¿Podría el comandante de una corbeta o un submarino de la Armada Nacional negarse a ejercer soberanía sobre 75.000 kilómetros cuadrados de mar Caribe alrededor de San Andrés alegando que esas aguas ya no son colombianas por el fallo de la Corte Internacional de Justicia del 2012, pues aunque el país se retiró del Pacto de Bogotá ese mismo año, la sentencia debería considerarse integrada al bloque de constitucionalidad?
Ninguno de los gobiernos y cancillerías colombianos desde la época de la sentencia ha siquiera contemplado esa posibilidad. El del presidente Gustavo Petro se ha mantenido en la posición de que el fallo de la Corte de La Haya solo será aplicable cuando se surta el proceso interno correspondiente, que pasa por una eventual negociación de límites con Nicaragua y su aprobación e integración a la legislación a través de la ratificación de esa negociación en el Congreso y de su revisión en la Corte Constitucional. Esto, porque los límites de la Nación solo son modificables a través de tratados debidamente perfeccionados y no por la sola sentencia de un tribunal internacional.
Lo que se vio esta semana con la negativa del presidente Gustavo Petro a cumplir la suspensión impuesta por la Procuraduría al alcalde de Riohacha fue, guardadas las hiperbólicas proporciones y reconocidas las diferencias, una versión incluso más peligrosa –es un choque de trenes institucional y, además, en este caso se trataba de una medida disciplinaria cautelar, facultad que no ha sido cuestionada por el Sistema IDH– de la improbable historia de ese comandante de corbeta o submarino en las aguas del Caribe.
En rebeldía abierta contra todos los fallos de la Corte Constitucional sobre la competencia de la Procuraduría para investigar y sancionar a los elegidos por voto popular, el presidente Petro se negó a ejecutar la suspensión del alcalde apelando a la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que dice que la restricción de derechos políticos solo puede imponerla un juez penal. El Gobierno pasa así de la tesis y el discurso contra las facultades disciplinarias al hecho, en lo que representa un escalamiento de un debate que está lejos de salvarse.
Es cierto que la sentencia de la CIDH –que versó sobre la destitución e inhabilidad política impuestas por la procuraduría de Alejandro Ordóñez contra el entonces alcalde Gustavo Petro y que tumbó el Consejo de Estado mucho antes del fallo del Sistema Interamericano– le ordena al país ajustar los alcances de la sanción disciplinaria a la Convención Americana de Derechos Humanos, y que varias salas del Consejo de Estado incluso se han negado a cumplir las funciones de revisión que les impuso el fallo de la Corte Constitucional de febrero pasado.
Pero también lo es que la ley vigente en Colombia, que fue además ajustada por el máximo tribunal en materia de derechos humanos en el país, la Corte Constitucional, blinda las facultades de investigar y sancionar disciplinariamente a los elegidos por voto. No solo porque en el proceso existe un debido proceso reforzado por la revisión del Consejo de Estado, sino porque aplicar a rajatabla la orden del Sistema Interamericano golpearía de manera grave la lucha contra la corrupción istrativa en el país al limitar las sanciones a la única existencia de un fallo penal.
Por supuesto, desterrar de una vez por todas el fantasma de que los procesos penales, fiscales y disciplinarios sean usados como arma política sigue siendo una tarea pendiente, no solo para Colombia.
Pero en ese empeño nadie, y menos el Presidente de la República, puede empeñarse en deslegitimar y arrasar la institucionalidad construida a lo largo de décadas para combatir la corrupción. Institucionalidad basada además en la Constitución y las leyes vigentes, y reconocida por los fallos de la Corte Constitucional de Colombia.
JHON TORRES
Editor de EL TIEMPO
En Twitter: @JhonTorresET
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