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El sueño imposible de Henry Ford en medio de la selva brasileña
El magnate de la industria automotriz intentó tener su propia plantación de caucho, con la idea de dejar de depender de la importación para fabricar sus autos, pero sufrió varios contratiempos.
La aldea que creó en medio de la Amazonia fracasó y lo hizo perder 20 millones de dólares. (200 millones de dólares actuales). Foto: Getty Images

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Es difícil unir el nombre de Henry Ford a la palabra fracaso, pero una de sus más ambiciosas aventuras mereció esa calificación. El hombre fuerte de la industria automotriz se propuso crear un pueblo en el medio de la Amazonia brasileña, con la idea de extraer de allí el caucho que necesitaba para fabricar las cubiertas y algunas otras piezas de sus autos (válvulas, mangueras y tapones), pero nada resultó tal como él imaginó.
Su nuevo sueño se llamaría Fordlandia y le daría forma a imagen y semejanza de una población del medio oeste estadounidense. No escatimó en gastos. Le compró 110.000 kilómetros cuadrados de tierras al gobierno brasileño –que promocionaba ese tipo de inversiones–, despachó buques con equipamiento, materiales y mobiliarios, y comenzó a construir el pueblo que, en su cabeza, le permitiría romper el monopolio europeo del caucho y dejar de depender de la importación para fabricar sus autos.
Allí levantó lo que era al mismo tiempo fábrica, espacio de trabajo y aldea para los trabajadores. Contaba con todos los servicios y la infraestructura de un pueblo estadounidense. En medio de la selva, instaló casas prefabricadas en Michigan, hospitales, escuelas, canchas de fútbol, piscina de natación y restaurantes en los que se servía estrictamente comida “yanqui” . Ford quería hacer de ese sitio un rincón de los Estados Unidos en plena Amazonia.
El corazón de todo este complejo era, por supuesto, una fábrica para el tratamiento del látex, acompañada por varios talleres. Este centro neurálgico estaba rodeado por tres barrios de viviendas, donde vivirían exclusivamente trabajadores y gerentes del proyecto Fordlandia. El primero de ellos, estaba destinado a los directores, constaba de ocho villas y era una reproducción fiel de los barrios burgueses de Detroit; el segundo era el de los capataces, integrado por grandes casas de cemento, y el tercero estaba formado por las mecionadas casas de madera, donde se alojarían los obreros.
Pero claro que nada de este descomunal proyecto tendría sentido si no se plantaba allí el árbol que proporcionaría el preciado caucho. Así que, en 1928 se plantaron 70.000 Heveas brasiliensis; en 1929, otras 70.000, y en 1931, un millón más.
La aldea estaba construida y organizada en manzanas: en el centro, la fábrica de caucho; al rededor de ella, grandes casas con el estilo de la clase alta norteamericana; y a las afueras, casas prefabricadas de madera traídas desde Estados Unidos. Foto: Getty Images. Foto:Colin Mherson
Una desgracia tras otra
Por la misma falta de personal idóneo para el manejo de plantaciones en climas tropicales, los árboles de Heveas brasiliensis comenzaron a tener más problemas. Sucede que se trataba de una especie que crecía muy bien en estado salvaje, pero que no soportaba el cultivo y, al no contar con la sombra que en otras codiciones les aportaban otros árboles, y de la maleza que conservaba la humedad, se deterioraban.
Había más. Las reglas impuestas por Ford obligaban a comer a todos –desde capataces hasta empleados– en un mismo local construido especialmente para eso y el menú disponible no era precisamente del agrado de los lugareños. Lo único que se les proveía era comida procesada llevada desde los Estados Unidos y acorde al paladar estadounidense, nada de platos tradicionales brasileños.
El descontento de la población aumentaba con el paso de los días. Aunque podían disponer de las distintas instalaciones que se habían levantado en Fordlandia, como escuelas, hospitales y campos de deportes, el afán de controlar todo por parte de Ford hacía que el ambiente se volviera opresivo. Todos estaban obligados a seguir estrictamente el estilo de vida estadounidense, con pasatiempos foráneos y, como se dijo, la imposición de una alimentación extraña a sus gustos.
“La búsqueda de la utopía de Ford iba aún más allá: los llamados ‘escuadrones sanitarios’ que operaban por todo el lugar mataban perros callejeros, desaguaban charcos en los que se podían multiplicar los mosquitos que transmitían la malaria y revisaban si los empleados tenían enfermedades venéreas”, se decribió en el citado artículo del The New York Times.
El régimen espartano establecido por Ford llevó a que no pasara mucho tiempo para que los lugareños buscaran un escape. Fue así que surgieron casinos, prostíbulos y bares –pese a que el empresario, reconocido abstemio, había prohibido expresamente el consumo de alcohol en Fordlandia–, lo que ocasionó encontronazos entre quienes hacían uso de estos establecimientos y el resto de los habitantes que cumplían las reglas.
Por otra parte, los gerentes que Ford había enviado especialmente desde Estados Unidos nunca pudieron adaptarse a esta nueva vida en medio de la selva. Uno de ellos se ahogó en el río Tapajós, mientras que el otro decidió volver a su país luego de que tres de sus hijos murieran víctimas de enfermedades tropicales.
Coronó todo esto una feroz huelga de los trabajadores que, furiosos por el régimen que se les imponía, hicieron destrozos en la fábrica y otros establecimientos. Quizás, el ataque más simbólico fue el que concretaron al romper los relojes en los que fichaban el ingreso y egreso del trabajo. Pero además, cortaron la electricidad de la plantación y cantaron “Brasil para los brasileños; matemos a todos los estadounidenses”. Espantados, algunos de los gerentes huyeron hacia la selva.
En la actualidad viven en este poblado poco más de 1000 personas, algunas de ellas descendientes de trabajadores del proyecto Fordlandia. Pasan sus días rodeados por derruidas edificaciones y vestigios de lo que alguna vez encarnó el sueño imposible de Henry Ford.
CARLOS MANZONI - LA NACIÓN (ARGENTINA) - GDA
PUBLICADO EN LA EDICIÓN DOMINGO DE EL TIEMPO.
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