Con todas las razones del mundo –como está pasando en este preciso momento con la captura de ‘Otoniel’, el poderoso capo del ‘clan del Golfo’–, los colombianos celebramos cada vez que nuestra justicia funciona y los que violan la ley van a templar detrás de las rejas.
En un país con niveles de impunidad cercanos al 70 por ciento en casos de asesinato –ni hablar de lo que pasa en frentes como el del hurto en general, incluidos los atracos–, la noticia de una condena y el consiguiente envío a prisión representa una necesaria dosis de confianza en las instituciones y en ese contrato social que dice que, en teoría, todos somos iguales ante la ley. Esto es aún más cierto cuando se trata de poderosos criminales o peces gordos de la corrupción.
Pero ¿qué pasa cuando las lentes de los medios de comunicación y los ojos de la sociedad se desentienden de la suerte de los delincuentes que, se supone, van por fin a pagar sus cuentas? Las historias de Samuel Viñas, el empresario que asesinó a su esposa en Barranquilla en el 2010, y de
Emilio Tapia, la encarnación de la corrupción en la contratación pública en Colombia, dan pistas sólidas para responder a esa pregunta.
Viñas,
como lo reveló hace unos días este diario, sigue en su lujoso apartamento, a pesar de que la Corte Suprema de Justicia ordenó en febrero del año pasado devolverlo a la cárcel de la que salió gracias a polémicos conceptos médicos.
Fue condenado a 42 años por el feminicidio y hasta ahora, pese a todo el escándalo mediático y la indignación general, no hay quien pueda devolverlo a la celda de la que salió a finales del 2019.
Tapia, a pesar de su papel fundamental en el saqueo de Bogotá con el ‘cartel de la contratación’, terminó con una condena menor a los diez años de prisión. Un juez le dio el beneficio de casa por cárcel, y ahora está de nuevo preso por otro millonario robo de plata pública, el de Centros Poblados.
La verdad pura y dura es que en Colombia hay muy poco control, y menos transparencia, sobre lo que pasa después de una sentencia condenatoria. Y lo que se ve con mucha frecuencia es que, con el dinero y los os necesarios, los delincuentes de todas las calañas logran allí un discreto tiempo de adición que les permite ganarles el partido a la justicia y a las víctimas.
Los huecos por los que se cuela la corrupción en esa etapa son enormes y hasta ahora no ha habido Corte Suprema, Consejo de Disciplina Judicial, Ministerio de Justicia ni Fiscalía General que le meta el diente a lo que pasa en ese limbo.
En las cárceles del país siempre se han negociado los cupos y las certificaciones de horas de trabajo y estudio que sirven para rebajar pena. En ese sentido, son famosas las historias de ‘parapolíticos’ que aparecían con certificados de haber trabajado en la granja de La Picota en las mismas fechas y horas en las que figuraban recibiendo tratamientos médicos fuera de la cárcel.
Las conceptos de buena conducta, claves para aspirar al beneficio de casa por cárcel y permisos de salida temporal de prisión, son otra costosa pieza de transacción. Y siempre están a la mano los diagnósticos médicos de dudosa ortografía que les han servido a muchos para abrir las puertas de la prisión. El de Enilce López, alias la Gata, es el caso emblemático.
Y si bien es cierto que cada día valientes jueces de ejecución de penas atajan muchos de esos intentos, también lo es que en muchos otros casos se impone la trampa. Y cuando el país se entera de uno de estos casos, suele ser por los escándalos públicos o las denuncias de los medios, pero no por el control que ejerce el Estado sobre lo que pasa después de las sentencias.
Ausentes de la agenda del Gobierno y las autoridades judiciales, los graves problemas en la ejecución de penas seguirán pasándole una alta cuenta de cobro a la credibilidad de la justicia en Colombia.
JHON TORRES
Editor de EL TIEMPO