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Hanif Kureishi y el arte de la distracción
Fragmento de su nuevo libro 'Amor+odio: relatos y ensayos', textos autobiográficos.
Kureishi (Londres, 5 de diciembre de 1954) es un novelista, autor teatral, guionista y director de cine británico. Foto: Getty Images
El otro día se me ocurrió que tenía que hacer más ejercicio y tenía que empezar a saltar. Conseguí una comba de cuero con pesos en las manillas, esperé a que oscureciese y salí a la calle. Tras asegurarme de que no vino nadie, empecé a botar en el asfalto. Supongo que habría saltado un poco cuando era niño, porque me acordaba de cómo se hacía. Como soy un tipo decidido, por no decir empecinado, al cabo de unos días mejoré; podía aguantar más tiempo. Pero eso fue todo: no saltaba más; mis rodillas no lo soportaban, y no tardaba en quedarme sin aliento.
Tampoco podía hacer los saltos, giros, quiebros y brincos de niña que había visto en internet. Repetía los mismos saltos, pequeños y pesados, una y otra vez. Pronto tuve que deducir que había llegado a mi nivel. El único camino sería de bajada.
Mi hijo de trece años salió a la calle y dijo que le gustaría probar con la comba, si no me importaba. Se la pasé y empezó a lanzarse en todas las direcciones a la vez, cruzando los brazos, brincando y moviéndose de un pie al otro mientras imitaba a cosaco; luego lo hizo todo al revés, cantando una canción de los Beatles. Era conmovedor y educativo que me enseñara mi propio hijo. Tuve la esperanza de que se presentase pronto una oportunidad para castigarlo.
Su fácil demostración comparada con mi ineficiencia me trajo recuerdos infantiles de ser humillado por mi padre en los suburbios de Londres donde vivíamos. En India papá había sido, por lo visto, brillante en críquet, squash y boxeo. De joven nunca pude llegar a su nivel; tampoco teníamos las comodidades, ni un sol que nos ayudara a tener la oportunidad. O quizá papá se aseguraba de que no pudiese alcanzarle. Comoquiera que fuese, mi padre, trágicamente, quería sobre todo ser escritor, y resultó que no se le daba bien. No se rindió, pero nunca llegó a ser tan bueno como le hubiera gustado, y sus obras literarias le proporcionaron pocas satisfacciones y autoestima, sobre todo cuando yo empecé a triunfar.
A mi hijo, el que sabe saltar y cantar, le costó, durante mucho tiempo, leer y escribir al mismo nivel que los de su edad. Le habían suspendido en primaria, y hasta le habían insultado y castigado por su ineptitud. Llamaron a unos expertos, le examinaron y le regañaron un poco más, y al final le etiquetaron de disléxico y dispráxico.
El diagnóstico supone, al menos, un cierto alivio. Uno no está solo, sino que se une a una comunidad de otros que parecen tener un mal similar. Pero ¿hay que considerar un "mal" la incapacidad de hacer algo en particular? ¿El hecho de que yo no sepa bailar un tango, leer música o hablar ruso se consideraría un "mal"? ¿Es un fracaso de mi desarrollo? ¿Estoy enfermo?
No me impresionó demasiado la imaginación ni la curiosidad de los expertos: usaban un lenguaje peculiar, que objetivaba, y sonaba prestado más que ganado, y ninguno hizo la conexión elemental entre mi aptitud para leer y escribir y la inhabilidad del niño, o su rechazo. Y los expertos no suelen tardar mucho en ponerse a hablar, con mucho estilo, sobre cerebros y sustancias químicas. El determinismo biológico es una de las estratagemas más feas de la psicología, al apartar al poético humano de cualquier problema.
Puede parecer que apelar a las certezas de la ciencia solucione por fin cualquier cuestión. Pero este, más que científico, es un problema ético. Son los valores, no los hechos, los que están en juego aquí. Es en el irritante reino de lo humano donde están las dificultades interesantes, y donde uno va a tener que pensar en y lidiar con la historia, las circunstancias y las reacciones de un individuo. Es el intento de estandarizar al ser humano y una idea muy limitada del éxito que es limitador, prohibitivo y abusivo.
