En todas las democracias –y aplica lo mismo para el Sistema Internacional– hay un concepto fundamental relacionado con el mundo de la justicia: el de la seguridad jurídica.
En esencia, se trata de la certeza de que todo asunto puesto a consideración de un operador judicial tiene unos tiempos y unas instancias definidos, y que una vez se surten esas etapas, las partes involucradas aceptan el fallo definitivo. En otras palabras, que el famoso derecho al pataleo tiene un límite en el campo judicial, y que las decisiones tomadas al amparo de la ley y ajustadas a las reglas del debido proceso pasan a ser cosa juzgada.
Eso, en teoría. Algunas veces por fuerza de fallos judiciales ostensiblemente injustos, pero las más de las veces por malas prácticas de los actores en los procesos judiciales, nos encontramos con casos que siguen vivos incluso por años, a pesar de que hay sentencias ejecutoriadas.
El resultado es una situación de inseguridad jurídica que refuerza la idea, para nada errada, de que nunca termina de hacerse justicia en el país. Situación que, además, proyecta sus efectos perniciosos a otros campos fundamentales: por citar solo uno, el de la inversión extranjera, que el país necesita urgentemente y en el que existe la queja recurrente del cambio frecuente e inesperado de las reglas de juego.
En términos muy simplificados, una disputa judicial o el proceso por un delito tiene dos instancias: la del primer juez de conocimiento y la revisión de uno de mayor jerarquía (usualmente un tribunal). Y en determinados casos, cuando la pena impuesta o el monto económico de la pelea superan un tope, es posible la instancia de casación: una alta corte entra a revisar la decisión tomada en segunda instancia.
La acción de tutela y la jurisprudencia de la Corte Constitucional abrieron la posibilidad de revisar fallos judiciales, incluidos los de la Corte Suprema y el Consejo de Estado. Ese paso, que en su momento generó el famoso ‘choque de trenes’ entre las cortes, demostró su utilidad para corregir graves injusticias escondidas debajo de todas las formalidades del derecho, y hoy puede decirse que hay reglas más o menos claras –y por consiguiente, mayor seguridad jurídica– para tramitar y fallar la tutela contra sentencias.
Pero los boquetes siguen siendo muchos e importantes. El Sistema Interamericano de Justicia, como lo ha venido advirtiendo el Estado colombiano, terminó convertido indebidamente en una cuarta instancia para quienes resultan condenados en cualquier tipo de procesos y tienen los medios para que su caso interese a la CIDH.
Y el Estado colombiano, que reclama ante el Sistema el cumplimiento de las normas de procedimiento de la justicia subsidiaria, en el país ha tomado repetidamente el camino de tratar de dilatar el cumplimiento de decisiones de la Corte Constitucional. Esto, a través de solicitudes de aclaración de fallos (usualmente, de tutela) que, como lo acaba de advertir la misma Corte en el caso de la eutanasia, desconocen que “el respeto por la decisión adoptada y divulgada es obligatorio en virtud de los principios de legalidad, seguridad jurídica y cosa juzgada”.
JHON TORRES
Editor de EL TIEMPO