Fue una escena que inspiró iración en toda América Latina. En la toma de posesión del presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, asistieron no uno, sino tres mandatarios de Uruguay. El actual líder, Luis Lacalle Pou, y los ex jefes de Estado José ‘Pepe’ Mujica (2010-15) y Julio María Sanguinetti (1985-90 y 1995-2000). Rivales históricos en la política uruguaya, de diferentes orillas (izquierda, centroderecha y derecha), sonriendo y dándose palmadas en la espalda mientras las cámaras capturaban el momento.
En otra época, tal escena podría haber sido considerada banal. Pero en este momento de extrema polarización y malestar social en toda América Latina, la muestra de unidad fue tratada como una revelación. “Los uruguayos siempre son tan civilizados, no sé cómo nos soportan como vecinos”, bromeó Bruno Bimbi, un periodista argentino.
“Es por eso que Uruguay es Uruguay, y es la democracia de mayor calidad en la región y una de las mejores del mundo”, escribió Daniel Zovatto, un destacado analista político con sede en Panamá. Los periódicos brasileños notaron celosamente el contraste con su propio país, pues el predecesor de Lula, Jair Bolsonaro, no asistió a la toma de posesión, luego de perder las elecciones, y se voló a la Florida.
Francamente, no es la primera vez que Uruguay es visto como un tipo de su propia clase. El país tiene el ingreso per cápita más alto de América Latina (alrededor de US$ 17.000), la tasa de pobreza más baja (7 por ciento) de la región, uno de sus niveles más bajos de desigualdad y la matriz energética más verde.Se pronostica que su economía crecerá en un 3,6 por ciento en 2023, más del doble del promedio latinoamericano.
Los estudios internacionales retratan frecuentemente a Uruguay como el país menos corrupto de la región. The Economist Intelligence Unit la clasificó como la 13.ª democracia más fuerte del mundo, por delante del Reino Unido (n.º 18), España (n.º 24) y Estados Unidos (n.º 26), y muy por delante de pares regionales como Brasil (n.º 47), Colombia (n.º 59) o México (n.º 86).
Este éxito no ha pasado inadvertido en otras partes de la región y, de hecho, en el mundo. En mayo de 2022, una conferencia en la Universidad Católica de Chile se tituló ‘El caso uruguayo: ¿un modelo posible?’, centrada en analizar cómo el país ha combinado el crecimiento económico con una sólida red de seguridad social.
Uruguay está atrayendo a un número récord de expatriados no solo de Argentina, como lo hace a menudo en tiempos de crisis allí, sino también de Brasil, Chile, Venezuela y más allá.
El país tiene el ingreso per cápita más alto de América Latina (alrededor de US$ 17.000), la tasa de pobreza más baja (7 por ciento) de la región, uno de sus niveles más bajos de desigualdad
La ciudad turística de Punta del Este se convirtió en un imán para los trabajadores remotos durante la pandemia, alimentando un auge inmobiliario estimado en US$ 6.000 millones en nuevas inversiones en los últimos tres años. Una escuela privada de esa ciudad tiene estudiantes de 34 nacionalidades diferentes.
La idea de que Uruguay se está convirtiendo en una especie de Singapur para Suramérica, un oasis relativo para los negocios y el comercio en un continente problemático, ha llamado la atención de empresas globales y grandes potencias. El gobierno conservador de Lacalle Pou abrió recientemente negociaciones para acuerdos comerciales con China y Turquía. Recientemente, Tim Kaine, un demócrata en el Comité de Relaciones Exteriores del Senado de Estados Unidos, llamó a Uruguay “un modelo en muchos sentidos” y preguntó por qué Estados Unidos no está invirtiendo más o entablando una agenda comercial allí.
Lo que puede enseñar
Dado todo este interés, Americas Quarterly viajó a Montevideo en noviembre con la esperanza de responder a las preguntas: ¿qué podemos aprender de Uruguay? ¿Cuáles son los secretos de su relativo éxito? En un esfuerzo por comprender las fortalezas y debilidades de Uruguay, y cómo otros países de las Américas, incluido Estados Unidos, podrían aprender de ellos, se entrevistó a destacados políticos, analistas, líderes empresariales y gente común.
Una de las conclusiones más obvias de la visita fue que Uruguay definitivamente no es un paraíso. Es un país que tuvo su mejor momento hace más de un siglo, cuando las exportaciones agrícolas lo convirtieron por un período breve, junto con Argentina, en una de los diez naciones más ricas del mundo.