Un conocido de dieciocho años de uno de mis hijos mayores mencionó que un médico le había recetado Ritalin, a petición de sus padres. No se concentraba en el colegio; su mente, dijo, se dispersaba en varias direcciones. No acababa nada, y le angustiaba quedarse rezagado en la vida, y eso le deprimía. Le dije que quizá sus profesores eran aburridos, o que quizá tenía otras cosas más importantes en la cabeza. Pero insistía en que la medicación le hacía concentrarse. Me preguntó si me gustaría poder concentrarme cuando quisiese.
Es una buena pregunta, y pensé en las virtudes de estar concentrado, y en lo que se podía conseguir con todo el foco de concentración, en un intenso y cautivado círculo de atención, cuando la mente, el sentimiento y la voluntad están enlazados. De adolescente, sobre todo, quería que se me diesen bien las cosas, brillar, pero, como el chico del Ritalin, suspendía mucho en el colegio, y me veía no solo incapaz de aprender, sino el último de mi clase. Dejé la secundaria y una violenta cultura callejera casi skinhead, con tres tipos de evaluación distintos, con la sensación de haber sido apaleado durante cinco años. Por suerte me podía decir a mí mismo que aún estábamos a finales de los sesenta, que era un rebelde y no encajaba; nadie con imaginación lo haría.
Cuando pienso ahora en aquella época de desgracia, veo que no disfrutaba de una distracción creativa, de unas vacaciones de la pesadez de una mala educación, sino que estaba teniendo una rabieta. Al cerrarme a los demás, sufría de una forma de anorexia intelectual: el rechazo a recibir algo, a aceptar algo. De resultas de ese obstaculizarme a mí mismo, perdí la esperanza y creí que nunca mejoraría ni conseguiría nada. Fue un periodo corto de mi vida, pero no olvidó ese déficit primero. A veces me pregunto si aún lo estoy compensando. Fue un alivio para mí descubrir que tenía alguna habilidad como escritor, aunque eso fue más tarde, y tardé mucho en ver su valor, en entender que tenía un don y algo de inteligencia, y que los podía desarrollar, e incluso construir mi vida a su alrededor.
Cuando suspendía -algo que te hacía sentirte muy solo-, envidiaba el amor y los elogios que recibían los listos y competentes. Creía que cualquiera querría esa atención y esa iración, y que levantaría sus ánimos. Ser competente, para mí, era preferible hasta a la belleza, porque cualquier consideración que recibieras era porque te la habías ganado y merecido.
Si estás escribiendo y te bloqueas, y te vas a preparar un té, mientras esperas a que hierva la tetera lo más probable es que se te ocurran buenas ideas
Yo ahora sí que consigo cosas; los libros se acaban, y se empiezan otros proyectos que también se acaban. Toman el tiempo que toman, y los descansos son tan importantes como la continuidad. Solo un tonto o un educador profesional creerían que alguien tendría que ser capaz de soportar el aburrimiento y la frustración durante muchas horas seguidas y que eso sería un logro. Por supuesto, sin la habilidad de soportar lo desagradable no se consigue nada, pero la concentración sigue al interés y la ilusión, y los adultos tienen la obligación de darles cosas buenas a los niños, mientras que estos tienen que encontrar la manera de aceptarlas.
Lo que le podría haber dicho al amigo de mi hijo es que es incontrovertible que a veces las cosas se me hacen mejor cuando estás haciendo otra cosa. Si estás escribiendo y te bloqueas, y te vas a preparar un té, mientras esperas a que hierva la tetera lo más probable es que se te ocurran buenas ideas. Creer que una frase debe tener una forma determinada no funciona; tienes que esperar a que tu propio juicio te informe, cosa que, con el tiempo, suele hacer. Merece la pena tener algunas interrupciones si crean el espacio para que surja algo del fértil inconsciente. De hecho, algunas interrupciones son más que útiles; puede que sean más bien momentos de comprensión, y pueden ser tan informativas y tener tantas capas como los sueños. Puede que sea ahí donde está la emoción.
