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Noventa años de la noche en que los nazis mostraron su verdadero rostro

El 10 de mayo de 1933 ocurrió en Alemania la quema de libros de miles de autores.

En la quema de libros, que ocurrió el 10 de mayo de 1933 en Alemania, ardieron los nombres más grandes de la literatura de la República de Weimar: Heinrich Mann, María Leither, Alfred Kerr, Kurt Tucholsky y muchos otros.

En la quema de libros, que ocurrió el 10 de mayo de 1933 en Alemania, ardieron los nombres más grandes de la literatura de la República de Weimar: Heinrich Mann, María Leither, Alfred Kerr, Kurt Tucholsky y muchos otros. Foto: ARCHIVO FEDERAL DE ALEMANIA

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El próximo 10 de mayo se cumplen noventa años de uno de los episodios inaugurales y más atroces de la dictadura nazi en Alemania: la festiva y enloquecida quema, en todo el país, de miles de libros de autores considerados perversos y nocivos, enemigos del pueblo y del espíritu alemán, extranjeros aunque fuera en su propia lengua, usurpadores, diseminadores de los peores males que pudiera haber bajo el sol: el judaísmo, la anarquía, el comunismo.
Como un anuncio de lo que vendría luego, las llamas ardieron aquel día en plazas y universidades, su sombra voraz empezó a cubrirlo todo, torres de humo se levantaban a la manera de una aterradora expiación, un auto de fe. Lo peor es que la multitud contemplaba extasiada el espectáculo; en sus ojos se reflejaba ya el fuego de ese infierno que apenas empezaba pero que muy pronto se iba a adueñar de un pueblo que acaso fuera el más culto de Europa.
Eso es lo más grave, que ya para ese momento el ‘nacionalsocialismo’ había dejado de ser un movimiento minoritario y violento y se había convertido no sólo en la base del nuevo gobierno sino también en un siniestro fenómeno de masas. Desde el 30 de enero de 1933, cuando Hitler fue llamado a ser canciller de la República de Weimar, una república que además conservaba el viejo nombre del imperio al que remplazó, el Imperio Alemán, la suerte estaba escrita.
¿Cómo fue posible semejante catástrofe? ¿Cómo pudo el pueblo alemán llegar a ese grado de enajenación y barbarie? La respuesta, por supuesto, no es fácil ni es una sola; nunca lo es en la historia, mucho menos en un tema sobre el que se han conjeturado todas las hipótesis posibles desde el primer día, quizás con la idea de que en alguna de ellas anide también la certeza, la esperanza, de que ese horror no se repetirá nunca jamás.
(También le puede interesar: 'Del arte de leer')
Aunque unas pistas sí hay para tratar de entender los orígenes del nazismo, unas claves sí están ya muy claras. Por ejemplo, la de la humillación de Alemania en el Tratado de Versalles: la sevicia con que Francia, cobrándose la venganza de la derrota en la guerra de 1870, hizo de la rendición del Imperio, en 1918, una oportunidad para aislarlo y envilecerlo, arruinarlo, extinguirlo. Y lo logró: desde ese momento el pueblo alemán quedó condenado al abismo.
Pero también había un fenómeno que iba más allá del resultado de la guerra, como si en realidad todos la hubieran perdido, que es lo que suele ocurrir en las guerras. Porque al final lo que se impuso, tras el desastre y el fin del mundo, fue el desánimo, la desesperanza, la angustia de todos esos pueblos que salieron a combatir por la patria y volvieron muertos y enceguecidos, mutilados, abatidos.
A eso hay que sumarle los estragos de la pandemia de la mal llamada ‘gripa española’: una plaga que fue el peor epílogo de la guerra, y no menos letal, pues muchos de los que sobrevivieron a las trincheras, a duras penas, regresaron a su casa a morir sudando y tosiendo en una cama, esperando, como el poeta Guillaume Apollinaire, ese frasco de trementina que nunca llegó y que Picasso le llevaba a toda prisa entre las manos.
La guerra y la peste fueron el caldo de cultivo de la demagogia y el totalitarismo; en las ruinas del viejo mundo, como larvas, crecieron el discurso mesiánico y el desprecio por el orden constitucional, las respuestas estridentes y fáciles a problemas muy complejos, la idea de que la violencia en las calles, la ‘acción directa’, era la única respuesta efectiva a esos tiempos de crisis. Así fue en Rusia con el bolchevismo, así fue en Italia con el fascismo.
Pero en Alemania había un ingrediente adicional mucho más grave: por un lado, la nostalgia del imperio, la necesidad desesperada de explicar cómo había sido posible que la mayor potencia militar y económica de Europa perdiera la guerra; por el otro lado, el antisemitismo, la sorda y secreta corriente, cada vez más evidente y desvergonzada, de odio a los judíos como responsables de todos los males que le habían sobrevenido al pueblo alemán.
En enero de 1923 –justo diez años antes de que Hitler llegara al poder, ahí empezó su lenta marcha sobre Berlín– los ses invadieron la cuenca del Ruhr, bastión de la industria alemana, para reclamar por las deudas no paga-das de la guerra. El marco, ya de por sí una moneda endeble y en cuidados intensivos, se vino a pique cuando el gobierno decidió emitir sin control. Por un dólar llegaron a pagarse millones de esos billetes que ya no valían nada.
Fue entonces, a finales de ese 1923 aciago, cuando Adolf Hitler, el líder del Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores Alemanes, decidió que había que entrar en acción y dar un golpe de Estado como hacía un año lo había hecho en Italia su ídolo Benito Mussolini. La idea era juntar el separatismo bávaro con su grupo paramilitar de matones que odiaban por igual a los judíos y a los comunistas, y salir desde Múnich hasta Berlín para tomarse el poder.