En los años intermedios, ha habido momentos en los que la economía apenas creció, y hoy los expertos dicen que se desempeña muy por debajo de su potencial, con una tasa de crecimiento anual promedio de solo el uno por ciento en los cinco años anteriores a la pandemia. Montevideo puede parecer una versión más gris y menos dinámica de Buenos Aires.
El Uruguay de hoy está luchando contra una ola de crímenes genuinamente aterradora, incluida una tasa de homicidios casi el doble que la de Argentina o Chile, impulsada en parte por la expansión de bandas criminales de otras partes de la región.
Solo alrededor del 40 por ciento de los estudiantes terminan la escuela secundaria, una de las tasas más bajas de América Latina, aunque los puntajes de las pruebas son altos para los estándares regionales. A fines de 2022 estalló un escándalo de corrupción que involucró a la istración de Lacalle Pou, desafiando la reputación cuidadosamente cultivada del país de gobiernos limpios.
Del mismo modo, es razonable preguntarse hasta qué punto el éxito de Uruguay es realmente replicable en otras partes de América Latina
Del mismo modo, es razonable preguntarse hasta qué punto el éxito de Uruguay es realmente replicable en otras partes de América Latina. Muchos brasileños y argentinos ponen los ojos en blanco, argumentando que la pequeña población de Uruguay, de alrededor de 3,4 millones de personas, hace que sea mucho más fácil gobernar (esto ignora el hecho de que Honduras y El Salvador también son pequeños).
Otros dicen que la historia de la inmigración europea a Uruguay convirtió al país en un lugar “homogéneo” y, por lo tanto, próspero (esto es demostrablemente falso, y también racista). Otros susurran que Uruguay puede tener méritos, pero que se ha beneficiado sobre todo de los errores de Argentina y Brasil, coherentes con su historia como un Estado tapón sujeto a los ciclos de sus vecinos, mucho más grandes.
Pero también es cierto que la historia de Uruguay se puede relacionar más de lo que mucha gente supone. La próspera democracia de hoy fue una dictadura hasta 1985, y estuvo plagada de las mismas divisiones y abusos de los derechos humanos que se observaron en otras partes del continente. Esa envidiable tasa de pobreza del 7 por ciento, 20 años atrás alcanzaba el 40 por ciento, en medio de una crisis económica severa en la que se exportaban miles de trabajadores calificados. Incluso la bonhomía política exhibida en la toma de posesión de Lula requirió trabajo para construirse, y siempre está en peligro de desvanecerse, dijo Sanguinetti, uno de los dos expresidentes que inspiraron tanta iración.
“Si la gente piensa que Uruguay siempre fue así, están equivocados. Nada es fácil. Estoy seguro de que hay lecciones que podemos ofrecer humildemente a los demás”, dijo Sanguinetti, de 87 años, con una sonrisa. De hecho, hay muchas, pero en este artículo se destacarán cuatro conclusiones que ayudan a explicar la historia de éxito imperfecta de Uruguay.
Red de seguridad
Mujica, el otro expresidente que viajó a la toma de posesión de Lula, ganó seguidores globales en la década de 2010 cuando continuó conduciendo su Volkswagen Beetle 1987 hacia y desde su humilde granja en las afueras de Montevideo todos los días, mientras estaba en el cargo, en lugar de vivir en el palacio presidencial, y donando el 90 por ciento de su salario a la caridad. Y aunque Mujica nunca fue tan universalmente popular en su país como lo fue en el extranjero, uno de sus dichos más famosos captura indudablemente el espíritu uruguayo: nadie es más que nadie.
Esa filosofía igualitaria se destaca en América Latina, donde la mayor brecha del mundo entre ricos y pobres ha alimentado innumerables conflictos sociales a lo largo de los años. Y aunque sigue siendo más un ideal que una realidad, ha apuntalado lo que, según algunas encuestas y estudios, es el estado de bienestar más antiguo y generoso de la región.
Hoy en día, alrededor del 90 por ciento de la población uruguaya mayor de 65 años está cubierta por el sistema de pensiones, una de las tasas más altas de Latinoamérica. El Estado proporciona seguro de desempleo, transferencias de dinero a familias de bajos ingresos, recursos para el cuidado de niños y ancianos, además de un sistema de salud pública.
