Una de las figuras más polémicas, pero no por ello extraña, en las democracias de Occidente es la del indulto presidencial. Arcaico remanente de esos tiempos en los que la voz del emperador no tenía discusión, el indulto presidencial representa una olímpica negación del principio democrático de separación y equilibrio de poderes –ni más ni menos, el Ejecutivo borra las decisiones del poder judicial– ; y allí donde se utiliza, las discusiones están siempre a la orden del día.
Estados Unidos, cuya democracia sin duda es modelo para el mundo, mantiene viva esa prerrogativa para el Presidente (entre otras figuras debatibles, como que la elección no se decide por voto directo), y aunque usualmente los indultos se conceden por razones humanitarias o sociales, aún se recuerdan allá los polémicos perdones judiciales del expresidente Donald Trump a empresarios cercanos condenados por corrupción.
En Colombia, el indulto está condicionado a un bien mayor: la paz. En aras de terminar con la violencia política, diferentes gobiernos desde el de Julio César Turbay han concedido indultos y amnistías para los de los grupos armados ilegales que se apartan de la guerra. Pero ya no son cheques en blanco: en las últimas dos décadas esos beneficios, desde la entrada en vigencia de la Corte Penal Internacional, están condicionados a que haya algo de justicia, aunque sea transicional, frente a los crímenes cometidos.
Hace algunas semanas el Gobierno optó por desmontarse, en la reforma de la ley de paz, de una polémica propuesta que le daba al Presidente de la República la posibilidad de indultar a los procesados por vandalismo y que todo el mundo entendió como un beneficio específico para los de la primera línea. El artículo del indulto y otro que daba al Ejecutivo poderes para negociar con las bandas criminales fueron retirados del proyecto, en medio del escándalo por lo que muchos calificaron como micos legislativos, si bien el Pacto Histórico anunció que las dos propuestas volverían al Congreso.
Ahora, el presidente Gustavo Petro ha anunciado su intención de sacar de la cárcel a un número amplio de de la primera línea, utilizando para ello la figura de los
‘gestores de paz’. No se trata del indulto inicialmente planteado, pero en la práctica el Ejecutivo buscará la excarcelación de un grupo importante de esos procesados “antes de Nochebuena”. Ya el día de su triunfo en segunda vuelta presidencial, Petro le había hecho al Fiscal General la inviable (jurídicamente) propuesta de que liberara a los jóvenes capturados por las violentas protestas. Y en agosto, altos funcionarios de su gobierno los llamaron ‘presos políticos sociales’ y anunciaron una asistencia jurídica especial en sus casos por supuestos ‘falsos positivos judiciales’. De hecho, el fin de semana el Presidente volvió a cuestionar la legitimidad de los procesos judiciales contra los detenidos.
La facultad de todos los gobiernos para buscar la paz nadie la pone en duda. Pero en este caso, las señales que se han enviado apuntan a que se estaría usando la figura del ‘gestor’ para cambiar el curso judicial de un proceso penal que el gobernante no comparte.
Usar los instrumentos de paz para lograr beneficios o excarcelaciones para quienes no representan –al menos no abiertamente– a organizaciones ilegales y que tampoco han reparado o dado al menos muestras de arrepentimiento por los actos de violencia cometidos en contra de toda la sociedad puede abrir una peligrosa puerta de burla a la justicia por la que pueden terminar apareciendo muchos colados.
JHON TORRES
Editor de EL TIEMPO
En Twitter: @JhonTorresET