráfico en una bellísima región de infinitas cadenas montañosas. Apenas lo habitan unas quinientas almas que sobreviven de la caficultura en pequeñas fincas de topografía quebrada.
Desgracia geográfica, podría decirse, que comparten con Chontaduro, aldea minúscula, de economía ganadera. Si no fuese por los grafitis alusivos a la guerrilla, uno cree llegar a un remanso de paz. Además de su clima cálido y un paisaje exuberante, los lugareños suelen peregrinar a una ermita que erigieron en honor a la Virgen de la Peña. Fue detrás de la capilla donde el frente 36 de las Farc asesinó el 27 de enero último a dos jóvenes. Uno de ellos, Duván Taborda, de 24 años, había nacido en Chontaduro.
Por ser nativo, la guerrilla reunió a la comunidad para celebrar una farsa de juicio. Preguntó si alguien hablaba a favor del muchacho, al que acusaron de haberse pasado a los paramilitares. Nadie se atrevió a abrir la boca. Al otro, natural de Yarumal, lo ejecutaron sin más preámbulos.
Desertores
A una hora larga en moto desde el casco urbano de Ituango, por caminos destapados en mal estado, se encuentran el caserío Santa Lucía y la zona donde se agrupan los desmovilizados del frente 18. Al entregar las armas eran 250 los exguerrilleros residentes, y en la actualidad quedan 140 en el recinto.
Gustavo López, con treinta años en el frente 18 de las Farc, los dos últimos como su jefe, descarta que los suyos se hayan unido a la disidencia.
“Los que salieron de la zona los tenemos ubicados, siguen en el programa; solo hay doce que no sabemos de ellos, pero, por mucho, son cinco o seis que se van con los otros”, asegura.
En su responsabilidad, le preocupan los más jóvenes que permanecen inactivos gran parte del día, puesto que los proyectos productivos no arrancan por falta de tierras, y los podrían atraer las nuevas bandas. “Las fincas que se pueden comprar tienen líos jurídicos”, anota.
“En Ituango estuvimos siempre el frente 18, nada más, y si hay del 36 será que se vinieron de Briceño”, agrega. “Tenemos dos muchachos trabajando en unas veredas (donde está la disidencia) y les hemos pedido que se vengan porque corren peligro”.
Uno de los epicentros de la nueva narcoguerra es el corregimiento Santa Rita.
Algunos cocaleros que acordaron erradicar sus cultivos del vecino municipio de Briceño trasladaron allá sus sembrados. El diciembre, la Policía detuvo a un sicario del clan, alias el Negro, y la justicia le concedió el hotel donde se quedaba por cárcel, medida que socavó más la desconfianza en las autoridades.
“Los del clan obligan a sembrar coca. Si te resistes, debes irte y vender la tierra a otro que sí quiera”, denuncia un agricultor. Esta semana prohibieron en Santa Rita la circulación de buses después de las 7 de la noche, nuevo golpe de arbitraria autoridad.
“Ituango es un municipio cafetero y ganadero que ya sufrió mucho”, se queja con tristeza un labriego. “Necesitamos que nos protejan. No queremos volver atrás”.