Uruguay recauda alrededor del 27 por ciento de su PIB en impuestos, por encima del promedio latinoamericano (22 por ciento), aunque menos que Brasil (32 por ciento) y Argentina (29 por ciento)
Pagar por todo esto no es barato, por supuesto. Uruguay recauda alrededor del 27 por ciento de su PIB en impuestos, por encima del promedio latinoamericano (22 por ciento), aunque menos que Brasil (32 por ciento) y Argentina (29 por ciento) y muy por debajo del promedio de la Ocde (34 por ciento), un club de países europeos en su mayoría desarrollados. En general, el Gobierno juega un papel importante en la economía. Las empresas estatales dominan el sector petrolero, los préstamos hipotecarios e incluso la transmisión de datos por internet. Aproximadamente uno de cada cinco trabajadores está empleado por el sector público, según el Banco Mundial.
Javier de Haedo, un economista con vínculos con la centroderecha de Uruguay, dijo que la economía se ha visto afectada por un ciclo de crecientes demandas sociales, aumentos de impuestos y reestructuraciones periódicas de la deuda. “Esa es la historia de Uruguay, y la única solución es crecer más”, comentó.
Lacalle Pou, el actual presidente, llegó al cargo con una agenda de reformas favorables a las empresas después de 15 años consecutivos de gobierno del partido izquierdista Frente Amplio. En un golpe del destino, Lacalle Pou asumió el 1.º de marzo de 2020, 12 días antes de que apareciera el primer caso de covid-19 en Uruguay. Por lo que ha pasado gran parte de su mandato manejando la pandemia en lugar de tramitar sus proyectos de ley. Incluso, el presidente y sus aliados se centran más en los ajustes al sistema existente –elevar la edad mínima para las pensiones, por ejemplo–, que en derribarlo por completo.
En Uruguay se escucha muy poco de la acalorada retórica sobre el socialismo o el neoliberalismo que domina la política en otras partes de América Latina. “Casi no importa quién esté en el poder. Hay una especie de consenso socialdemócrata que no cambia fundamentalmente”, dijo Nicolás Saldías, analista uruguayo para América Latina en la Unidad de Inteligencia de The Economist. “Lo que se escucha son debates sobre las tasas impositivas, más que el impuesto en sí”. De Haedo, el economista crítico, reconoció que ha habido “ejemplos espectaculares” de buena istración por parte del sector público.
El modelo uruguayo puede no ser para todos. Pero en una era en que las demandas de mayores derechos y servicios sociales se han extendido por América Latina, lo que ha provocado protestas violentas y una grave inestabilidad en países como Chile, Ecuador, Perú y otros lugares, es difícil no darse cuenta de que Uruguay está bastante tranquilo. Incluso después de la pandemia, la ciudadanía generalmente sentía que sus necesidades básicas estaban siendo satisfechas.
En una encuesta publicada en mayo de 2022 por las Naciones Unidas, el 37 por ciento de los uruguayos dijeron que su situación socioeconómica era buena, el 48 por ciento no la calificó ni buena ni mala, y solo el 14 por ciento la calificó de mala. Dada la relativa satisfacción con el statu quo, no parece casualidad que Uruguay nunca haya elegido a un verdadero populista ideológico de izquierda o derecha, mientras que los pilares fundamentales de una economía estable y basada en el mercado también son ampliamente aceptados.
Un grupo de jóvenes activistas del Partido Nacional de centroderecha de Lacalle Pou también parecía apreciar el equilibrio. “La gente en Uruguay se siente protegida”, afirmó María Ángela Rosario, de 27 años. “No conozco a nadie que quiera cambiar eso fundamentalmente”.
Cambios con tiempo
Hacer algo a la uruguaya significa hacerlo lentamente, gradualmente, deliberadamente. Es un aspecto célebre de la cultura local, tan uruguayo como tomar mate o ver la puesta de sol sobre el Río de la Plata. Y, como tantas otras cosas aquí, puede ser un arma de doble filo.
Hacer algo a la uruguaya significa hacerlo lentamente, gradualmente, deliberadamente. Es un aspecto célebre de la cultura local, tan uruguayo como tomar mate
Cuando se propone una nueva legislación, los políticos dicen que generalmente se debate, y se debate, y luego se debate un poco más. Las reformas a menudo no se consideran definitivas hasta que son aprobadas por plebiscitos populares o referendos, que pueden tardar años en organizarse, y se han utilizado desde la década de 1990 para votar sobre la privatización de los servicios públicos, las leyes de amnistía, las políticas contra el crimen, los derechos de agua y más. Para cuando el cambio surte efecto, a veces el mundo ha avanzado. “He visto a Uruguay perder tantas oportunidades porque no pudimos actuar a tiempo”, opinó un abogado que trabaja con inversionistas internacionales, citando puertos de aguas profundas, centros de datos y más.