Hitler, un mediocre pintor austriaco que había peleado en la guerra bajo la bandera alemana, un oscuro caporal herido en el frente occidental varias veces, deambulaba desde 1919 por las calles de Baviera mascullando su furia y su re-sentimiento. Por esa época se unió al partido nacionalsocialista y muy pronto se reveló como su gran caudillo y orador, su mejor y más carismático ideólogo, ahondando en las premisas del odio a los hebreos y a los marxistas.
El modelo ‘nazi’ (ese era el sobrenombre de los nacionalsocialistas) era el mismo del fascismo italiano: grupos de choque en las calles, las temibles SA; la reivindicación de la violencia como una de las expresiones legítimas de la política; la glorificación del escuadrismo y los símbolos de la cultura paramilitar; el desprecio por la democracia liberal y las instituciones del Estado; el partido como la encarnación de un ideal superior de lo humano.
Pero a diferencia del fascismo, que era un movimiento de opereta, el nazismo tenía un sustrato cultural mucho más profundo en la doctrina étnica y la idea perversa de la superioridad de la ‘raza aria’. Desde allí, y pescando en el río revuelto del caos y la crisis, Hitler se lanzó en noviembre de 1923 a la toma del poder. Y aunque fracasó de manera clamorosa, su alocado intento le valió volverse una figura nacional.
Ya eran los tiempos de la radio y todos los micrófonos se le abrieron al grotesco führer para que difundiera sin reatos sus ideas, sus delirios. En vez de seguir por la vía golpista, ahora el nazismo iba a conquistar al pueblo alemán en las calles y en las urnas. Sin abandonar la violencia, claro que no. Pero el camino de la persuasión estaba listo para que, costara lo que costara, algún día la nación se fundiera con el único movimiento que la representaba de verdad.
El problema es que ya Alemania había salido de la crisis y desde 1924 se vivía allí un furor parecido al de los días previos a la guerra. La bohemia y el desenfreno, el consumismo y la promiscuidad, el esplendor del arte, la música y la literatura habían hecho otra vez de Berlín la capital del mundo: la “nueva Babilonia”, como entonces se la llamó. A eso también se oponían los nazis, a todas las formas de la felicidad.
Pero en 1929 vino la quiebra del mundo, los Estados Unidos se arruinaron y cesaron los empréstitos a Alemania. La ilusión de opulencia de los ‘alocados años veinte’ estalló en mil pedazos, como el espejo de relumbrón que era, y otra vez volvieron el odio y la frustración, la pobreza, el desempleo, la atonía de las clases dirigentes. Fue el momento de gracia del nazismo, el zarpazo que Hitler había estado esperando y urdiendo durante años.
En cada nueva elección, desde 1928, el partido nazi no hacía sino crecer. Cada vez más alemanes se acercaban a sus doctrinas violentas y absurdas, su oscura utopía del horror. A finales de 1932, ante una nueva crisis, el establecimiento tuvo que rendirse y fue evidente que había que darle el poder a Hitler. La idea era sentarlo en el trono y controlarlo, saciar su ambición pero también hacerlo el títere de los intereses de la élite.
Qué ingenuidad: el 30 de enero de 1933 empezó la dictadura, con su vertiginosa andanada de hechos imparables: el 27 de febrero los nazis quemaron el parlamento y culparon a los comunistas para declarar el estado de emergencia; el 24 de marzo se firmó la ‘ley habilitante’, una argucia para darle todo el poder represivo y policial al gobierno; el 1.º de abril fue el primer gran boicot, aunque fallido, contra los negocios de los judíos.
Pero el verdadero rostro del horror, su más tenebroso anuncio, se vio el 10 de mayo con la quema de los libros. Porque esa no fue una iniciativa del gobierno sino de sus partidarios y, lo que es peor, de sus áulicos en las universidades. Como lo describió con maestría y desconsuelo Víctor Klemperer, una de sus víctimas, el nazismo no era una doctrina política sino una religión pagana y mesiánica; no era (no es) una forma de pensar sino una forma de ser.
Y una forma de ser que había desatado los peores demonios de la cultura alemana, todos sus abismos. Ese era el fuego que se reflejaba en la cara de los miles de asistentes, dichosos, vesánicos, ante esa hoguera en la que ardieron los nombres más grandes de la literatura de la República de Weimar: Heinrich Mann, María Leither, Alfred Kerr, Kurt Tucholsky, Erich Maria Remarque, Jacob Wassermann, Lisa Tetzner y tantos más.
En 1820 el gran poeta alemán Heinrich Heine, de origen judío, escribió una tragedia en verso sobre la toma de Granada, en 1492, por parte de los Reyes Católicos. Se llama Almanzor y en ella uno de sus personajes, Hasán, pronuncia una frase profética y estremecedora cuando le cuentan que en la plaza de la ciudad los castellanos están quemando el Corán: “Es sólo el preludio: allí donde queman libros acabarán quemando personas...”, dice lacónico.
Es la misma frase que está en una placa conmemorativa de la plaza Bebel en el centro de Berlín, donde el 10 de mayo de 1933, hace noventa años, se ofició una de las mayores quemas de libros a manos de los nazis. Se trata de una dolorosa evocación pero también de una advertencia, para que nunca jamás, ojalá, se repita el horror.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
Para EL TIEMPO

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