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'No es un río', el cierre de la trilogía de la argentina Selva Almada
La novela tiene las señas de identidad de la autora: la muerte, la amistad, la violencia, el deseo.
La escritora argentina Selva Almada cierra con 'No es un río' la trilogía que inició con 'El viento que arrasa' (2012) y 'Ladrilleros' (2013). Foto: Alejandra López
No es un río, la más reciente novela de la escritora Selva Almada, es una historia de fantasmas ocasionales y de sueños imaginados. Fantasmas que aparecen en forma de recuerdo en el presente y de sueños que más que variantes del reposo actúan como puntuales memorandos de esa delgada línea –a veces imperceptible– entre realidad y fantasía. Sueños y fantasmas que acompañan a esa tribu de personajes toscos, solitarios y epigramáticos: Enero Rey, el Negro y Tilo (hijo de Eusebio, ahogado años atrás, personaje clave que parece estar y no estar dentro de la historia). Enero y el Negro son viejos; Tilo, un adolescente que quiere ser hombre antes de tiempo (a la espera de ocupar ese lugar dejado por su padre).
En la escena que abre la novela los viejos llevan a Tilo a pescar una enorme raya –en una especie de rito de paso eminentemente masculino y vedado para las mujeres: sean esposas, hermanas, amantes–, y es en ese inicio donde se cifra el tono y la atmósfera y las obsesiones que orbitarán durante toda la historia: la violencia soterrada, en voz baja, propia del litoral; las tensiones entre foráneos y nativos (después de haberle pegado tres tiros a la raya para poder pescarla, Aguirre, un pescador de la zona, les dirá, con sorna y rabia, que “con uno era suficiente”); y de ciertas arbitrariedades del deseo esporádico, representado en la relación fugaz entre las dos hijas de Siomara (habitante de la isla y hermana de Aguirre) y los tres visitantes, que se grabará como una especie de aguafuerte en sus biografías: unas vidas breves, intensas, condensadas al límite.
Como lectores también somos testigos –a través de rápidos fogonazos– de esas trayectorias vitales de los personajes que pasan del pasado al presente en lo que dura un parpadeo; de recuerdos de infancia que solo se entienden, después, en el reconocimiento pleno de la vejez (de sus cuerpos malogrados por el dolor, el tiempo y las ilusiones eclipsadas, casi siempre, por las urgencias del día); de ese tránsito que hace puente entre los juegos infantiles en el monte (un monte que recuerda a la selva telúrica, gótica y romántica de La vorágine) y la adultez y su inoportuna toma de decisiones.
No es fortuito que Almada nos cuente esta historia con una prosa siempre atenta al registro oral, al aforismo periférico: “Una cosa es divertirse un rato y otra armar familia”; o también a través a ese idioma privado y de vida corta que se suele crear en zonas clausuradas por una filosofía exclusiva e intransferible: “Algo le molestaba de su presente en ese lugar de mala muerte y algo de su pasado, como si fuera dos personas distintas que solamente se parecen en la incomodidad”. En algunos pasajes de la novela, Almada parece más interesada en susurrar lo que cuenta que en contarlo: a través de una escritura asintomática, casi invisible, puntúa la respiración de las frases y crea imágenes breves y de gran belleza.
No es un río cierra la trilogía de varones que la escritora argentina inició con El viento que arrasa (2012) y Ladrilleros (2013), y que a la vez perfila unas señas de identidad ya recurrentes en su obra: la muerte, la amistad, la violencia, el deseo y las variaciones del cariño entre hombres y mujeres muchas veces encerrados en sí mismos.
JAIME ZAPATA VILLARREAL
No es un río. Selva Almada. Random House. 144 páginas.
$41.000 Foto:Archivo particular