Pero adoptar un enfoque deliberado de la vida tiene sus ventajas, especialmente en política. Una reforma puede tardar mucho tiempo en aprobarse y luego sobrevivir a un referéndum. Pero una vez que lo hace, el cambio se considera legítimo y establecido, y la gente generalmente sigue adelante. “Tenemos una cultura política de tomar decisiones y aceptarlas”, afirmó Yamandú Orsi, alcalde de Canelones, una ciudad al norte de Montevideo, y posible candidato presidencial en las elecciones de 2024. “Lo que puede parecer lento desde el exterior es a menudo una búsqueda democrática de diálogo y consenso”, agregó.
Como resultado, Uruguay tiene poco de la política de tierra quemada que se ve en otras partes de América Latina, así como en Estados Unidos y Europa, en donde los gobiernos asumen el poder decididos a deshacer los logros de sus predecesores. Esta estabilidad ha dado certidumbre a los inversores, un sentido de dirección a largo plazo que generalmente falta en el resto de la región. “Aburrido es bueno. Dios, desearía que Argentina y Brasil fueran aburridos como Uruguay”, dijo un inversionista.
Las instituciones
Durante la reportería de este artículo, en noviembre de 2022, se estaba hablando de un gran escándalo sobre un plan en el que los funcionarios del gobierno supuestamente vendieron docenas, y quizás cientos, de pasaportes falsos a extranjeros, incluidos los rusos que huían de su país después de la invasión a Ucrania.
A medida que los fiscales profundizaron en el caso, también encontraron señales de que el guardaespaldas presidencial de Lacalle Pou intentó vender un software que podría usarse para rastrear a los líderes de la oposición (el presidente, su guardaespaldas y otros funcionarios negaron haber actuado mal).
A pesar de todo, los fiscales hicieron su trabajo, sin interferencias políticas. “El fuerte sentido de una república hace que el uruguayo promedio entienda que ninguna de las ramas del Estado puede pisar a la otra. Sobre todo, el sistema judicial, que es una salvaguarda”, dijo Agustín Mayer, del bufete de abogados Ferre. Y aunque el escándalo fue claramente vergonzoso y un golpe a la reputación del país, algunos vieron la oportunidad de fortalecer aún más la democracia. “Lo que veo es que la sociedad debate esto, lo procesa, trata de entender lo que pasó”, comentó Adolfo Garcé, analista político. “Eso es lo que hacemos. Esta es una democracia con una tremenda capacidad de aprendizaje”.
Una cosa que distingue a las instituciones uruguayas es lo abiertas e integradas que son en la sociedad. Casi todo el mundo parece ser parte de algo: un partido político, un sindicato, un club de barrio, que a su vez tiene vínculos, o al menos alguna conectividad, con el Estado.
Una cosa que distingue a las instituciones uruguayas es lo abiertas e integradas que son en la sociedad. Casi todo el mundo parece ser parte de algo
“Los movimientos sociales activos han sido el motor de la política y la democracia uruguayas”, explicó Carolina Cosse, alcaldesa de Montevideo y otra posible aspirante presidencial.
Dijo que prácticamente todas las reformas de política social de los últimos años comenzaron desde las bases, señalando la atención médica universal, la igualdad matrimonial y una nueva universidad en el interior del país como causas que los políticos adoptaron como propias. Cosse y otros destacaron la importancia particular de los partidos políticos. Los mismos tres (Frente Amplio, Partido Nacional y Colorado) han dominado la política uruguaya durante décadas, adoptando ideologías generalmente consistentes en lugar de servir como vehículos personalistas, y cuentan con miles de personas comunes entre sus .
Todo esto desmitifica un poco la política, y el tamaño del país puede jugar un papel. Cuatro entrevistados diferentes mostraron selfis con el presidente Lacalle Pou, tomadas en heladerías, restaurantes y en la calle. Esto también puede contribuir a la cultura de transparencia de Uruguay. “Si un político compra un auto nuevo y caro, todo el mundo lo sabe. Vivimos uno al lado del otro, nos vemos en la tienda de comestibles”, dijo Martín Aguirre, director del diario El País.
El civismo
Sería tentador concluir que el énfasis en la civilidad en la política uruguaya también es un subproducto de las personas que viven una al lado de la otra. Pero no siempre fue así, especialmente en las décadas de 1960 y 1970, cuando Uruguay cayó en la misma espiral de violencia guerrillera y represión brutal que afectó a gran parte de la región. En conversación, Sanguinetti dijo que él y Mujica solían ser “no solo adversarios, sino enemigos”, y señaló que Mujica era un líder del grupo rebelde Tupamaro que no se reincorporó completamente a la vida política convencional hasta que la democracia regresó en la década de 1980.