Se podría decir que hay que prestarle atención a la intuición; que uno puede aprender a prestarle atención al yo escondido, y que puede que haya algo ahí que merezca la pena escuchar. Si el chico del Ritalin prefiere la obediencia a la creatividad -¿y quién puede culparle por querer animar a las autoridades?-, puede que esté sacrificando sus propios intereses de una manera que, con el tiempo, le puede enfurecer. Una mente caprichosa puede estar de camino a alguna parte.
Puede que estuviera deprimido de adolescente, pero no estaba cerrado a disfrutar de algunas preciosas distracciones. Como mi padre había aparcado buena parte de su biblioteca en mi habitación, cuando me aburría de estudiar cogía este o aquel volumen y los hojeaba hasta que vio algo que me interesaba. Acabé por encontrar, más o menos al azar, cosas fascinantes mientras se suponía que hacía otra cosa. Algo parecido pasaba cuando escuchaba la radio, cuando entré en o con artistas que y músicos de otra manera nunca habría conocido. Al menos había aprendido que, si no podía aceptar la educación de parte de nadie, tendría que ser yo el que me alimentara.
Desde este punto de vista -el de la deriva y el sueño; el de buscar los intereses, el de perseguir esto o aquello porque parece vivo-, el Ritalin y otras formas de imposición y de acción policial psicológica son el equivalente contemporáneo de esa vieja práctica de atar las manos de los niños para que no se toquen los genitales en la cama. Los padres atontan al hijo por el bien de los padres. Eso no conlleva solo el alejamiento de lo interesante: están la fantasía y el terror de que alguien aquí se convertirá en la víctima del placer, y desaparecerá en una espiral de disfrute de la que no volverá.
Es cierto, sin embargo, que mucha gente, a menudo llamada obsesiva, se ha pasado la vida distraída, alejándose, sin saberlo, de lo que más quiere, cociendo así en su interior el veneno de la decepción, la amargura y el desespero. Pero aún hay, como parecía saber el chico del Ritalin, formas mucho más dañinas de distracción. Nos podemos atacar sin darnos cuenta: lo podemos llamar deseo depravado, como si estuviéramos poseídos por un demonio cuyos susurros son crueles disminuciones del ser que destruyen la creatividad y las conexiones valiosas, hasta que la enervación y el autodesprecio provocan una muerte en vida.
Se ha dicho que las distracciones son más fáciles ahora que los escritores usan el ordenador, aunque es igual de fácil volar por la ventana de la mente hacia la fantasía. Al final, una persona necesita un método. Quiero decir que él o ella tienen que distinguir entre distracciones creativas y destructivas por el tipo de regusto que dejan, por si se sienten satisfechos o vacíos. Y esto solo funciona si uno tiene, en la medida de lo posible, buena comunicación consigo mismo, si está, como si dijéramos, de su lado, si se cuida con imaginación, si es un artista de su propia vida.
A medida que nos desesperamos económicamente, y nos hacemos más conformistas y sujetos a las normas, nuestros ideales de competencia se vuelven crueles y engañosos, haciendo que la gente se sienta perdedora. Quizá nuestras distracciones son algo más. Quizá tengamos que ser irresponsables. Pero ir detrás de una distracción requiere desobediencia y autonomía; no acabar algo acarreará ansiedad, igual que apartar la mirada o no mirar donde otros querrían que mirases. Por eso puede ser que la mayoría del arte sea colaborativo -cine, música pop, teatro, ópera-, o esté hecho por artistas individuales que se apoyan en diferentes formas de acuerdos laxos, donde la gente puede encontrar la solidaridad y la ayuda que necesita.