Sanar esas divisiones tomó tiempo y esfuerzo. Mujica, quien pasó 13 años en la cárcel, ha hablado conmovedoramente a lo largo de los años sobre su propio viaje. “Tengo mi larga lista de defectos, soy una persona apasionada, pero desde hace décadas en mi jardín no cultivo el odio”, dijo Mujica al retirarse de la política cotidiana en 2020. “Aprendí una dura lección que la vida me impuso, que es que el odio nos hace estúpidos, porque nos hace perder objetividad cuando nos enfrentamos a las cosas”.
Tales sentimientos parecen haberse filtrado a la sociedad en su conjunto. Orsi habló de la importancia de las “reglas no escritas” en la política uruguaya, es decir, el respeto a la oposición por parte del gobierno que esté de turno, y señaló que Lacalle Pou asistió a su toma de posesión como alcalde a pesar de que son de partidos rivales.
“Eso es algo que nunca olvidaré”, dijo. Tiene 55 años y el presidente 49, lo que sugiere que estas tradiciones se están transmitiendo a una nueva generación de líderes. Sin embargo, otros uruguayos expresaron la sensación de que estas tradiciones están bajo estrés, debido a las redes sociales y las presiones que barren el resto de América Latina a raíz de la pandemia. Algunos señalaron con preocupación el cuarto lugar en las elecciones de 2019 de un partido con inclinaciones populistas. Chile es un ejemplo de cómo incluso las historias de éxito más cacareadas de la región pueden desmoronarse rápidamente, sin previo aviso.
Y es por eso que Sanguinetti y Mujica, incluso a la edad de 87 años, continúan haciendo un escaparate de su relación, incluso escribiendo un libro juntos. “Todavía no estamos de acuerdo en muchas cosas, cosas fundamentales, pero estos viejos están tratando de mostrar a las nuevas generaciones que puedes estar en desacuerdo, sin perder la civilidad”, dijo Sanguinetti. “Creo que otros también pueden hacer esto. No hay nada especial en Uruguay”, concluyó.
Seguridad social: la base del éxito (**)
En América Latina, Uruguay ha liderado el desarrollo de una sólida red de seguridad social. Si bien hay mucha discusión sobre la asequibilidad y la necesidad de reforma, el sistema de bienestar del país ha sido una piedra angular de su sociedad. Se caracteriza por un sistema de educación primaria universal, una amplia cobertura de salud, así como un sólido sistema de seguridad social.
Esto ha proporcionado estabilidad y justicia social. Ha reducido drásticamente la pobreza, ha brindado oportunidades a sus ciudadanos y también ha apoyado la estabilidad política. A diferencia de otros países, la existencia de esta red no es un pararrayos para la derecha o la izquierda. Y, curiosamente, los mercados parecen evaluar al país de la misma manera que ven a muchos gobiernos socialdemócratas en Europa u otras partes del mundo. Esto es bastante único: los líderes de los países latinoamericanos que responden a las demandas de fuertes redes de seguridad social, más y mejor educación y atención médica, a menudo se definen, aunque no exclusivamente, como gobiernos de izquierda.
Al mismo tiempo, el país ha fomentado el emprendimiento y la creación de nuevas empresas, y ha atraído a líderes empresariales y empresarios de toda la región para que se trasladen a Uruguay. Hay múltiples razones para ello, entre ellas el entorno empresarial y el fuerte compromiso con el Estado de derecho.
Entonces, ¿cuál es la lección? Hay muchas, pero una de las más importantes es que la gente quiere sentirse segura. Quieren una buena educación, atención médica y una pensión que brinde dignidad. Y cuando una población se siente bien, es más fácil creer en el Gobierno y en el Estado de derecho. ¿Y adivina qué? También hace que la discusión política sea mucho más civil y basada en temas, un modelo impresionante para otros países.
BRIAN WINTER (*)
AMERICAS QUARTERLY
MONTEVIDEO
(*) Editor en jefe de ‘Americas Quarterly’ y uno de los analistas políticos más influyentes de América Latina, con más de 20 años siguiendo los altibajos de la región.
(**) Análisis de Susan Segel, presidenta y CEO de Americas Society y Council of the Americas, para Americas Quarterly.
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